La
noche está para escribir sobre Edgard Allan Poe. Una lluvia ruidosa
torrencial, la cola infernal de Iván El Terrible, rumbo a Cuba, La Florida o
México. Un tiempo diabólico que estremece el Caribe. Es la noche del 12 de
septiembre y nada se ve despejado. Los dos 11 sucedieron hace algunas horas,
de un extremo a otro en el hemisferio americano en épocas y bajo signos muy
distintos. El país y el mundo nunca más fue el mismo para los chilenos y
para Estados Unidos está resultando igual cosa. Hay eventos que marcan épocas,
como algunos escritores.
Enrique Lihn y Roberto Bolaño,
son dos de ellos. Y se parecen en su visión crítica de la literatura y de
Chile, su búsqueda permanente, su condición trasgresora inclaudicable, y
a pesar de su diferencia generacional, impactaron en un Chile contemporáneo.
No se conocieron y formaron parte de la diáspora. Lihn, de la interna, y Bolaño,
externa.
Enrique Lihn fue un poeta a contrapelo de la
literatura oficial de Chile, un perfomance, un intelectual que siempre se
pronunció, estudioso de la literatura, un poeta que enfrentó sus fantasmas
con dignidad hasta el final de sus días.
La primera vez que supe de él y lo vi, fue en pleno centro
de Santiago, y estaba recién llegado de Cuba. Cruzó una calle y lo saludamos
con Waldo Rojas. De ahí en adelante siempre sabría algo de Lihn y su poesía.
El poeta de La Pieza Oscura y Poesía de Paso, fue un
protagonista de la cultura
chilena, aunque suene artificioso el término o el calificativo. Promotor de
Talleres de Literatura y profesor universitario, columnista, ensayista,
dibujante, teatrista, hombre de polémica, Lihn no le rehuyó a los
acontecimientos sociales, políticos de su tiempo y permaneció en el Chile de
Pinochet. Acuñó el famoso verso: El horroroso Chile.
Tengo una imagen fresca de Lihn, que ya he comentado, después
del golpe de Estado. Una noche en la zona del parque Bustamante, conversando
en una pieza semioscura con Nicanor Parra. Un apartamento, supe después,
heredado de Thiago Di Melho, poeta brasileño y agregado cultural en Chile en
la época de Allende. Freud, la poesía, era una conversación alucinante
a poco del toque de queda. Una época en
que lo que uno hablara, podía ser usado en nuestra contra. Eran dos
personajes de la segunda Guerra Mundial que hablaban este indescifrable y
prohibido lenguaje de la poesía. Lihn sería detenido años más tarde,
1983, en El Paseo Ahumada, donde voceaba sus poemas, y Nicanor
Parra, vería arder una carpa donde hacía sus perfomances. El circo tenía un
solo payaso y no era poeta.
La poesía vivía en un orfanato en el Chile de Pinochet,
tomaba té una vez al día, manejaba un taxi a escondidas de su médico de
cabecera, el Dr. Alzheimer, que soñaba con atender al Paciente Inglés. Lihn,
entretanto, tomaba nota sobre El Pingüino, que convertía en un maravilloso
viaje a los glaciales del paseo de la limosna. Bolaño, que abandonó Chile
muy temprano, a manos tal vez del Ejército de Salvación, el
más efectivo de todos en esa época, robaba libros en la librería El
Sótano de México y La librería de Cristal. En la memoria de su
mochila rumiaba, seguramente acumulaba el bolo alimenticio de su literatura,
Los Detectives Salvajes en el D.F. Abandonaría las escuelas, lo oficial,
un patrón muy parecido al de Lihn, - autor de
La Orquesta de Cristal -pero también el país en búsqueda quizás
de una libertad ilimitada, sin los frenillos de la ortodoncia militar chilena,
el autoritarismo violeta institucionalizado en la ley del embudo, y Parra sería
uno de sus principales referentes: el poeta anarco, francotirador, anti
establecimiento, anti todo, y antídoto de la nueva poesía castellana.
Lihn, en la escuela de demolición de lo oficial, de
lo retórico, también sería otro de sus referentes. Recuerda Bolaño en un
artículo, que los libros robados en el D.F., le marcaron para siempre. No los
daré a conocer aquí, por Cábala ya además para que no vuelvan a ser sustraídos
en ninguna librería o biblioteca, y descansen en paz en la memoria de Bolaño.
Y porque él confesaría que de ladrón de libros, pasaría a simple
atracador, y se arrimaría,
succionaría las páginas, el contenido, en un vertiginoso, voraz aprendizaje,
que reflejaría en su literatura, manera de ser, expresarse en el foro político,
los desplantes con que sacudió el aletargado, oficioso,
acartonadamente rígido mundo de la literatura chilena.
Bolaño se
formó en la calle como Lihn. Outsider, contestatarios, innovadores en el
lenguaje, una búsqueda constante y una crítica ácida, en no pocas
ocasiones, sin pelos en la lengua, murieron
prematuramente, y siguen siendo genuinos representantes de las Diáspora
chilena, la interna y la de afuera. Vivieron a la deriva del sistema. Bolaño
conoció la gloria en vida, premios, reconocimientos y disfrutó de sus dardos
contra los escritores chilenos más reconocidos por el mercado del
libro. Coincidió con Lihn en criticar a
Neruda. Casi un leit motiv en ambos. Lihn, en cambio, a quien
conocí, vivió momentos estelares aislados, siempre a contra vía, y le
recuerdo como si fuera ahora, manejando un pequeño vehículo de una de sus
novias, atravesando por la Alameda, yo de copiloto, y el poeta de La
Musiquilla de las Pobres Esferas, pasando los cambios con un dolor
infinito para ese infortunado vehículo,
raspándonos el alma, entre las arterias de la city y nuestra sonrisa
nerviosa, sin saber si más allá nos estrellaríamos con la retórica de lo
real.
Los oficiales castrenses del Premio Nacional de
Literatura le negarían el lauro a Lihn y él, junto a Parra, serían las
estrellas del Apagón Cultural de Chile. No recuerdo que alguien más, en
aquella sórdida, demencial, arbitraria, horrorosa, siniestra, vergonzosa,
perversa, dolorosa, simplemente criminal época, pidiera la palabra en Chile.
Los matones de la prosa estaban en todas las calles escuchando, listos para
actuar, con su cachiporra debajo de la manga, y después, a pasar a mejor vida
en las oficinas del Borrón y Cuenta Nueva. Todos los adjetivos se
descalificaban asimismo en una escalera ascendente de perversidad hacia la
fosa común, que algunos denominaban bóveda celestial.
Lihn y Bolaño refrescaron la literatura chilena. Sobre
todo Bolaño la narrativa, con su visión crítica, audaz, de lector
insaciable, cuestionador, sin complejos, sin concesiones, sin oportunismo, sin
pensar en el éxito mediático. Aún el cuerpo del delito literario de ser
distinto en la narrativa chilena, entra
con fórceps al mercado del país austral. La Mistral fue un mito, la gran
auto desterrada, y sólo se leyeron sus rondas en Chile. Como Lihn y Bolaño,
no hizo concesiones al stablishment, aunque la Mistral subió al Olimpo en
Suecia, y regresó sólo muerta a Chile. Ahí nos conocimos, un verano del 57,
en la Casa Central de la Universidad de Chile. Yo un niño, al lado de
mi madre, y ella embalsamada.
Lihn se sintió atrapado en Chile, con viajes tardíos,
pero reales, comentaba en su poema Nunca salí del horroroso Chile, una
manera de retratar la prisión infantil de su propia historia, el claustro del
Colegio Alemán, la disciplina jerárquica, autoritaria, del Chile del Paso de
Ganso. Después, claro, el país entero sería un Campo de Concentración Made
in FAMAE.
Lihn y Bolaño airearon la literatura chilena, la
sacudieron, oxigenaron y fueron aún más allá en América latina. El
poeta continuó la rica tradición chilena, y como bien dijo en su oportunidad
Gonzalo Rojas: Lihn tiene la palabra. Bolaño también la tiene ahora y después
de morir. Dejó una novela de
1000 páginas: 2666. Ciudad de Juárez y las muertas como sonámbulas del México
irredente, nos abrirán sus páginas este mes de octubre. Llegó el dorado otoño
en el Norte y el Sur en prrimavera, y los huracanes continúan destrozando La
Florida y otros estados de Estados Unidos.
Sí, Lihn y Bolaño, dos
innovadores desintalados de la República de Chile.
Rolando Gabrielli