"No es por casualidad que estas acciones se produzcan en determinadas jurisdicciones”, decía el presidente Juan Domingo Perón en un mensaje al país, el 19 de enero de 1974, horas después de que el ERP atacara el Regimiento de Caballería Blindada de Azul, donde asesinó al jefe de la unidad Camilo Gay, a su esposa y a un soldado de la guardia, y secuestró al teniente coronel Jorge Ibarzábal, luego asesinado. “Es indudable -decía el presidente- que ello obedece a una impunidad en lo que la desaprensión o incapacidad lo hacen posible, o lo que sería aún peor, si mediara, como se sospecha, una tolerancia culposa.” Bastó esa frase insinuante, hace treinta años, para que cayera el gobernador de la provincia de Buenos Aires. Con 32 palabras, Perón produjo un formidable vuelco ideológico en La Plata: renunció Oscar Bidegain, filomontonero, y lo sucedió el vicegobernador Victorio Calabró, un duro de la derecha peronista.
Por cierto, Eduardo Duhalde no es Perón, Felipe Solá no es Bidegain, la guerrilla no existe más y los contrastes del peronismo contemporáneo casi no reconocen izquierdas y derechas, si es que no desprecian, directamente, esa antigüedad de las diferencias ideológicas. De todos modos, aquel fue el último episodio institucional grave ocurrido en la provincia antes de que el gobernador actual pulseara con el jefe todopoderoso del peronismo bonaerense, el caudillo extragubernamental más influyente del país, el más sólido de los albañiles políticos.
Muchos dirigentes peronistas se acordaron en estos días del destronamiento de Bidegain, aunque ninguno supo explicar muy bien qué les llevó el recuerdo a la mente, ya que las diferencias objetivas con el duelo Solá-Duhalde quizá sean más voluminosas que las semejanzas. Es seguro que 32 palabras no le habrían alcanzado a Duhalde para tumbar a Solá, por lo demás algo ajeno a sus planes y a su insistente homilía sobre garantizar la gobernabilidad, independientemente de que a esta altura se le atribuye haber pulverizado a gente más importante que Solá -con ajedrez electoral y otros recursos indirectos, no con palabras- como Carlos Menem y Fernando de la Rúa.
Mejores o peores, los gobernadores constitucionales que siguieron a Calabró -Alejandro Armendáriz, Antonio Cafiero, el propio Duhalde y Carlos Ruckauf- se las arreglaron para gobernar con el enorme poder que las urnas y la tradición histórica les habían conferido, esa tradición según la cual tantas veces se sobreentendió desde el siglo XIX que el de gobernador bonaerense era -en la Argentina- el cargo políticamente más vigoroso después del Presidente de la Nación (emplomado tras Bartolomé Mitre, es verdad, con el maleficio de no funcionar como trampolín a la Casa Rosada, cosa que ni Duhalde consiguió por las buenas).
Oficialismo opositor
Ninguno lidió con una legislatura ajena. Eran dinámicas clásicas, en las que los gobernadores debían negociar sobre todo con la oposición. Fue el siglo XXI -fue el Duhalde mercosurero- el que trajo esta novedad de oficialismo ocasionalmente opositor, cosa que en forma potencial podría ocurrir en nivel nacional, dado que el duhaldismo controla al menos la Cámara de Diputados, donde Kirchner no consiguió armar una transversalidad disciplinada y aritméticamente respetable. Como se sabe, en el Congreso todas las leyes importantes que el Ejecutivo requirió salieron gracias a los entusiasmos -o por lo menos a los brazos- duhaldistas.
Pero volvamos a las fragilidades congénitas o adquiridas de Solá, a quien no le tocó en suerte ser tan significativo como sus antecesores (el radical Armendáriz no era fuerte, pero tampoco conflictivo), ni siquiera después de haber arrasado en las urnas el año pasado, cuando pasó del mandato heredado del “prófugo” Ruckauf al mandato propio y pleno. Sus críticos dicen que fue por su propia culpa -o por su esencia- lo de la minusvalía política. En los pasillos le reprochan su carácter, su divorcio, el psicoanálisis -rareza en la comunidad política, es cierto- y dicen que vacila más de lo recomendable.
La verdad es que cuando Solá empezó a reconocer por el número las diagonales de La Plata, Duhalde ya era el auténtico patrón de toda la provincia, a la que, entre otras cosas, había gobernado dos veces; la primera de ellas, cabe recordarlo, tras renunciar a la vicepresidencia de la Nación, adonde había llegado en 1988 por su aporte territorial, precisamente.
El desafío de Solá
Verdad de Perogrullo, Duhalde no será el general pero es mucho más poderoso que Solá: también lo repitieron por estos días, y acá sí saben por qué, muchos dirigentes peronistas (que parados sobre arena o sobre cemento no hablan de otra cosa).
¿Por qué, entonces, Solá se atrevió a desafiar con virulencia el poder duhaldista? Algunas de las primeras interpretaciones que se escucharon en el peronismo sonaron tan dramáticas como la conferencia de prensa en la que Solá explicó que vetaba el Presupuesto para no ser payaso. La más osada: Solá quiso hacer “la gran Chacho”, potenció el conflicto, preparó el terreno para eyectarse del Gobierno forzando la asunción de la vicegobernadora Graciela Giannettasio (que responde a Duhalde), para aparecer como víctima de una conspiración mafiosa y presentarse luego como candidato a gobernador “por afuera” del PJ, invocando que, como no llegó a la mitad del segundo mandato (escuela constitucional Menem-Barra), podría ser reelecto. En síntesis, un delirio, que no sería puesto aquí en letras de molde si no hubiera sido repetido por más de un diputado nacional duhaldista, off the record, claro.
Una de las claves de este conflicto es la imposibilidad real de Solá de ser reelecto, luego de haber sido vicegobernador y gobernador en dos períodos consecutivos. Nadie -ni él- cree hoy que Solá esté en condiciones de ser candidato a presidente en el 2007, sea por el maleficio histórico, por su desigual estatura política respecto de Kirchner, por la carencia de una fuerza propia consolidada o por todo a la vez.
Pato rengo
Pocos lo recuerdan, pero tuvo una ocasión. Fue cuando a Duhalde se le deshizo en las manos (bueno, en las encuestas) la precandidatura de José Manuel de la Sota y, antes de buscarlo a Kirchner, pensó en Solá. Al parecer, Solá desconfió, pero no de su propia potencia sino de las intenciones de Duhalde, a quien veía siempre interesado en ensanchar su reinado bonaerense.
Voces más templadas dicen que Solá no quiere reverdecer como gobernador sino llegar con combustible al 2007, con un doble objetivo superpuesto: gobernar con impronta de gobernador y no como una hoja de parra que se vuela al primer otoño si los padrinos Kirchner y Duhalde no la sujetan; y estar en condiciones, en forma consonante, de concursar para la vicepresidencia, en caso de que el candidato peronista sea el que hoy más sobresale, Kirchner.
Según los especialistas en internas del PJ bonaerense, Solá lanzó en diciembre último su línea interna, y le mojó ahora la oreja al duhaldismo, porque más tarde ya no podría hacerlo. Las listas de diputados se terminarán de armar en abril, ya que se presentan en mayo.
Y si el gobernador más importante del país, marginado como está de la madre de todas las alianzas, que es el entendimiento sine die Kirchner-Duhalde, no hacía ahora un intento por revertir su soslayo, habría entrado muy debilitado al inevitable período del pato rengo, como llaman los norteamericanos a los dos últimos años de los ocho que gobiernan los presidentes reelectos, cuando los factores de poder, conocedores de que se trata de alguien sin futuro, le retiran la atención.
Lo institucional
Que el litigio peronista se juegue sobre la mesa institucional no puede sorprender. Si bien no hay antecedentes de que el Poder Ejecutivo considere necesario vetar, en masa, el Presupuesto aprobado por el Poder Legislativo, tampoco había antecedentes de que un gobierno constitucional acomodase las reglas de juego nacionales para resolver -es una manera de decir- la interna peronista, tal como ocurrió con las presidenciales con ley de lemas atenuada de 2003.
Duhalde -quién, si no- hizo tanta alquimia institucional-electoral en esa ocasión que quedó para el presente un obsequio inesperado, la ley de internas abiertas, simultáneas y obligatorias para todos los partidos, en virtud de que la ley que el entonces presidente mandó a confeccionar, primero, y a cancelar mediante otra ley, después, se suspendió “por única vez”. De modo que es una ley vigente, aunque nunca aplicada.
Si esta pelea respeta el patrón de los principales duelos intraperonistas de los últimos tiempos, el ciclo será angustiante en su clímax, de apariencia irreversible, seguirá un tiempo de negociaciones subterráneas durante el cual se alternarán en la superficie algunos ladridos con expresiones constructivas a favor de la gobernabilidad y otras ambigüedades, después vendrá la solución práctica al problema -aquí, probablemente, un nuevo presupuesto provincial, concertado-, luego la reconciliación explícita y, por último, se fingirá que la paz siempre existió, más o menos como ocurre ahora con el supremo litigio de Kirchner y Duhalde.
Pero esta vez es más complicado, porque la disputa está montada sobre el año electoral, lo que significa que las prisas administrativas por falta de ley de Presupuesto y la gran pelea por el armado de las listas serán contemporáneas.
“A nadie le conviene que la sangre llegue al río”, dice un veterano senador, que ha visto -y protagonizado- mil y una riñas en el justicialismo. El problema con los conflictos complejos y multiformes es que, para evitar los finales drásticos, hace falta articular lo político, lo partidario, lo técnico, lo legal, lo institucional y, ahora más que nunca, lo administrativo.
Paradojas bonaerenses: hay alguien que ha demostrado saber qué hacer con entuertos así. Es aquel cuya oreja mojó Solá.
Pablo Mendelevich