Dentro de este tema que versa sobre la creación de las especies vivientes, en el que han hincado los teólogos (aparte de haberlo hecho también en la cosmogonía y en lo propiamente metafísico), a la teología, le queda un solo reducto frente al acorralamiento impuesto por la non sancta Ciencia Experimental.
Este baluarte es la creación evolucionista.
Son varios quienes se han adherido a esta postura. Incluso los sostenedores del sistema teilhardiano (de Teilhard de Chardin, religioso francés quien con su carga herética elaboró una teoría sobre el origen de la vida que pretende ser una síntesis entre ciencia y cristianismo).
Desde esta postura, es la propia evolución el mecanismo de la creación. El “Espíritu Absoluto” creador existe –se dice- y su método para crear consiste en la transformación evolutiva de la vida, por cuanto estamos en presencia de una ¡creación continua! Nosotros los humanos somos el producto de un momento dado de esa creación por etapas. Primero los unicelulares, luego los pluricelulares invertebrados, más tarde los vertebrados. Entre estos primero los peces; luego los anfibios; después los reptiles que se bifurcan en aves y mamíferos. Muchas formas del pasado subsisten y conviven con las modernas.
Las mutaciones fueron episodios que sucedieron por turno y una sola vez, de modo que ya hoy no puede haber transformación de peces actuales en anfibios, ni reptiles actuales en aves y mamíferos, ni existir mamíferos que originen otra vez al hombre primitivo, ni viceversa.
De este modo, ciencia y teología no se oponen, sino que la mismísima teología es considerada como una ciencia siendo a todas luces de la razón una mera pseudociencia. Por el contrario, se dice, hay una perfecta coincidencia entre la transformación evolutiva de las especies vivientes descubiertas por la Ciencia Experimental y la posición creacionista. (Posición creacionista en el sentido de oposición a la que sostiene la formación de las especies vivientes sin la intervención de un creador).
El dios de estos teólogos se vale ahora de una sutil herramienta cuya eficacia se revela sólo a través del tiempo. Se vale pues también de la sucesión de hechos en el tiempo y necesita mucho, muchísimo tiempo. Pero el resultado está a la vista; el corolario de toda esta lenta obra creadora es el hombre, el ser consciente, ¡la maravilla del cerebro humano!
Muchos son, sino la mayoría, los teólogos que se muestran renuentes a aceptar estas cosas aún ante esta concepción. Otros no saben que hacer y prefieren mantenerse en una posición cautelosa al respecto, mientras que algunos ya aceptan abiertamente una cierta creación evolutiva, por etapas, que aún prosigue; o al menos una creación que se hizo por etapas y ya se halla concluida en el hombre como último episodio de la misma.
Y todo esto sin necesidad de caer en panteísmo alguno que identifica al mundo con un dios creador. Sin obligación de admitir, por ejemplo, que la materia-energía, y quizás que el mismo espacio y el tiempo, consistan en la propia naturaleza de un dios que se está haciendo, desarrollando, creando cosas de sí mismo. Posición esta última muy combatida, tenazmente resistida y rechazada por la teología por ser demasiado “materialista”.
En cambio, la acción por parte de un “Espíritu Supremo” que obra sobre la naturaleza, separado de ella, que la organiza y perfecciona evolutivamente, repugna menos que el panteísmo para los creyentes. Un dios separado del mundo, de la materia-energía, del tiempo y del mismo espacio, quien toma átomos, los “empuja” para que se unan formando moléculas con las que compone tejido orgánico al que perfecciona a lo largo del tiempo, hasta modelar las formas vivientes que conocemos, concilia mejor con la razón y… ¡con los descubrimientos de la ciencia! Con la auténtico conocimiento y no con la Teología que pretende ser una ciencia cuando es tan sólo una mera pseudociencia.
Pero ¿puede ser plausible esta recientemente mencionada posición? ¿Puede sostenerse ante un análisis exhaustivo?
Veamos. Volvamos a considerar aquí al azaroso, ciego y burdo mecanismo de la evolución. ¿Efectivo al fin de cuentas? Esto también lo pondremos en tela de juicio.
Ya sabemos cómo se origina y cómo obra la evolución. Es necesario partir desde las mutaciones genéticas.
Se dice que, el Cosmos es el artífice de la evolución. Para el teólogo equivale esto a decir que es su dios creador quien se vale de una estrella supernova, esto es de un accidente cósmico (más bien anticósmico), una explosión estelar que genera rayos cósmicos, algunos de los cuales, a pesar del derroche e inútil dispersión, a la larga incidirán en el núcleo de una célula gonadal de un ser viviente (pato, lagarto, elefante o ballena azul…) de la pequeñísima Tierra para realizar un cambio, una mutación genética (es decir un cambio en el ADN), la que a su vez producirá una variación en la descendencia).
Podríamos exclamar sorprendidos (con sorna): “¡Ingenioso” mecanismo para pasar de la primera célula viviente, al hombre, a lo largo de millones de años!
El ser omnipotente creador, habría entonces renunciado a la idea de una creación en 6 días (según el texto bíblico) de todas las formas vivientes según su género, optando por una creación gradual mediante rayos cósmicos y códigos genéticos, todo con la ayuda del factor tiempo, un ¡larguísimo tiempo!
Sin embargo, uno de los atributos otorgados por los teólogos a su dios, es la infalibilidad, y el otro atributo no menos notable es la omnipotencia, más surgen problemas con la cualidad de infalible.
Resulta que las mutaciones genéticas conducen casi en un ciento por ciento hacia el fracaso, hacia manifestaciones letales en la descendencia. Tan sólo un porcentaje ínfimo, casi despreciable se salva conduciendo a un relativo éxito y, ¡tan sólo una ínfima fracción de esa fracción conduce a su vez hacia un éxito pleno!
Ante todo esto ¿dónde hallamos entonces la cantada infalibilidad de un creador infalible, de todo lo existente: el mundo con sus criaturas?
En un ejemplo inventado, de billones de mutaciones sólo unas pocas sirven para algo positivo, porque el hecho de la mutación, es decir la incidencia de una partícula energética que produce cambios en una estructura genética, es un hecho burdo, azaroso, ciego, consecuencia de un derroche de tanteos al azar.
Tan sólo por una muy improbable casualidad puede ese hecho ciego ser positivo y ofrecer una aleatoria ventaja al mutante.
¿Cómo conciliar tanto azar, tanto derroche, tanto error, tanta burda ceguedad de los acontecimientos mutágenos, con un atributo tan excelso como la infalibilidad?
Si existiera cierta inteligencia infalible que obrara en el Cosmos, entonces cada mutación, toda mutación, no podría ser más que un acierto, una nueva ventaja para la descendencia de los seres vivientes, y la evolución hubiese durado muy breve tiempo, pero vemos que no ha sido así.
¡Claro que… si centramos ahora nuestra atención en los resultados y pasamos por alto los medios, quizás nos sorprenda la eficiencia del método! El dios creador “jugaría entonces a los dados” en la seguridad de que a la larga el resultado será positivo.
Valiéndose del azar, de la improbabilidad (o de la remota o casi nula probabilidad), del choque fortuito entre los elementos formadores del mundo, habría llegado a estos resultados que hoy vemos y somos: la flora, la fauna y el hombre. Y todo a sabiendas de que con seguridad se iba a arribar a ello dada su omnisciencia.
Pero resulta que el propio resultado deja mucho que desear en cuanto a perfección. Hay muchas, muchísimas fallas de la naturaleza, bien lo saben los naturalistas, y en cuanto al hombre, ya podemos adelantar que es ¡un verdadero error de la evolución! Porque se halla en sus propias manos la capacidad y el ánimo para autodestruirse como especie (guerras sin cuartel existentes desde siempre) con el posible recurso hoy en día de valerse de las armas nucleares en una siempre probable tercera guerra mundial.
Si la supuesta creación hubiese sido efectuada en línea recta mediante un mecanismo infalible ajeno al tanteo azaroso, y si el resultado de hoy en día fuese un mundo perfecto, entonces sí habría que aceptar una inteligencia suprema surtida del atributo de la infalibilidad.
Los hechos a la vista desdicen tal supuesto. Lo cierto es que el mundo y el proceso viviente se acomodan como pueden dentro de un brutal y ciego accionar de los elementos universales.
Pero esta certeza trae consecuencias tremendas porque sume al hombre, quien siempre ha tratado de asirse a algo sólido, en una insondable vacuidad, en una especie de desconsoladora sinrazón, desde donde tan solo lo azaroso permite emerger algo significativo como lo son las formas vivientes e incluso el cosmos entero.
En efecto, desaparece el dios creador omnipotente e infalible, porque ya no es necesario. Las piezas dispersas del mundo, los “ladrillos” del cosmos por sí solos son capaces de acomodarse mediante combinaciones, recombinaciones y una selección natural que, si bien no elimina toda nueva forma dejando en pie tan sólo un porcentaje ínfimo, éste resulta ser tan ínfimo que sería despreciable en una escala corta de tiempo. Más en una escala de evos cósmicos, permite una acumulación de formas exitosas como las vivientes que llegaron hasta nuestros días, tan complejas y especializadas, aunque vuelvo a repetir, ¡sin garantía alguna de supervivencia absoluta!
Aquí es donde más se nota la ausencia de un supremo y perfecto hacedor. Ahora estamos en presencia de un mayúsculo obstáculo para aceptar un perfecto ser inteligente organizador del Todo.
Si existiera tal ente, no sería perfecto porque primero se valdría del juego del azar, del continuo tanteo pleno de errores, que acierta muy de vez en cuando para lograr la perfección de los seres así creados. Pero luego resulta que estos, una vez aparecidos, tampoco poseen garantía absoluta de supervivencia.
Después de un sinnúmero de errores inútiles, se llega a un resultado inseguro. Entre millones de mutantes, una ínfima cantidad, una casi nada, obtiene éxito y queda, se acumula, pero sin garantía completa de supervivencia. ¿Se presiente aquí cierta acción de algún dios eficiente, infalible, necesario y absoluto? Un ente así concebido, ¿necesitaría de semejante mecanismo ciego, aleatorio, titubeante e inseguro para lograr fines también inseguros?
Pero esto aún no es todo ni mucho menos, porque en segundo término, tenemos las cuestiones referentes a la lógica y a la ética que nos llevan a plantear una serie de interrogantes.
1º) Si ese supuesto “Espíritu” que se está haciendo a sí mismo es eterno y se halla realizándose desde la eternidad, ¿cómo es que aún no ha alcanzado la meta?
Esta pregunta no es nueva. Ya ha sido planteada por los críticos del sistema hegeliano, pero no pierde actualidad porque aún hoy se insiste en un creacionismo evolutivo posthegeliano.
Un ente creador así concebido ya habría arribado al final, y éste que habitamos debiera ser el mejor de los mundos posibles, pero todos sabemos que dista años luz de serlo con el colmo de que el mismo hombre, supuesta criatura de ese dios, ¡lo puede concebir mejor!
2º) Pero lo que aquí viene a continuación, tomado desde el punto de vista moral, es grave, ¡gravísimo!
¿Cómo puede un ente así, la suma perfección según la teología (a las claras una mera psedociencia más “del montón”), permitir el error trágico, el dolor hasta límites insoportables, el drama martirizante, el accidente ciego y fatal, la angustia y desesperación de seres inocentes, el genocidio en masa, la tortura, el abuso, y mucho, mucho más, sin ocurrírsele intervenir para hacer justicia?
Sacrificios humanos a los dioses, avasallamientos y saqueos a pueblos enteros por parte de los conquistadores, guerras entre fanáticos religiosos, masacres entre grupos racistas, condenas a la hoguera por haber intuido o descubierto verdades, luchas ideológicas, terrorismo, destrucción y muerte en poblaciones enteras víctimas del vulcanismo, terremotos, tifones, inundaciones, pestes, hambrunas, aparición de bebés anómalos desdichados de por vida y otros horrores… ¿condice todo este horror y otras atrocidades con una cierta “Inteligencia Absoluta” pura bondad y amor para con sus criaturas?
Dejemos de lado la creencia infantil sustentada por la mayoría acerca de que un supuesto poder demoníaco tienta al individuo humano. Prescindamos de ella al menos por ahora. Esa sería cuestión personal, de cada uno, a resolver por cada individuo. Aquí se trata de millones de seres honestos, inocentes, niños, adultos y ancianos (y aún de criaturas no nacidas) los que se ven arrastrados hacia la tragedia, hacia la vorágine de la sinrazón.
¿Es todo esto ético? ¿Condice todo esto con un ser ético y piadoso que se estaría haciendo a si mismo mediante la evolución del mundo? (Esto va no sólo para aquellos que nos hablan de un fatuo panteísmo, sino también para los que aceptan un monoteísmo no panteísta).
Si a este precio se está realizando este dios según los creyentes en la creación divina mediante la evolución, más valdría tildar a semejante ente de indeliberado, indolente y cruel antes que considerarlo como una suma de perfecciones.
Luego de repasar todos estos horrores del mundo en el que vivimos, sólo nos queda aceptar que nos hallamos huérfanos de todo dios (puro amor por sus criaturas), y que esa ciencia que se titula pomposamente como “ciencia de Dios” (Teología), es tan sólo una mera pseudociencia.
¿Qué nos queda entonces por hacer, luego de esta “aplanadora” que acabo de pasar como artículo?
Crear un mundo mejor dejando de lado todos los prejuicios racistas, culturales “demasiado racistas” o quizás algo “solipsistas”, para unirse todas los pueblos de la Tierra en una sola nación, con un solo idioma, una sola meta: progresar y quedar ¡en paz!, ¡en paz, ¡en paz¡… de una buena vez por todas; sin dioses, sin luchas entre religiosos, políticos, tradicionalistas, patrioteros y otras lacras, en una unión entre hermanos de todo el planeta.
Ladislao Vadas