La recordación de las efemérides, forma parte de la cultura general de muchos pueblos. En la celebración de las mismas, abundan los actos plagados de tremolar de banderitas, encendidos discursos y cantos de niños que lucen estupendas escarapelas. Pero también en el calendario hay otras, que la mala conciencia de muchos las esconde como se oculta el polvo debajo de la alfombra.
Siguiendo el orden histórico, el primero de estos dos días de junio corresponde al 16 de junio de 1955. Era un jueves de vísperas de invierno en Buenos Aires, en el cual se celebraría un acto de homenaje a José de San Martín. Pues cuatro días antes, la tradicional procesión católica de Corpus Christi había degenerado en violentas escaramuzas entre la policía del tambaleante gobierno de Juan Domingo Perón y manifestantes opositores. Uno de ellos, que se llamaba Juan García Elorrio, un seminarista que luego se transformaría en guerrillero, no tuvo mejor idea que quemar la bandera que ondeaba en el mástil del Congreso para caldear más los ánimos. Con motivo de esto, se había convocado a la Fuerza Aérea y a la aviación naval al mencionado acto. Pero ellos tenían otros planes.
Aprovechando el mismo, se lanzaron en vuelo rasante sobre la Casa de Gobierno y la Plaza de Mayo con el fin de ultimar al presidente. Durante seis horas, el centro porteño se “convirtió en una versión circunscripta y criolla de Apocalipsis”, como describe acertadamente Miguel Bonasso en Recuerdo de la muerte.
“La Plaza de Mayo, espacio inaugural del peronismo el 17 de octubre de 1945, se había convertido en el campo de Agramante donde quedaría prefigurada su primera caída. Como en una tragedia griega cada personaje fue ocupando su lugar. Durante varias horas los respectivos comandos, leal y subversivo, estuvieron a una distancia inusitadamente corta. El presidente Perón abandonó la Casa Rosada, blanco central del bombardeo, y se instaló en el Ministerio de Ejército, ubicado a pocos metros hacia el sureste. Desde allí podía observarse, mirando al norte, la construcción más moderna del Ministerio de Marina, sede del alzamiento, donde el Contralmirante Gargiulo decidía que, como corolario del primer raid aéreo, un batallón de Infantería de Marina ocupase la Casa de Gobierno. Pocas cuadras mediaban entre ambos comandos. A sus espaldas el puerto, a su frente la Plaza de Mayo, en un período de 40 manzanas todos los recintos del poder: la City financiera, la Confederación General del Trabajo (CGT), la Catedral, las oficinas centrales de las grandes empresas, los principales diarios, el canal estatal de televisión, los ministerios.
La Marina de Guerra se había lanzado al ataque con la promesa de que se sumarían unidades del Ejército que decidieron finalmente no salir de sus cuarteles. Disponía de armas y municiones suministradas por Gran Bretaña y EEUU, y alentada por los terratenientes, la jerarquía católica (a la que curiosamente sus mandos masónicos siempre habían mirado con recelo) y los partidos políticos de la clase media, había decidido ponerse al frente de la santa cruzada contra la “segunda tiranía”.
Con el pretexto de un homenaje al Libertador San Martín, la aviación naval primero y la Aeronáutica después, convirtieron una exhibición aérea en el bombardeo sorpresivo a una ciudad abierta”, puntualiza Bonasso en el citado libro.
Como se sabe, la intentona golpista y el planeado magnicidio resultaron un estrepitoso fracaso. Pero provocaron alrededor de mil muertos, entre transeúntes y manifestantes que fueron irresponsablemente convocados por la CGT para defender al gobierno. Muchos de ellos resultaron acribillados a balazos por las Browning 12,7 mm desde el Ministerio de Marina, mientras que otros cayeron por las ráfagas que partían desde los aviones insurrectos.
Perón zafó esa vez, pero no le quedaba mucho tiempo en el poder. El 16 de septiembre, un alzamiento que tenía su epicentro en Córdoba, le pegaría al segundo gobierno justicialista el tiro del final.
14 de junio de 1982, lunes
Hacía ya un par de días que los combates en torno a Puerto Argentino se habían tornado feroces. Alrededor de las 21 horas del viernes 11, mientras el Papa Juan Pablo II celebraba misa en Luján, paracaidistas del Tercer Regimiento británico atacaron al Regimiento de Infantería Mecanizada 7 en el Monte Longdon. Luego de casi 12 horas de enconada resistencia, los efectivos argentinos sobrevivientes tuvieron que replegarse hacia anteriores líneas defensivas.
Este ataque no constituía una “gran infiltración”, como erróneamente supusieron algunos oficiales, sino que se trataba de la temida batalla final por la capital malvinense.
Luego de tomar Longdon, las fuerzas combinadas de infantes de marina, paracaidistas, guaridas escoceses, galeses y mercenarios gurkhas quebraron en varios puntos el anillo defensivo argentino, luego de una enconada lucha.
Lo que seguiría, no sería otra cosa que el horrible combate casa por casa. Ambos bandos se horrorizaban de solo pensarlo, pues las bajas que sobrevendrían del mismo serían cuantiosas.
Pero en contra de losdeseos del general Galtieri, que pretendía comandar el teatro de operaciones desde la comodidad de su despacho en la Casa Rosada, el general Mario Benjamín Menéndez resolvió pactar con los británicos un cese del fuego.
A las 16 horas de ese lunes 14 de junio, el trepidar de las armas cesaba en el blanco panorama de las cercanías de Puerto Argentino, a escasos momentos de volverse a llamar Port Stanley.
Casi un millar de jóvenes vidas quedaron desperdigadas en los montes, mientras que otras se perderían en los veintiún años subsiguientes por el desprecio y la incomprensión.
Ambas fechas no figuran en el calendario oficial, pero aún a pesar del exitismo futbolero guardan un lugar en la memoria colectiva. Recordar es un acto voluntario valiente, que no se agota en la conmemoración, sino que sirve para que los horrores del pasado no se conviertan en los errores del futuro.
Fernando Paolella