Qué locura, Antonin Artaud
entrando por la ventana blanca de mi pieza
un día de este verano que recién se inicia.
Nada en él era extraño desde que acható su nariz
sobre uno de los vidrios.
Tenía en sus manos una de esas ramas
que se dejan ver una vez descorrida la cortina.
Algo desdibujado el rostro, pero a la manera de su andar,
sin confundir el pie derecho con el izquierdo
y con la misma rapidez del descorrer de una cortina,
Antonin Artaud, Antonin Artaud,
fueron sus únicas palabras.
(Rolando Gabrielli, del libro De estos y otros sueños)
Leí joven a Antonin
Artaud. Lo que tuve a mano. En una época alucinada. La poesía se respiraba al
término de mi adolescencia. Entraba por el Otoño melancólico, sufriente,
colorido, amarillo rojizo de Georg Trakl, las largas piernas victorianas,
amorosas, primitivas, adivinadas, carnalmente seductoras, de la poesía de Pablo
Neruda. Rimbaud, Baudalaire, Verlaine, Lautreamont, ponían alas a los sueños,
a las victorias callejeras, las madrugadas plomizas, sangrantes de soledad real
y a los días lujuriosos de aventura poética. Sábanas sin cuerpos paredes con
nuestros propios oídos jardines como altares y domingos largos de avenidas
empapadas de hojas huérfanas. La poesía: huella y cicatriz. Las noches se
sienten infantiles, uno ogro azul de ojos tristes mora desde una ventana
amarilla que mira con los ojos del Otoño, se sube a los destellos de un sol
glorioso. Artaud, el vidente encadenado, miraba el paisaje, pero el suyo era su
propio interior, la lámpara fragmentada de su vida, la luz caía como un coágulo
en su desdibujado rostro, definido ya por un mal caricaturista.
En el balance de los otoños y primaveras, del ruinoso verano
perdido, se turnaban las horas nostálgicas, Rilke, Rosamel del Valle, Esennin,
Bécquer, García Lorca, Eluard, Vallejo: nostalgia, dolor, amor. Rubén Darío
no estuvo y no sé por qué, sólo vagamente en el salón de clases, las páginas
escolares, una estatua en el Parque Forestal. Los clásicos españoles, desde
luego, en los secos textos estudiantiles, al fragor de las lecciones, en el
idioma de la letra con sangre entra. Lecturas apasionadas, recitales furtivos,
conversaciones a la salida de la universidad, en sus predios, parques, buses,
calles, noches y días. La poesía es el pan. La poesía es el aire, el cuerpo
del delito. La ventana con luz propia. La lámpara ciega que nos hace ver
verdaderamente la luz en el túnel.
La poesía es la poesía, carne, humedad, el alba, el verso
cae como el rocío al alba, sin tiempo, en la vida. Y en una esquina ya estaba
Nicanor Parra, del brazo de la joven poesía. Lejos del Olimpo que
pre-fabricaba, a imagen y semejanza de un nuevo Dios. Fuimos amigos en sus
grandes momentos de derrota y optimismo, días de un escenario en formación. El
antipoeta subía a la montaña rusa. Con un pie en Washington y otro en La haba,
sonreía en Pekín, en ese entonces.
Fui testigo de sus antipoemas, el nacimiento de los
Artefactos, de la lucha diaria, obsesiva, delirante, apasionada, terminal, del
poeta y su cuaderno por hacer una nueva poesía de cara a la realidad que sus
ojos veían, que sus sueños soñaban. Nicanor demolía el establecimiento y a
eso había venido de San Fabián de Alico a la capital.
§ Los magníficos derrotados
Había humo, cordillera, vaho, Santiago sucio de amor y
de floreciente esperanza, era el marco mapochino, en flor, íntimo,
candorosamente democrático, cargado de su poesía natural, subterránea, de
Norte a Sur, y la Mistral estaba en estas oraciones poéticas del diario vivir,
en el subterráneo del subconsciente, pero latente. Teillier, Lihn, en la
amistad y la poesía, vivos: los magníficos derrotados. Rolando Cárdenas, tan
austral como Chiloé, tan Chileno como el Sur que le calaba las nostalgias, el
primitivo espacio de algún comienzo, siempre donde parten las raíces. Un
cocktail completo con Carlos de Rokha para alucinar, alucinar. Y Parra vino a
convivir con los odiosos plátanos orientales y a producir su propia asfixia
dentro del mundo poético chileno y del habla castellana. A Parra, lo que es de
Parra.
En ese gran aluvión de poesía caía sin paracaídas,
Antonin Artaud con su mirada de alcachofa despeinada, y pienso que ya estaba en
el limbo, tierra de nadie, en su propio pellejo, desafiaba la existencia de su
sombra. Se había desandado el gran iluminado. Sus números no buscaban sumar ni
restar, su abecedario era mudo, dormía sobre una escalera sin peldaños, su
ruptura venía de fábrica, y lo que le rodeaba, lo asumía como un paisaje que
no le pertenecía, porque su ruido era interno, estaba en el mismo, era su
propia circular polea. Una mente pasional, cruel, infantil, bella, inocente,
buena, definieron algunos a Artaud, y él estaba lejos de toda definición o
explicación de sí mismo, aunque confesaba que sufría de una espantosa
enfermedad de la mente: “mi pensamiento me abandona en todos los peldaños”.
Confesaba además en una carta a Jacques Riviere, en la simpleza de su
complejidad, un hecho elemental para cualquier, que estaba en constante búsqueda
de “ su ser intelectual”, pero no en su caso era un profundo pozo de dudas,
abandonos, un apetito de inaccesibilidad de su propia mente, el infernal
bloqueo, desmembramiento y necesidad de fijar las formas por difusas que fueran
ante el temor de perder el pensamiento.
Las desgarradoras palabras con que se refiere a la materia,
“confección” de sus poemas, rechazados por Riviere para una posible
publicación, son más que conmovedoras por su honestidad”: las cosas que le
presenté constituyen los jirones que he podido recuperar de la nada
completa”. Artaud no reniega de su poesía, ( no los he impugnado, son sus
palabras textuales) y promete enviarle una plaquette ya editada: Tric Trac del
Cielo y un libro intitulado: Las Doce Canciones. Riviere no cierra las puertas y
cree que aún le falta control sobre sus pensamientos y se trata de una búsqueda.
La correspondencia, que ha cumplido 80 años el mes de junio pasado, es
importante para conocer el pensamiento de Artaud y refuta a su interlocutor: nos
e trata, dice, a una falta de ejercicio, “sino más bien a un hundimiento
central del alma. , a una especie de erosión esencial a la vez que fugaz, del
pensamiento, a la no posesión pasajera de los beneficios materiales de mi
desarrollo, a la separación anormal de los elementos del pensamiento.”
Poeta, lo que te preocupa
nada tiene que ver con la luna;
la lluvia es fresa,
el vientre está bien.
Mira cómo se llenan los vasos
en los mostradores de la tierra.
La vida está vacía,
la cabeza está lejos.
Un mazo de cartas flota en el aire
alrededor de los vasos;
humo de vinos, humo de vasos
y de las pipas de la tarde.
Son fragmentos de su poema
Noche, que retratan “sus estados (mentales) de ánimo”, su manera de
reflejar el pensamiento interior que le rodea, devora, calza como un traje
apretado, que inútilmente podrá despojarse hasta el final de sus días. No
necesitas un muro de palabras para exaltar tu verdad, le dice Rene Char en un
poema: Ni las volutas del mar para ungir tu profundidad, Ni de esta mano
febriciente que nos rodea la muñeca, Y suavemente nos conduce a derribar un
bosque. En donde el hacha son nuestras entrañas. Artaud no pidió avales ante
la vida. La suya, arrinconada en el aire, asida entre sus propias inútiles
fronteras, rompiente en el insomnio cotidiano de sus días, pujaba por vivir y
morir, ser, se desdoblaba en una carretilla rumbo al precipicio. Y aún así, lo
intentó, unía sus fragmentos dolorosos hechos carne. Hombre de teatro, (El
Teatro y su Doble) fue su propio escenario, a pesar de sus brillantes ideas en
su visión del drama, cuyo objetivo era atacar los sentidos del público-espectador.
§ La Vidriera del amor y Carta a la Vidente
Surrealista y expulsado de
ese movimiento, viajó a México- al país de los Tarahumanas, y a Dublín,
Irlanda, desde donde regresó deportado enfermo para ser internado en asilos
casi por una década. Son datos dispersos, que conforman su vida, un mundo real
inexistente quizás, para alguien atrapado en su mente, nunca resuelto pero
extremadamente vivo, consciente de sus propias certezas, dudas y consideraba que
tenía una “imaginación estupefacta”. Aún así, en medio de sus aullidos,
de sus continuos desencuentros con su cuerpo, de su confesada “inexistencia y
desarraigo”, Antonin Artaud nos dejó su palabra personal, íntima, propia:
sus aerolitos mentales ene l fulgor de la noche, verdaderamente incandescentes.
Poesía, teatro, su visión del mundo, su vida, su excepcionalidad: la
confesional mirada de un vidente. Se sabía rodeado de infranqueables paredes, y
pedía desgarradoramente que le dejaran cos sus “nubes apagadas con mi
inmortal impotencia, con mis disparatadas esperanzas”. Sentía su pensamiento
desmoronarse, de una palabra que le llegaba a materializarse, acosado por una
auto fragmentación, liviano de tierra, materia, asido en la nada. Escaló sus
propias escarpadas, inalcanzables montañas, se comparaba con un árbol: Este árbol
y su estremecimiento/ bosque sombrío de llamados,/de gritos, /se come el corazón
oscuro de la noche. Y dejó raíces el trapecista del aire.
Dos textos me llamaron siempre la atención de Artaud: La
vidriera del amor y Carta a la Vidente. Mágicos, personales, la intimidad de su
sello. Los conservo en una edición plateada de Tusquets Editor, de 1971, con su
rostro que no quiere ser rostro, más bien la presencia del olvido. Murió
sentado al pie de su cama, y fue sorprendido por el jardinero de la clínica,
que le llevaba el desayuno. Murió a sus propios deseos: no quería hacerlo
acostado, ni ser visto. Hasta el final de sus días mostró su total
independencia. La mirada en el limbo. La expresión de que todo pudo ser en
vano. Pero en La Vidriera del amor, habla de su pasión por una criada de
taberna, la que ubica en el escenario que Hoffman nos describía. “Yo la quería
reverberante de flores/ con pequeños volcanes aferrados a las axilas, y en
especial la lava como almendra amarga que estaba al centro de su cuerpo
erguido.” Así inicia el texto y describe el objeto de su pasión de hombre
solitario. Veía en esa vidriera “una arcada de cejas bajo las cuales pasaba
todo el cielo, un verdadero cielo de violación, de rapto, de lava, de
tempestad, de rabia...” Y yo la amaba, relata, y la somete a su verbo
agresivo, despojador de cuerpo y alma, al describirla, como mísera crapulenta
criaducha. , que pasaba platos, limpiaba el local, hacía las camas, barría las
habitaciones, sacudía los doseles y se desvestía de frente a su buharda, como
todas las criadas de todos los cuentos de Hoffman.” Castiga su amor, y él
mismo vivía, dice, dormía en aquella época, en un lecho lastimoso cuyo colchón
se levantaba cada noche, se arrugaba ante el avance de ratas que los reflujos de
malos sueños desatascan, y se aplanaba con el sol naciente. Mis sábanas olían
a tabaco y a morgue, y a ese olor nauseoso y delicioso que revisten nuestros
cuerpos cuando nos ponemos a olfatearlos. Eran verdaderas sábanas de
estudiantes enamorados. Artaud describe en el texto la imaginación de su pasión:
“La veía a través del cielo, a través de las vidrieras hendidas de mi
habitación, a través de sus propias cejas, a través de los ojos de mis
antiguas amantes y a través de los cabellos amarillos de mi madre.” Pero
Artaud busca encajar su sueño con la realidad, el mismo lo dice, que no bastaba
estar abocado con la resonancia oscura de las cosas y oír hablar del volcán y
revestir el objeto de mis amores con todos los encantos y con todos los engaños
con que se vincula el amor. Había que hablarle, concluye. Y entonces, Artaud
abre la ventana, y descubre un mundo fantástico como un tablero de ajedrez
donde los peones le decían: no la busques ahí. “Y en el cielo se veían unos
ángeles de pies niquelados. Así que dejé de mirar la ventana y de esperar ver
a mi criadita querida”Siguen sucediendo cosas, al decir de la descripción de
Artaud: todos los platos del mundo empezaron a rodar y los parroquianios de
todas las fondas del mundo salieron en la persecución de la criadita de
Hoffman; y se vio pasar a la criada corriendo como desesperada. Hoffman venía
de tras con un paraguas. Se abre la tierra y aparece Gérad de Nerval. Le
recomienda comérsela en una ensalada, porque su mujer, dice. Hoffman lo empuja
a definir: al grano, le dice. Y Artaud, responde que no se atreve. Lewis, otro
personaje de la escena, le dice que la obtendrá transversalmente. Por el
momento es ella quien me traspasa, replica Artaud y reflexiona sobre el amor”
Lo lograrás cuando dejes de pensar en ella, porque el amor es oblicuo, la vida
es oblicua, el pensamiento es oblicuo y todo es oblicuo. El poeta comienza a
apropiarse del sueño, de la ilusión, de la imagen real, comienza a fabricar
puentes de molicie, “una inefable plasticidad” y siente que sus senos
estallan en la frente y la tiene cerca sentada a la criaducha: Toda el agua de
su axila/ No vale lo que al ciruela/ de sus temblores de amor. Era una visión
que culminaba felizmente en brazos del amor. “Fue el amor como mar, como el
pecado, como la vida, como la muerte. El amor bajo las arcadas, el amor en el
estanque, el amor en un lecho, el amor como la yedra, el amor como macareo. El
amor grande como los cuentos, el amor como la pintura, el amor como todo lo que
es”.
§ Atado a su mente, atado a sus visiones
Este es Artaud, dueño de sus recursos, visiones,
temores, fantasías, de un mundo propio y alucinado. “Comprendí al ver a
Artaud que tenía ante mí a un ser excepcional, de la misma raza que un
Baudelaire, Nerval o un Nietzche, dijo el Dr. Toulusse a su esposa. Ya tenía a
cargo su salud fragmentada, sometida las curas, electro-schocs, drogas y
encierros hospitalarios. Después e todo, Antonin Artaud se consideraba un
producto de sus obras y no de su madre. Algo inconcluso, inacabado, como sus
textos fragmentados, y que él mismo refería, explicaba, divido en estancos sus
asideros interiores. Un enfermo mental, dijeron muchos, facultativos, poetas,
gente. Sus críticos de siempre. Nacería en Marsella , cinco años después de
la muerte de A. Rimbaud, también acaecida en ese puerto francés. Héctor
Manjares, un antologuista mexicano de su obra, apunta certeramente cuando cita a
Jerzy Grotowski, quien sostuvo que la lección de Artaud es su enfermedad. La
desgracia de Artaud es que su enfermedad, la paranoia, difería de la enfermedad
de nuestro tiempo. La civilización está enferma de esquizofrenia, que es la
ruptura entre la inteligencia y el sentimiento, el cuerpo y el alma. Y la
sociedad no podía permitir que Artaud sufriera de otra enfermedad. No en vano
Artaud sostenía que un hombre se posee por escampadas, y aun cuando se posee,
no se alcanza del todo. En medio del desarraigo, de sus largas noches
empantanadas de sí mismo, Artaud tuvo tiempo para la polémica sustancial, para
definir posiciones, dejar un nuevo escenario para el teatro moderno. “El
surrealismo murió del sectarismo imbécil de sus adeptos, sentenció. Lo que
queda es una especie de montón híbrido al que los propios surrealistas son
incapaces de ponerle un nombre. Rechazó el surrealismo, acusó Artaud, porque
no le permitía comprometerse consigo mismo, a ser fiel a su impotencia. Los
consideró vocingleros en el vacío. El surrealismo, definió Artaud,
finalmente: siempre ha sido una insidiosa extensión de lo invisible, el
inconsciente al alcance de la mano.
La vida es arderse con las preguntas,
decía el poeta de la Mente. Aspiraba a hacer un libro que trastornara al
hombre. Donde nunca hubiese consentido ir. Una puerta simplemente encajada en la
realidad. Permanezco, admitió en Fragmentos de un diario del Infierno, durante
horas con la impresión de una idea, de un sonido. Mi emoción no se desarrolla
en el tiempo, no se sucede en el tiempo. Los reflujos de mi alma están en
perfecto acuerdo con la idealidad absoluta de la mente. Yo estoy definitivamente
del lado de la vida, advertía, quien pendía de un hilo de la maneja infinita
que se tejía en su mente. Nunca se quedó a medias en sus confesiones más íntimas
y personales. Y de sus textos, me agrada la Carta a la Vidente. Se siente
desnudo, dice ante la Vidente, pero no le teme a su saber, aunque se siente con
su alma sucia, desgarrada. Y aún así, la siente más cercana que a su madre.
Él ve a la Vidente a través de sí mismo, y su carta es la escritura de su
sombra, la huella olvidada del futuro, pero la evidencia de lo que Artaud ve en
sí mismo. La protección del Oráculo, al investigador del destino, como la
Vidente, a la Madame que le parecía tan bonita como cualquiera de las mujeres
de las que espero el pan y el espasmo, y que me alcen hacia un umbral corporal.
Usted no tiene límites, a ojos de mi mente, le dice, ni bordes, es absoluta y
profundamente incomprensible. Lo horrible, Madame, advierte Artaud con su
videncia real, está en la inmovilidad de esas paredes, de esas cosas
familiares, en la familiaridad de los muebles que la rodean, de los accesorios
de su adivinación, en la indiferencia tranquila de la vida en la que usted
participa como yo.
Rolando Gabrielli