Para opinar acerca del hombre, es necesario hablar de proceso viviente, como es el caso de todos los animales y vegetales.
Se trata de un proceso viable más, que se abrió paso en el ecosistema global en el cual encajó, no precisamente por sus cualidades físicas individuales como forma viviente, sino en virtud de su tendencia hacia la asociación y por su inteligencia que rebasó los límites tan sólo necesarios para la supervivencia.
El hombre es superinteligente comparado con el resto de la fauna, pero podría considerarse un infradotado comparado con grados superiores de inteligencia de otros posibles seres habitantes del cosmos.
Esto último no es tan sólo una creencia, o producto de una mera pseudociencia, sino una teoría bien fundada en la biología, en la psicología y en la ciencia astronómica.
Científicos modernos de renombre, han arribado rápidamente a esta conclusión. No sabemos aún a ciencia cierta, qué puesto ocupa el ser humano en el universo a pesar de que muchos han escrito sobre el tema, dando por sentado que el hombre es el único ser inteligente del cosmos.
Casi ninguno de los vetustos pensadores serios de antaño se atrevía a pensar en una escala psíquica.
¿Quién podría imaginarse en la Antigüedad, que el psiquismo humano podía ser considerado muy inferior ante otros seres naturales de otros mundos? Sólo los míticos ángeles podían serlo.
El hombre, siempre ha sido considerado como único; la única creación natural “a imagen y semejanza” de cierta divinidad creadora junto con los ángeles del cielo; y su mundo, su planeta, el sol, otros planetas y algunos astros como las estrellas fijas, eran el todo, lo único creado. Pero hoy esta imagen del mundo se halla tan alejada de la realidad, como la Tierra plana de la Tierra redonda y quizás aun mucho más.
Todo autor de antaño e incluso la inmensa mayoría de los actuales, sólo piensan en el hombre y su mundo, cuando de creación se trata. Este mundo terráqueo que pisamos y nada más. Lo demás son astros lejanos que se hallan allá…, perdidos en la inmensidad y carecen de interés para la pseudociencia denominada teodicea. Se hallan demasiado lejos para tener algún significado en la meditación acerca del puesto del hombre en el universo y siempre se cae, casi inevitablemente, en el antropocentrismo como por propia gravitación.
Esto ocurre porque el hombre no puede desprenderse tan fácilmente de su naturaleza y de su ámbito (su propio mundo) para pensar en otras posibilidades de psiquismo y en otros mundos.
En otros tiempos no muy lejanos, hasta la primera mitad del siglo pasado aproximadamente, hubiese parecido descabellada toda especulación acerca de la posibilidad de la existencia de otros seres más inteligentes que el hombre en otras galaxias (salvo quizás los míticos ángeles inventados por la imaginación humana). El rigor y la “seriedad” científica de ese entonces, no permitían semejante hipótesis. Sin embargo, la teoría de la relatividad y el desmenuzamiento de la materia en los aceleradores de partículas, ya daban un mentís a la necesidad de un exceso de rigor científico, y a las pseudociencias relativas al hombre; este como una creación única por parte de un mítico demiurgo.
Si bien luego sobrevino una verdadera explosión de hipótesis exageradamente descabelladas y se cayó en el abuso –quizás como reacción lógica ante tanta “seriedad” y cautela científicas- la misma relatividad del tiempo del espacio ya era una idea bastante “descabellada-” como otrora lo fue la redondez y los movimientos terrestres, porque echaba por la borda a toda una serie de conceptos considerados como sólidos e inamovibles de la ciencia física. La evolución de las especies vivientes, idea acuñada audazmente por el filósofo inglés Spencer y llevada al terreno experimental por el genial naturalista Darwin, también fue tenazmente resistida en su tiempo, y sin embargo hoy, ningún científico serio duda de ese hecho.
Un avance más en la audacia especulativa, lo constituye la idea de otros mundos poblados por civilizaciones que nos aventajan en miles de años, forjadas por inteligencias muy superiores a la que posee el más capaz de los terráqueos.
Con estas especulaciones, no pretendo caer en las fútiles creencias de los “platos voladores” ni en sus tripulantes que antaño, se dice, visitaron nuestro planeta dando más de un susto a algunos terráqueos; sino simplemente y de acuerdo con los datos biológicos y astronómicos, situar a posibles superinteligencias cósmicas en remotas galaxias.
Dada la inconcebible cantidad de estrellas que pueblan el universo, al punto que un eminente astrónomo nos sugiere que el número total es mayor que todos los granos de arena de todas las playas del planeta Tierra. (Carl Sagan, Cosmos, Barcelona, Ed. Planeta, 1983, pág. 196); ello nos permite especular bastante cómodamente acerca de la existencia de posibles seres naturales marcadamente superiores al hombre.
El hombre, por lo tanto, no tiene porqué haber agotado las posibilidades intelectuales en el cosmos entero. No tiene por qué hallarse ya próximo a ser una especie de dios, sino que puede encontrarse aun en un estado larvario en comparación con otros seres de otros mundos.
El hombre, repito, no puede considerarse a sí mismo como un pináculo de la evolución de las especies vivientes, y menos como un ser casi divino, cuando es posible que en el cosmos, en nuestro cosmos de galaxias que habitamos, existan inteligencias diez, cincuenta… cien veces superiores.
¿Aquí terminan las posibilidades? ¿Podrían existir inteligencias más de cien veces superiores a la humana? Dejémoslo en esa cifra y meditemos a partir de ella.
Ya es posible, en nuestros días, que las computadoras podrían superar al cerebro humano. No en capacidad de amar quizás, ni en creatividad tal vez, aunque poseamos ciertas dudas con respecto a esto último, pero sin duda que son superiores en cuanto a la capacidad de albergar datos, y a dar respuestas exactas a toda pregunta de tipo enciclopédico.
¿Dónde se hallaría el límite para un incremento de la inteligencia humana mediante una autoevolución basada en el manipuleo genético?
Si existiera un creador que se valiera de la evolución, entonces el hombre, su creación, sería sólo una ameba comparado con un ser inteligente cien veces superior, y aun así no se trataría este último de una especie de dios omnisciente.
A la inversa; si el hombre se debiera considerar, como se cree, un ser acabado, la más perfecta creación de un dios omnisciente, dejaría bien mal parado a su supuesto creador precisamente por la pobreza de su creación, poco digna de un ser tan excelso como el ideado por los pseudocientíficos denominados teólogos.
Ladislao Vadas