En el pasado, uno de los argumentos esgrimidos con mayor certeza a favor de un supremo hacedor del mundo, ha sido la supuesta regularidad del curso de los astros. El sistema tolemaico aceptado durante 1.500 años, era considerado perfecto.
Se trataba de un mecanismo de relojería tan regular, que requería imperiosamente de la idea de un perfecto constructor omnisciente para explicar tanta precisión.
Incluso después, en los tiempos de Copérnico y Kepler, se consideraban las órbitas planetarias como círculos perfectos. El círculo era tenido por la figura geométrica perfecta. La creación pues, era una suma perfección.
También sabemos que un mecanismo de relojería no puede crearse por sí solo. Si tal máquina existe, es entonces imprescindible un relojero que la haya construido.
Antaño, el Sol era considerado como el astro puro, sin máculas; los planetas incorruptibles, perfectos; el mundo entero con su mecanismo de relojería era una de las pruebas más contundentes de la existencia de un Gran Organizador, al punto que a ese mundo aparente se le denominó cosmos, que significa orden, armonía, belleza.
Pero he aquí que la moderna ciencia astronómica desdice tal afirmación.
El concepto de cosmos-orden se diluye cuando el astrónomo enfoca puntos del universo de galaxias donde reina el caos si no la extrema violencia.
Vayamos ahora a las matemáticas relacionadas con el supuesto cosmos-armonía.
Resulta que el concepto de la perfección que el hombre posee de la aritmética y la geometría no es aplicable a nuestro entorno.
Nada es exacto en el mundo físico.
Johannes Kepler dijo una vez que la geometría coexiste con un creador desde siempre y que éste artífice se valió de ella para crear en mundo perfecto, pero, resulta que ninguna rotación de astro ni órbita alguna son perfectas, así como tampoco existe la esfera perfecta en el universo, ni el cubo perfecto, ni figura geométrica alguna ¡absolutamente perfecta!
La geometría perfecta existe tan sólo en el terreno abstracto, es decir, en lo abstraído de la realidad física exterior a la mente e idealizado, lo cual equivale a decir que existe tan sólo en la mente, jamás en el mundo exterior.
Tanto en la macrodimensión cósmica como en la microdimensión cuántica, la exactitud se halla ausente.
El principio de incertidumbre de Heisenberg dice que alternadamente se puede retener el control sobre el movimiento de una partícula subatómica, a costa de una gran inseguridad acerca de su posición. O a la inversa, se puede medir con precisión su localización a costa de introducir una perturbación aleatoria y totalmente indeterminable en su movimiento.
Todo es tambaleante, transitorio, inexacto. El Sol es un proceso irregular con sus periodos de mansedumbre alternados con sus picos de gran actividad. La Tierra es un esferoide, no una esfera perfecta, como tampoco lo son los restantes globos satélites del Sol y sus lunas, y a veces se conturba con sus erupciones volcánicas, maremotos, terremotos, olas de calor o de frío y …“otras delicias” Sabemos que la Tierra tiende hacia el frenado de su rotación sobre si misma y alarga así sus días y sus noches. También su órbita varía sin cesar, lo mismo que su distancia del Sol. Nuestra Luna hace lo propio con respecto a la Tierra. No hay cuerpo de nuestro sistema solar que no varíe en su forma, rotación y traslación.
Los 40 o más globos que orbitan el Sol, dejan muy mal parada a las matemáticas que exigen exactitud. Esta ciencia concebida por el hombre como exacta, no es aplicable al mundo exterior a la mente, porque éste es inexacto, imperfecto y varía constantemente.
Dada la brevedad de nuestra existencia, creemos ver los días y las noches siempre iguales en su duración a lo largo de los años, con sus variaciones estacionales. También la duración del año nos parece ser exacta y medimos nuestras existencias con el tiempo de traslación del Globo Terráqueo alrededor del Sol y decimos, por ejemplo, que tenemos 80 años de vida, y sin embargo no es así. No tenemos 60, 70 o 80 años matemáticamente exactos de vida, porque en el transcurso de esos lapsos la duración del año ha variado.
Jamás podremos conocer a ciencia cierta nuestra edad exacta porque no existe punto de referencia exacto alguno.
La exactitud matemática es un mito y todo asidero se nos escapa. Tan sólo debemos conformarnos con promedios, aproximaciones y con lo que la ciencia de hoy en día ha dado en llamar estadística o probabilidades.
Lo que antaño se consideraba aplicable tanto al átomo como al cosmos para demostrar que el universo era un aparato de relojería exacto, hoy se considera tan sólo como un mecanismo mental inaplicable al entorno.
Ese universo mecánico, calculable en sus accionar hasta el mínimo detalle, ha perdido vigencia. El universo que se desarrolla uniformemente con exactitud matemática al obedecer a algún plan divino exacto, ya no existe hoy a la luz de la ciencia nuclear ni a la luz de la ciencia astronómica.
La idea de antaño de un mundo exacto en el que todo se desenvuelve armónicamente, es cautivante. En cambio, la demostración de un universo anárquico que tiende hacia el caos y que sólo en algunos puntos ofrece casos fugaces de equilibrio, es enervante, pero no menos real.
Cuando se emplea la matemática para representar algo fijo y conocido como el conteo de estrellas, por ejemplo, se supone que los símbolos matemáticos sustituyen a los objetos y estaremos acertados en los resultados, pero cuando se la pretende aplicar a algo más sutil como el proceso planetario que nos contiene, fracasamos rotundamente, al punto de que no nos es posible construir un almanaque perfecto, ni entender cómo el diámetro de una circunferencia entra 3,1459… veces en su longitud ni comprender el problema de la cuadratura del círculo, pues se esperaría que el resultado fuese exacto.
La desmitificación del mundo matemático ha sido un rudo golpe para la teología, supuesta ciencia que habla de un gobierno exacto de los acontecimientos cósmicos, (según mi óptica ¡anticósmicos!)
Todo esto aleja a todo ser concebido como un perfecto creador de todo lo existente que, a las claras, se nos revela como un universo pleno de imperfecciones.
Ladislao Vadas