Las bibliotecas responden a nuestra propia personalidad. Son como una sombra biográfica, pero en blanco y negro. Si están en nuestro cuarto, siguen en las noches haciendo su trabajo, por osmosis. Yo siento cuando un Michaux, Trakl, Cavafis o Blake entran por las celdillas de la memoria y descargan sus poemas como si fuera la panza sigilosa de un avión.
Es el ligero silbido de lo que ni el viento es capaz de detener, si acaso reconoce como suyo la interpretación de esos ritmos y silencios. Hay muros, espacios, camino de cruces, vacío, pasos, épocas, andamios, eslabones, puentes, ciudades, viajes, la poesía.
Se van turnando, los Neruda, Huidobro, Mistral, Parra, Rojas, De Rokha, Uribe, Teillier, Lihn, Lezamas, Eliot, Apollinaire, Vallejo, Rimbaud, Panero, Borges, Villón, Donne, Pound, Kavafis, en fin, una lista siempre creciendo y repitiéndose, como un solo largo, inacabado poema, que tiene la cola de un cometa.
Son los vinos en sus odres, los libros y sus autores, madurando en cuerpo y esperanzas, densos, gruesos, aromáticos, listos para viajar por los cuatro costados del cuerpo. Se hacen presente con el firme trazo de la palabra, como las uvas desgranan sus días inventados en la hoja en blanco y untan de aceites las líneas de olivos, montañas, mares, ciudades y de sus propias crucifixiones y amores.
La aventura, los sueños, los caminos, las dudas, el vicio de la palabra, desde luego, la poesía, lo que alguna vez quisiéramos haber dicho y escrito, la confirmación de nuestros propios fantasmas y realidades, está ahí en los libros clásicos y aun en los no escritos. Los autores a veces nos gritan para llamar la atención sobre el silencio que ponemos sobre ellos. Otros, más humildes, apuestan al futuro de sus palabras, al ocio de la lectura, su morosa lectura, la que no tiene explicación y se extiende en el tiempo.
Las portadas de los libros son las primeras en hablarnos en primera persona y nos dan una primera señal. La cara de tortuga de Neruda sobresale amarilla, nostálgica de un pasado que podría estar en la Isla de Galápagos y sabemos que proviene de un polvoriento Parral. Vicente Huidobro, retratado de cuerpo entero, pipa y bastón en mano, en la Plaza de San Marcos, Venecia, desafiando el mundo ya en el bolsillo de su chaleco. La Mistral, el rostro del destierro, del desencuentro, el aura de la soledad, y un dejo de nostalgias siempre encabalgamiento hacia el pasado que no regresa, hacia el futuro que le presta alas, más bien para permanecer en lo que ya estaba escrito para ella. Rosamel Del Valle, tiene toda la ausencia de Nueva York; Jorge Teillier, como si buscara una estación en el Sur; el último vino en un andén, la palabra brillara en la luciérnaga,; Lihn, recién llegado de alguna mezquita, buscando nuevas ciudades; Manuel Silva Acevedo, frente al menú del día, impertérrito a la espera de su bastón; Volodia, en su perfil de ruso en permanente exilio, documentando la vida y la muerte; Armando Uribe Arce; la mirada benigna de la inquisición y otras flores convertidas en escaleras; Gonzalo Rojas, el profesor suspendido en el aire de sus palabras; Nicanor Parra, un Hamlet pícaro, el huaso que no se quiere bajar del caballo de la poesía; el Dante, tan parecido a Pinocho, en su Divina Comedia; Lezama Lima, en el vaho de su habano en La Habana, lo que nunca nos quiso decir en la mixtura asmática de su verbo barroco, angelical; Federico García Lorca, el torero recién peinado por un duende; Juan Carlos Onetti, toda la realidad de espaldas frente a una ventana con vista a un muro. Pablo de Rokha, él en el desamparado infierno de su paraíso perdido de ante mano, atravesado, luchando con una fiera presa de carne; T. S. Eliot, mirada de zorro inglés, evidentemente bostoniano, prisionero de la monarquía; Arthur Rimbaud, en el juvenil gesto del ya incipiente y marcado olvido del abandono inevitable.
Efraín Barquero, el rostro de la mesa, cada día, los amigos que no pasan. Gonzalo Millán, el sacerdocio medieval, el silencio de las abadías, sólo los campanarios movilizan la poesía. Kavafis que de ciudades sabe y vive, se las cuelga en las solapas y las rumia en un café de Alejandría.
Jorge Luis Borges, que no deja de lanzarnos una mirada porteña, ciega, lúcida, fantástica, memoriosa, irremediablemente argentina; Charles Baudelaire, en la eternidad del gato, en el sufrimiento; Ruyard Kipling, perdido en el extraviado sendero afgano, pero poseído absolutamente por su ser britisch; Franz Kafka; el abogado que viaja a Transilvania; Paul Celan; una normalidad que los puentes del Sena desconocían; Apollinaire, trepanado por la noche de un obus con sus estrellas ya en la tierra, vuela cometa. Julio Cortazar, estirando la piel, renovados los días en su literatura. Gabriel García Márquez, en la gloria de sus soledades, untado de incienso su cuerpo pasea por Macondo, con alas doradas. Lleva un eclipse en sus manos y se llama Colombia.
Eliseo Diego, Roque Dalton, Ernesto Cardenal, viejos conocidos poetas en el rinconcito de América, en un pulgar de la geografía.
Desde una esquina despeinado me mira Chile o una Loca Geografía de Benjamín Subercaseaux. Kerouac, buscó sus propios caminos y partió a Colorado.
Algunas páginas, portadas, más audaces, de alto riesgo, se quedaron en momentos difíciles. Algunos alcanzaron otras manos e iniciaron nuevos recorridos, se salvaron. Otros quemados.
Rostros que sólo acuden en mis pesadillas, que no los tengo, pero los veo. Están ahí en la sombra de las carátulas, espiando sus días, con los viejos cansados ojos del Nilo, la astucia del Caballo de Troya, no sólo son de sus autores, sino de los personajes que usan sus máscaras, pero son igualmente reconocibles.
Estoy con ellos y ustedes, en medio del pantano, en el Camino de Cruces, tránsito les digo, sólo tránsito amigos, un paso en círculo, la bocanada sobre los ojos, la nariz, Etiopía, Alejandría, Buenos Aires, Santiago, La Habana, Granada, ciudad de Panamá, que importa.
¿Cuántas preguntas podríamos hacerle a Maquiavelo, montado en su sombrero principesco, presidiendo el oráculo de los Borgias, a William Blake, al mismo Quevedo, tan contrahecho, al rostro y al rastro de tanto anónimo autor, que sólo quiso dejarnos el vicio de su palabra e historias, donde la fama no tiene tiempo para ponerse la ropa siquiera? ¿Usted Cervantes que olfateó los sobacos de Dulcinea del Toboso? Y aquí nos tiene, en el ajo de la literatura, de la poesía, de la prosa.
La mirada de Leonardo en la Gioconda vuelta una coca Cola por estos bárbaros, un mar de autorretratos que viajan en sus pesadas limosinas con sus autorretratos no dejan de observar lo que sus autores ya no ven.
Walt Whitman, preside algunas noches desde el Hudson, las barbas de una poesía siempre en remojo que fluye en el río de Heráclito, sin cesar. Los versos aún no escritos no son lo único nuevo, sino lo que descubrimos cada día en nuestros libros y bibliotecas.
Rolando Gabrielli