En el capítulo XV de mi libro titulado “La esencia del universo”, he tratado de pintar el panorama existencial que sin duda asomó en los tiempos primitivos: el hombre ya con ciertas luces frente a una realidad amenazadora, siniestra y muchas veces incomprensible.
Decía también allí, que su entrada en la luz intelectual, fue un paso grave porque le permitía al primitivo darse cuenta de todo aquello que el animal inferior ignora.
El animal, en efecto, carece de la noción de un peligro futuro a largo plazo si no existen indicios de su presentación inminente. El animal, si bien posee grabadas las experiencias desagradables, vive en un presente continuo. Sufre en el momento. Ya aliviado, olvida y podríamos decir que vive feliz sin el tormento de los recuerdos de días desgraciados ni temores del futuro.
No se le ocurre, por ejemplo, que puede enfermar nuevamente para ponerse triste por ello. En todo caso, rehuirá los arbustos espinosos para no pincharse nuevamente y esquivará a otros animales con quienes ha tenido desagradables experiencias. Pero todas estas decisiones, las tomará en el momento o la oportunidad en que se presente el peligro. No puede calcular que en el futuro, sus crías pueden ser atacadas y devoradas, sino que cuida su prole instintivamente; no vive las zozobras de pensar en un futuro lleno de peligros basado en experiencias anteriores. El instinto azarosamente planificado en los genes es instantáneo. Obra en las circunstancias, no antes, aunque se crea ver previsión del peligro en los animales. Ellos carecen de conciencia de lo que vendrá. Se comportan cual autómatas planificados en los códigos genéticos.
En el caso del ser consciente de los peligros pasados, presentes y futuros, es distinto. El hombre puede llegar a tener terror del futuro si se halla desprovisto de una esperanza aunque sea ilusoria. Al poseer conciencia de la posibilidad de la desgracia futura, a diferencia del animal, puede vivir angustiado y terminar en la enfermedad y la muerte.
Es posible que ya nuestro lejano pitecántropo haya experimentado los primeros choques conscientes con la traicionera y enigmática realidad. Puede que la transición de las tinieblas de la inconsciencia hacia la luz de la conciencia, se haya producido en la rama filética del Pitecántropo (Homo erectus) y quizás ya en el más lejano Australopithecus del Pleistoceno inferior, cuyas facultades intelectuales se situaban en el límite entre la inteligencia animal y el intelecto humano, o más bien debe ser considerado como el “prehomínido que empezó a rebasar los límites de la inteligencia animal y ha de figurar como el antecesor inmediato del hombre”, según Jan Jelinek (véase de Juan Jelinek: Enciclopedia ilustrada del hombre prehistórico, México, Extemporáneos, 1975, pág. 61).
Cuando este ser, ya consciente, se enfrentó con el peligro de las enfermedades, de los accidentes, del ataque de las fieras y de las hordas homínidas, no ya como episodios circunstanciales, del momento, sino como peligros siempre en acecho, incluso para sus descendientes, comenzó a actuar, en algunos individuos, el mecanismo de la supervivencia en forma de fantasía evasora de la realidad. Estos fueron los que dieron descendencia, no así aquellos que perecieron víctimas de las tribulaciones frente a lo desconocido, frente a un entorno que de pronto les enviaba golpes terribles, toda clase de desgracias o los envolvía en tragedias sin razón ni motivo aparente alguno, sin atinar a conocer en lo mínimo las causas. Lo siniestro parecía provenir de las sombras o de la nada, para herir contundentemente, y la inseguridad generada por ello, debía ser insoportable para el Pitecántropo con ciertas luces intelectuales para terminar muchos individuos en el suicidio.
De ahí entonces, la supervivencia de los individuos más fantasiosos y su descendencia.
La fantasía creó la idea de espíritu y lo espiritual animó el mundo circundante y ofreció razones (inventadas) por las cuales sobrevenían como de la nada, las catástrofes, las enfermedades, las epidemias, la muerte súbita.
Todas las calamidades comenzaron a tener explicación. Si sobrevenía una prolongada sequía con su consecuencia: la hambruna, o si se desencadenaba una tempestad de viento y agua que arrasaba a su paso las aldeas, o si entraba en erupción un volcán o temblaba la tierra, o una epidemia diezmaba a una población, todo era señal de que las deidades moradoras en las montañas o personificadas en el dios del viento, la lluvia (recordemos a Kuculcán y Chaac de los mayas y otros espíritus), estaban enfadados o actuaban con alevosía.
El mundo circundante se tornaba de este modo ilusoriamente domeñable. ¿De qué manera? Si las deidades espirituales estaban ofendidas, enojadas o alteradas y se manifestaban desatando su furia y lanzaban calamidades sobre los hombres, entonces había que aplacarlas.
Los distintos rituales, palabras, danzas, sacrificios (incluso con niños), se creían eficaces para pacificar a los espíritus poderosos y manejar a la naturaleza que les obedecía. De este modo, al espiritualizarlo todo, el mundo quedaba al menos, en buena parte, en manos del hombre gracias a su fe en algo superior, que así se sentía protegido ante lo siniestro, más seguro. Todo bajo una pseudociencia denominada teología.
Aún en nuestra civilización, es dable observar a menudo la vana intención de torcer el destino y mejorar toda situación penosa invocando y peticionando a la deidad o deidades en que se cree. (Los santos de hoy, invocados pueden considerarse comparativamente, como equivalentes a deidades menores de los primitivos; por ejemplo el santo del trabajo, de la suerte, de la salud, etc.).
El animismo, ese invento de la fantasía, y la creencia en él, esto es en la existencia de espíritus que animan todas las cosas, salvaron en parte al hombre de su autodestrucción al sentirse este protegido (aunque vanamente) por diversos dioses, pero no ha sido suficiente ni por asomo.
Hoy solo nos queda tener fe en la Ciencia, única salvadora de la humanidad, bien y éticamente aplicada, en un porvenir en paz, alejada de todo estúpido belicismo, tirando a la basura todo mamotreto pseudocientífico que no sirve más que para perder un tiempo precioso y prolongar ciertas patologías que requieren urgente tratamiento médico. Nada de recetas mágicas o ridículos rituales que nos legaron los ignaros del pasado. Nuestra salud y longevidad, nos estarán sumamente agradecidas.
Ladislao Vadas