En febrero de 2008, el entierro de Maharishi Mahesh Yogi acabó por despejar las dudas sobre la naturaleza de sus enseñanzas a quien todavía pudiera tenerlas. Falleció en Holanda, pero sus restos fueron trasladados a orillas del Ganges para recibir el homenaje que correspondía a lo que en verdad era, un gurú hindú. Su criatura, Meditación Trascendental (MT), era un vehículo de transmisión de su religión, el hinduismo, en Occidente, disfrazado de técnicas de meditación para combatir el estrés. Su presentación como técnica ajena a cualquier religión atraía personas y abría puertas que hubieran permanecido cerradas ante algo con etiqueta religiosa. Pero, en realidad, el “estrés” del que liberaba no era para Maharishi otra cosa que el karma hindú —la carga negativa acumulada tanto de la actual como de pasadas vidas—, y justificaba su posición ante sus correligionarios diciendo que “Occidente todavía no está preparado para la verdad”.
Una personalidad como de la Maharishi difícilmente puede preparar un sucesor con el mismo empuje. MT tiene un sucesor al frente de su entidad —Maharaja Nader Raam—, pero posiblemente su principal continuador haya que verlo fuera de esa institución. Sri Sri Ravi Shankar se inició con Maharishi Mahesh Yogi, pero pronto le abandonó para crear su propio grupo, El arte de vivir (AV). Ravi Shankar está mostrando el mismo empuje que Maharishi tuvo en los años 70, y AV se ha convertido en el gurú que más dinero controla desde su institución. Ha podido hablar en lugares tan insólitos como el parlamento etíope o Iraq, e incluso ha visitado Pakistán, algo verdaderamente insólito para un personaje de este tipo. A la vez, es difícil encontrar alguien sobre quien se emitan valoraciones tan dispares. Para unos, es una verdadera encarnación de un santón de la India; para otros, alguien que ha dado con algo verdaderamente útil para el acelerado hombre moderno, o bien un charlatán que sólo vende humo a quien se deja engañar, un actor que sólo busca ganar dinero con un show que no se diferencia mucho de vender un elixir milagroso, un exponente del NewAge o simplemente “otro gurú oriental”. De ahí que surja la pregunta: ¿quién es realmente Sri Sri Ravi Shankar? ¿Encaja en alguna de estas etiquetas, es una mezcla de todo esto o es algo distinto? Lo cierto es que no resulta fácil responder por lo resbaladizo del personaje, pero intentaremos dar una respuesta, utilizando la vía que a mi juicio es más clarificadora a este respecto: la comparación con su maestro, Maharishi Mahesh Yogi.
Una primera semejanza radica en lo más aparente: la imagen. Maharishi, en los años 60 y 70, adoptó una estética bastante al gusto de lo que entonces era la modernidad hippy, con un aspecto de hombre tranquilo que ha encontrado la paz. Shankar la ha adaptado a la mentalidad actual, de forma que se presenta como el hombre tranquilo que ha encontrado el secreto de la salud, tanto física como mental. Tanto en uno como en otro la imagen se ha cuidado hasta el extremo, de forma que es poco menos que imposible saber a ciencia cierta quién se oculta tras el estereotipo mostrado. Shankar, nacido en 1956, continuamente presume de tener más edad de la que aparenta, aunque lo cierto es que, sin el “arreglo” con el que se deja ver —sobre todo, con la barba teñida de negro—, aparenta la edad que tiene. Más difícil de creer es que duerma tres horas al día y que su estado interior sea el de un niño, como también manifiesta con frecuencia. Lo único que se puede concluir con certeza es que todo esto es fruto de una cuidadosa operación de imagen, airada una y otra vez por una propaganda incesante.
Más importante es la presentación, no ya de la persona, sino del “producto•”. Maharishi ofrecía una sencilla meditación en la que, en un principio, se trataba de repetir unas palabras que permitían al sujeto armonizar su interior. El yogui aseguraba que era una técnica sin significado religioso, pero en realidad las palabras eran términos sánscritos con significado religioso (se defendía diciendo “pero no para los meditantes”). Shankar ofrece unas técnicas respiratorias con las que se puede eliminar el estrés y sentirse bien. En principio las técnicas de respiración no tienen idioma ni religión, pero los dos coinciden en el objetivo —el estrés—, y es más significativo de lo que parece a primera vista que Shankar hable de “arrojar fuera” el estrés. Se refiere al mismo como si fuera no tanto un estado anímico o nervioso, sino como algo con una cierta entidad propia que uno lleva dentro y que debe expulsarse mediante la debida técnica. O sea, de modo más disimulado aún que en Maharishi, nos encontramos de nuevo con el karma hindú, debidamente presentado con un estudiado envoltorio occidental y aséptico.
Otra característica común es lo esquivos que se han mostrado ambos cuando se les pregunta por el carácter religioso de su enseñanza. La salida más frecuente es decir que se trata de cosas perfectamente compatibles con cualquier religión, de forma que quien atienda sus cursillos no tiene ninguna necesidad de abandonar su religión. La respuesta tiene su truco. Para un occidental, decir que algo es compatible con cualquier credo religioso connota que se trata de algo no religioso por ser “neutral”. Para un hindú eso no es así. Las religiones orientales son bastante sincretistas: tienden a ver como asimilable todo lo que viene de otra parte. Aunque, claro está, asimilable no es lo mismo que compatible. Por eso lo que sucede es que cualquier otro credo se ve desfigurado en sus contenidos, aunque se mantenga en lo posible su terminología. Con respecto al cristianismo, por ejemplo, se puede mantener la afirmación de la divinidad de Jesucristo... sólo que en el mismo sentido en que es divino el gurú de turno. Y, sobre esto último, conviene fijarse en el título adoptado por Shankar. “Sri” significa “señor”, y el líder de AV afirma que su repetición obedece al deseo de distinguirse del músico llamado Sri Ravi Shankar. Pero lo cierto es que podía haber marcado la diferencia de muchos modos, y la repetición del término lo convierte en un superlativo utilizado para referirse a la divinidad. De hecho, hay testimonios suficientes de que, dentro de su organización, Shankar es aclamado como lo que en realidad quiere ser: un líder religioso divinizado por sus seguidores. También aquí hay un paralelismo con Maharishi.
Todas estas semejanzas, claro está, no son casualidad. Shankar estuvo poco tiempo con Maharishi, pero el suficiente para aprender bien la sustancia de MT. Su semblanza oficial —una verdadera hagiografía— señala que Shankar ya sabía de memoria el Bhagavad Gita —el largo poema que constituye el principal de los escritos védicos— a los cuatro años. Pero su hermana no tiene empacho en declarar que detesta la lectura: “Nunca ha leído un libro; lee una página y ya se queda dormido”. ¿Dónde ha aprendido, pues? Sólo cabe una respuesta: de Maharishi. Los dos han demostrado ser sujetos inteligentes y astutos. Los dos han demostrado ser ególatras. Por eso no podían estar juntos mucho tiempo. Shankar, cuando estimó que ya había aprendido lo suficiente, se fue. Por los testimonios familiares que conocemos, lo que mostró desde la infancia no era un conocimiento del Bhagavad Gita, sino una ambición desmedida, una buena inteligencia y un temperamento audaz, que le impulsaba a arriesgar para conseguir lo que quería. Dejó los estudios —con esa afición por la lectura no es de extrañar—, dejó su primer trabajo, dejó a Maharishi... y acabó saliéndose con la suya.
En Occidente, con frecuencia, las organizaciones religiosas venidas de la India son catalogadas como sectas, como movimientos new age o como negocios, y se les aplican los correspondientes esquemas, que suelen ser incompletos, cuando no simplemente falsos. Lo que más raramente se hace es algo que resulta muy esclarecedor al respecto: ver qué se piensa en la India. AV tiene su sede principal en las afueras de Bangalore. Allí tiene su ashram, sólo que no coincide con la idea tradicional que evoca este término, la de una finca en la que se encuentra una comunidad monástica o semimonástica que vive de la tierra (en régimen vegetariano). Incluye una zona residencial con un lago artificial, helipuerto, grandes comedores, cibercafés, librería, farmacias, y la sede de un canal de radio difundido por satélite. Pero lo más llamativo es que no se trata de un caso aislado. Otras organizaciones, algunas desconocidas fuera de la India y otras bien conocidas (Osho, ISKCON), mueven mucho dinero, y AV figura en cabeza. La entrada a las festividades anuales del grupo cuesta cinco mil rupias. La clientela más buscada es la nueva clase económicamente desahogada creada con el rápido crecimiento económico en la India. Aquí es donde se ve con más claridad que las técnicas de respiración no van solas. Lo que se ofrece, de una manera u otra y en todas partes, es solaz y meditación. Las declaraciones mismas de Shankar, si se examinan detenidamente, incluyen la meditación en su oferta. Como ocurre en MT con los breves mantras, los ejercicios respiratorios no son más que el principio. ¿De qué? Pues de algo que se puede resumir con una sola palabra: yoga.
En la India no se ponen objeciones a que montajes religiosos ganen millones de dólares, y menos aún cuando, como suele ocurrir —y AV no es una excepción—, financian algunas obras asistenciales y educativas. En 2005, una santona de Kerala, Amma Amritanandamayi, se permitió el lujo de donar un millón de dólares para los damnificados del huracán Katrina en Estados Unidos. Cuando los precios son altos o incluso disparatados, tampoco se oculta. A la entrada del ashram de un gurú llamado Baba Ramdev hay un gran cartel que dice: “Miembro ordinario: 11.000 rupias; miembro de honor: 21.000 rupias; miembro especial: 51.000 rupias; miembro de por vida: 100.000 rupias; miembro reservado: 251.000 rupias; miembro fundador: 500.000 rupias” (diez mil rupias equivalen a unos 250 dólares). No se suelen poner reparos a que la vida de estos maestros pueda estar rodeada de lujo. Lo que sí se cuestiona, y mucho, es la autenticidad de los gurúes y sus movimientos. Sin algo parecido a una iglesia que controle de alguna forma a los “hombres de Dios”, cualquiera puede instalar su tienda. Y hay de todo: desde verdaderos estudiosos que viven lo que enseñan, hasta embaucadores que prácticamente no han invertido ni un minuto en meditación yóguica. Ravi Shankar no se ha librado de la polémica. Tiene enfervorizados seguidores que le veneran como un ser divino, y tiene detractores que le ven como el prototipo de curandero charlatán, un “tranquilizante de ricos” que ofrece “conciencia cósmica en cuatro fáciles lecciones”; en resumidas cuentas, un timo. ¿Cuál es la realidad? Es cierto que ha aprendido algunas técnicas de su mentor Maharashi, pero también lo es que difícilmente puede dedicarse en serio a la meditación quien se muestra incapaz de dedicar un cuarto de hora a la lectura. Además, como sucedía con Maharishi, se echa en falta el poder ver o conocer algo más del personaje que una cuidadosa puesta en escena.
De todas formas, por poner un ejemplo comparativo, si encontráramos una academia de idiomas que promete milagrosos dominios del inglés en cuatro meses y sin esfuerzo, lo cierto es que, bien o mal, lo que enseña es inglés. Por su parte, lo que propaga Shankar, ¿es o no una religión? Cuestionado sobre ello, hace gala de una calculada ambigüedad: su respuesta es que no se trata de religión, sino de espiritualidad. Esto tiene un muy buen cartel en una sociedad occidental en la que muchas personas quieren lo que podríamos denominar efectos benéficos de la religión en el espíritu, pero sin religión, sin el compromiso moral con una fe y unas normas morales. Se crea así una demanda de sosiego espiritual tomado como un producto de mercado más. Quien lo ofrezca con poco esfuerzo y sin compromiso tiene atractivo, y para muchas de estas personas el coste económico es lo de menos, de forma que pagan con gusto los 375 dólares que cuesta el curso semanal (22 horas) de respiración de Ravi Shankar. Eso sí, hay que hacerlo bien, con un buen marketing, pues hay bastante competencia en un mercado que, sólo en Estados Unidos, mueve seis mil millones de dólares al año. Ahora bien, una cosa es cómo se mira en Occidente, y otra en Oriente. Shankar afirma que las religiones son como la piel de banana, mientras que la espiritualidad es la banana misma, lo comestible. Esto coincide bien con la visión que se tiene desde el hinduismo de las iglesias cristianas y otras religiones. El hinduismo no tiene una estructura centralizada, ni un credo o una moral perfectamente establecidos. Tiene una colección de escritos antiguos, unas cuantas ideas comunes que se desprenden de los mismos, unos maestros que surgen, vienen y van... y una meditación. Cuando Shankar desprecia como una cáscara inútil la organización que tienen otros, está haciendo una apología de su propia religión.
Ahora bien, ¿se trata de hinduismo o de un exponente de new age? La clave es lo que hay que entender por yoga. Está muy extendida la idea de que se trata de una técnica de relajación, o una técnica de meditación cuyo contenido puede ponerlo cada uno a su gusto, siendo así compatible con cualquier creencia. En una palabra, método, no sustancia. Sin embargo, basta con leer el capítulo 6º del Bhagavad Gita para desmentirlo. Ya al principio se lee lo siguiente: “Lo que se denomina renuncia, debes saber que es lo mismo que el yoga, o el vincularse con el Supremo, ¡oh, hijo de Pandu!, porque jamás puede uno convertirse en yogui, a menos que renuncie al deseo de complacer los sentidos” (n.2). La relajación corporal no se contempla aquí como un fin en sí mismo, sino como un medio para algo de otro orden: “Uno debe mantener el cuerpo, el cuello y la cabeza erguidos en línea recta, y mirar fijamente la punta de la nariz. De ese modo, con la mente tranquila y sometida, libre de temor y completamente libre de la vida sexual, se debe meditar en Mí en el corazón y convertirme en la meta última de la vida” (nn.13—14). En el hinduismo, esa unión final —fusión— con el infinito que pregona no se consigue precisamente con unas técnicas de respiración, sino que tiene un coste ascético mucho mayor: “Practicando así un control constante del cuerpo, la mente y las actividades, el yogui, con la mente regulada, llega al cielo espiritual mediante el cese de la existencia material” (n.15). Este cese de la existencia material es el nirvana, algo bastante distinto a ese estado placentero que creen algunos. Sí que se considera como algo placentero, pero a la vez extático; es decir, que exige un ejercicio continuo para desprenderse de todo lo sensorial, por “vaciar” los sentidos, y eso es precisamente el yoga, Así se entiende otro versículo del mismo texto: “Se dice que una persona está elevada al yoga cuando, habiendo renunciado a todos los deseos materiales, ni actúa para complacer los sentidos, ni se ocupa en actividades fruitivas” (n.4). La idea se remacha en varias ocasiones, como por ejemplo en este otro versículo: “Cuando un yogui disciplina sus actividades mentales mediante la práctica del yoga y se sitúa en la trascendencia, libre de todos los deseos materiales, se dice que él está bien establecido en el yoga” (n.18). El Bhagavad Gita reconoce que se trata de un ejercicio muy difícil, pero para quien se queda en el camino sin conseguirlo tiene un consuelo: tendrá en el futuro reencarnaciones muy favorables, que le facilitarán poder continuar donde lo ha dejado.
Quien conozca bien la historia del pensamiento sabrá que el método es inseparable de la sustancia, por la sencilla razón de que el primero es la vía racional para llegar a la segunda. Pero, en todo caso, esto tiene poco que ver con el New Age y la vida fácil que proclama. En algún aspecto, es la antítesis, pues el bienestar que persigue este último es precisamente aquello de lo que debe desprenderse quien quiera alcanzar el nirvana. Lo que ocurre es que se da una extraña simbiosis entre los dos términos. El movimiento New Age siempre ha tenido un ojo puesto en Oriente, para sacar de ahí elementos que concordaban con esa especie de neopaganismo difuso que propugna. El panteísmo —no muy claro en su conceptuación, como suele suceder con los panteísmos— hindú se transforma así en culto a la diosa naturaleza, mientras que la meditación queda convertida en técnica de autoayuda. A su vez, el hinduismo, con su sincretismo, su flexibilidad para adoptar elementos extraños y su facilidad de hacer malabarismos con los términos, se aprovecha de ello para presentarse como un producto arreligioso coincidente con la moda intelectual y disfrazar su oferta de acuerdo con ello. Maharishi y Shankar son buenos ejemplos, pero desde luego no los únicos ni los primeros, ni probablemente sean los últimos. Para complicar el panorama, a esto hay que añadir los rasgos personales de cada grupo u organización, que casi siempre son un reflejo de la persona que lo ha creado. Un mercado tan suculento en el que se ha convertido todo lo que suena a técnica fácil de autoayuda es muy tentador, tanto en Occidente como en Oriente, y no debe extrañar por tanto que proliferen charlatanes, farsantes y vendedores de “elixires” milagrosos. En la India más de uno señala a Ravi Shankar como vendedor de “jarabe de yoga”, lo que puede ser un etiquetado bastante bueno. Desde luego, lo que se ve muestra más a un actor que a un profundo meditante o un asceta que recorre la senda señalada por la literatura védica.
¿Cuál es el secreto del éxito de Shankar, si es que hay alguno? En realidad, está a la vista. Preguntado por Maharishi a la muerte de éste, Shankar se limitó a decir, un tanto misteriosamente, que había perdido realismo. ¿Qué quería decir? Maharishi había querido conducir a todo el mundo, sin que en un principio fueran conscientes de ello, por su senda yóguica, y soñaba con una “conciencia cósmica” que armonizara el mundo. Pero no parecía querer darse cuenta del todo que la inmensa mayoría de los que acudían a sus cursos de MT no querían eso, y el conflicto surgía cuando se enteraban de a dónde los quería llevar. El realismo de Shankar es que se limita a dar lo que buscan. Y lo que buscan es una técnica de relajación para sentirse bien. El yoga no es eso, pero indudablemente incluye eso. Sólo unos pocos —y más en la India, lógicamente— quieren algo más, y Shankar también se lo da, lo viva él o no. Para él, es una necesidad: su organización necesita un “núcleo duro” si quiere mantener una respetabilidad, especialmente en su propia tierra.
Por lo demás, ¿cuál es el efecto de sus cursillos? En un mundo de prisas, que parece haber adquirido un aborrecimiento al silencio y a meditar, un rato de ello tiene necesariamente que sentar bien. Lo que sucede es que la gente suele intuir que en el silencio y el ambiente de reflexión surgen cuestiones muy comprometedoras, sobre todo acerca del sentido mismo de la vida. Por eso lo rehuyen. Y Shankar tiene éxito porque lo ofrece eludiendo todo compromiso: es sólo una técnica. Pero, a la vez, no deja de ser un sucedáneo, y ocurre como con todo sucedáneo: da el pego en un principio, pero no tarda en revelarse como una falsificación. Lo que imparte AV viene así a ser como una pastilla o un sedante: tiene un efecto inmediato positivo, pero efímero. Al poco se pone de manifiesto que es un parche, no una solución. ¿Engaña Shankar? Quizás sí, pero a quienes buscan ser engañados, a quienes van en busca de la receta mágica en vez de encarar sus problemas y las auténticas soluciones a los mismos. Sri Sri Ravi Shankar lo que da es, efectivamente, “jarabe de yoga”.
Julio de la Vega-Hazas Ramírez