Ya está. Volvió al lugar del que el despecho de un caudillejo del conurbano le permitió salir. Sin importarle nada nos dejó sobre nuestras espaldas una mochila que durante siete años cargó de enfrentamientos, resentimientos y odio. Pese a todo, hoy, este pueblo infeliz, ignorante y cholulo, que cree que la muerte mejora a cualquier bellaco más allá de las canalladas que haya tramado y ejecutado, derramó sus lágrimas en una barata muestra de pesar. Lágrimas que no les sobran y que les harán falta cuando bajen de este escenario urdido por la demagogia irresponsable y se enfrenten nuevamente a una realidad que se llama chicos que mueren por desnutrición, ranchos miserables de las villas que siguen creciendo, hospitales sin sábanas ni gasas ni remedios, escuelas lamentables e inseguridad que día a día se lleva las vidas de pobres gentes.
Esos siete años cada vez pesan más, pesan despiadadamente sobre nosotros porque solo Dios sabe cuánto nos llevará recuperarnos de esta corrupción que desvergonzadamente nos endilgó el finado al que ahora la tibieza estúpida de un pueblo infantil e irresponsable pretenderá —sin dudas— elevarlo a un sitial de padre de la Patria.
No nos ilusionemos. Se fue con una gran parte de su misión cumplida. Nos ha dejado un País destrozado con instituciones enclenques y con los poderes republicanos avasallados. Con jueces y legisladores que se comportan en su sumisión como putas de un serrallo otomano. Se fue pero poco ha dejado en pie porque arrasó con la confianza y la seguridad en si mismo que en otras épocas componían nuestro capital humano. Aceptemos la verdad. La República ha sido arrasada y solo le faltó esparcir sal en su suelo. Lo hizo con el incomparable instrumento al que él llamaba el modelo, lo hizo predicando la equidad social mientras cada día había más pobres y los excluidos del sistema se multiplicaban. Lo hizo con la complicidad de politiqueros de averías, empresarios berretas y sindicalistas ocupados no en el bien de sus representados si no en incrementar sus fortunas tal cual él lo hizo, y fue feliz finalmente con su ópera magna, provocar el enfrentamiento de los estúpidos que aplauden cualquier cosa —desde un 24 de marzo hasta un 10 de diciembre— con los hombres que permitieron que hoy y solo por su entrega nos hayamos eximido de un futuro de resignados borregos.
Este es el paisaje inclemente que el muerto nos ha dejado. Si donde Dios le permita estar hubiera visto el miserable tinglado de lágrimas, gritos y banderas que nada representan, seguramente, siendo como era, hubiera respondido con una carcajada guaranga.
Por eso, adiós y que la tierra le pese tanto como Dios lo disponga.
José Luis Milia
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