Dios es bueno, se dice con el añadido de que “es bueno para las cosas porque es la causa primera de todas ellas y para sí mismo, porque es un ser suma perfección y… punto.
Esta afirmación tomada a la ligera parece bastar para persuadir a todos los mortales, puesto que, ¿quién podría ponerse a discutir sobre algo que convence de suyo?
No obstante me pregunto: ¿es bueno frente a qué?
¿Frente a su creación salida de sus “propias manos” donde existe la maldad sin límites? ¿Frente al mundo inventado por él donde hay vileza, crueldad, egoísmo, agresividad y otras lacras, tanto entre las plantas y animales como entre los hombres?
El dios de los “sabios” teólogos crea un mundo, luego parece renegar de su creación porque existen en ella cosas viles, repugnantes, bajezas, fealdades, malignidad… Entonces es cuando él reluce con su bondad infinita que no se refleja en un todo en su creación. Fabrica un mundo pleno de maldad, para quedar él como el bueno por excelencia.
No podemos adherirnos aquí a la explicación tomista (referente al teólogo medieval Tomás de Aquino, aún hoy aceptada por la curia) del mal en el mundo, según la cual el mal es limitación del bien, y veremos por qué a continuación.
Decir que el mal es la limitación del bien o ausencia del bien, aparte de ser una concepción unilateral, significa lo mismo que representarse a un dios focal comparable con nuestro sol, o cualquier otra estrella, cuyos rayos poseen un limitado alcance efectivo y decreciente hasta perderse en la negrura universal. Hasta donde alcanzan y según su intensidad, existe el bien, más allá se halla el mal.
Valga esta práctica comparación con nuestro sistema solar Si los rayos solares fuesen “el bien”, entonces cerca del sol, en el planeta Mercurio, por ejemplo, donde son muy intensos habría “mucho bien”; en cambio en el lejano Plutón habría “menos bien” o “poco bien”; en Marte “regular bien; mientras que más allá del sistema solar, reinaría sólo el mal.
Pregunto: ¿no es esta la imagen que crea la idea tomista?
Cuanto más cerca del ser “Suma perfección” se encuentre otro ser más bueno será, cuanto más alejado, más malo será.
Tomás de Aquino dice en su Suma contra los gentiles Libro I, cap. LXX: “… la nobleza o vileza de los seres se mide por su cercanía o distanciamiento de Dios que es la cumbre de toda nobleza”.
Si bien esto se podría tomar en un sentido moral, Tomás de Aquino es muy claro y en el mismo capítulo expresa: “Cuanto más potente es una fuerza activa, tanto más se extiende su acción a objetos remotos…” Y también dice que: “De Dios distan las criaturas más nobles no menos que las últimas criaturas distan de las supremas”.
¿Podemos considerar como correcto este razonamiento?
Podría ser correcto si se tratara de un dios averroísta, spinoziano, hegeliano, teilhardiano o scheleriano, un dios coincidente con las ideas panteístas identificadas con el mundo, o un espíritu relativo que utiliza al mundo para realizarse a si mismo una especie de dios que se debate en un universo que se le opone, o que “ilumina” con su perfección un limitado entorno, sumido en la noche universal, pero nunca un dios absoluto y omnipotente.
Aquí es donde debemos recalar ahora. En la supuesta omnipresencia.
¿Concilia con la idea tomista del límite de bien, o ausencia de bien que es lo que explica el mal?
Por supuesto que no. Por el contrario, caemos nuevamente en la idea de un dios limitado, jamás ubicuo, porque existen cosas y hechos a los que no alcanza “su bondad”.
Esa ausencia de bien que Tomás de Aquino identifica con “el mal en el mundo” no es una nada. Es algo palpable, real, que nos puede afectar. Es un objeto o un hecho que nos puede herir, atormentar, aniquilar. El mal no es ausencia, no es una nada, sino que esa palabra puede identificar un accidente, una enfermedad, un arrebato de ira homicida, un ataque de locura asesina, una injusticia…
Se trata de objetos o sujetos los que al obrar causan daño. No existen fantasmas o “entes vacuos”, porque no les hayan alcanzado los rayos del bien, sino cosas palpables, reales, existentes que obran o estorban, afligen, atormentan o matan.
No es cierto entonces, como dice Tomás de Aquino, que “el mal no tiene ninguna naturaleza” (Suma contra los gentiles, Libro III, cap. VII).
Convencido de que el mal no es un ser, dice también que lo que no existe no puede ser causa de nada” (ibidem, cap. X). Luego concluye que es el bien la causa del mal porque sus rayos de bondad no alcanzan a ciertas cosas y hechos.
Luego afirma también que la causa del mal es accidental por parte del agente, con lo cual confiesa que el agente del bien por excelencia su dios creador causa el mal accidentalmente.
Pero de todo este razonamiento tan sofístico sólo sacamos en conclusión lo ya señalado: que este dios de Tomás de Aquino es un ente limitado cuyas emanaciones de bondad no alcanzan el Todo, y que se controvierte aquí el atributo de la ubicuidad otorgado a tal ente. Si se trata de un “Espíritu” omnipresente, que lo abarca todo, desde el quark hasta la más remota galaxia o cuasar, entonces no cabría el mal en el universo.
Podemos pasar ahora a otra cuestión; al enfoque ya utilizado recientemente tomando en cuenta al “libre albedrío” relacionado con la posibilidad del mal.
Si antes del acto de la creación no existía más que un dios, según afirman los teólogos, y si ese dios posee absolutamente todos los atributos de la perfección, entre ellos la bondad absoluta, ¿de dónde nace la posibilidad del mal? ¿De dónde surge la viabilidad de la bajeza de la vileza, de los seres repugnantes, de las criaturas inmundas?
Dejemos de lado lo que la mente humana en su exquisitez toma como feo, inmundo y repugnante entre la naturaleza como el aspecto de ciertos animales y algunos actos. Esto puede ser tan solo un modo antrópico de ver ciertos aspectos de la realidad
Vayamos al mal en sí, hacía aquello que nos puede hacer sufrir que nos puede mermar injustamente la felicidad lograda con ingentes sacrificios, aquello que nos puede sumir en las más atroz desesperación, y angustia sin causa justificadas.
Pensemos en ese algo solapado siempre en cierne en nuestra existencia, algo siniestro agazapado, que de pronto nos inflige dolor físico o moral sin justificación alguna, seamos niños sin uso de razón, huérfanos o no con uso de razón, adultos o ancianos.
El “libre albedrío”, esa oportunidad de elección muy cuestionada por cierto (y para mi inexistente en términos absolutos) sólo puede explicar un aspecto del mal. El de la culpabilidad individual.
Ese poder elegir entre lo bueno y lo malo, cuando se inclina por lo último, explica para muchos todos los males a los que denominan frutos del pecado.
Pero según hemos visto, ello pretende esclarecer tan solo una parte del mal en el mundo, el mal justo por causa del pecado. Pero, ¿y los otros males?
Si el dios perfectísimo de los teólogos “creó” el libre albedrío para surtir de él a sus criaturas, o si se quiere a la inversa, creó criaturas “con” libre albedrío, esta libertad absoluta para el pensar y el obrar, ¿acaso no presupone ya la existencia o la preexistencia de lo bueno y de lo malo?
Lo bueno, ya sabemos que la teología lo ubica en su mayor excelencia en su dios. Pero lo malo, ¿de dónde surgió? ¿Estaba ya como factibilidad desde toda la eternidad junto con ese dios? ¿Estaba fuera de él? No, porque él era lo único existente y se trataba y se trata de un ente absolutamente bueno. ¿Estaba entonces como algo agible, oculto o latente en su propia naturaleza, como algo posible de ser lanzado a la existencia en el acto creativo? No, porque se da lo mismo que en el interrogante anterior. Un dios suma perfección no puede contener en sí el germen del mal, la posibilidad de crear el mal, ni puede producirlo durante el acto de la creación del mundo.
Conclusión: no existe ningún dios como lo quiere la teología porque ¡es un imposible!
Ladislao Vadas
*Extracto exclusivo para Tribuna de periodistas del libro Razonamientos ateos, recientemente publicado por Editorial Dunken (54+11) 4954-7700 / 7300.
*Mail del autor: ladislaovadas@gmail.com
Del capítulo Contradicciones en la aceptación de un dios sumo bien frente a la maldad en el mundo.