En muchas oportunidades hemos criticado al kirchnerismo por la vocación autoritaria que lo lleva a confundir los conceptos de estado y partido. Y hemos visto cómo, desde el PRO, se critican estas conductas reñidas con el orden republicano. Sin embargo, la relación entre el PRO y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en lo que hace a la ética pública, no difiere demasiado de lo que ocurre entre el kirchnerismo y el Estado Nacional.
Si bien no se ven en la Ciudad de Buenos Aires carteles de obra pública con la imagen de Macri, sí puede apreciarse que dichos carteles son casi íntegramente amarillos, siendo el amarillo el color característico de la fuerza política del Jefe de Gobierno. Idéntico color llevan las estaciones del Metrobús, la página oficial del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, las bicicletas públicas con sus respectivos espacios de estacionamiento, los ridículos globos de las inauguraciones de obras públicas, el logo del plan Sarmiento impreso en las computadoras que se entregan a los niños de las escuelas públicas, y hasta la folletería oficial, que muchas veces incluye la imagen del Jefe de Gobierno y otros funcionarios. De más está decir que en la página web oficial del PRO también predomina el amarillo. En suma, estado y partido bajo un mismo color.
Este tipo de relación entre la fuerza política gobernante y el Estado, ya sea nacional o local, promueve la incultura cívica. La idea de que el Estado no pertenece a todos, sino a los que ganaron una elección, no hace otra cosa que destruir la legitimidad estatal para la aplicación de las políticas públicas.
Ponerle color político a las escuelas, al sistema de transporte, a las obras viales, ponerle color al estado, no es otra cosa que excluir a quien piensa distinto. Y de ese modo el estado pierde legitimidad para llevar adelante su labor. Quizá la anomia argentina obedezca a esta ausencia de legitimidad provocada por quien gobierna, ya que cuando se mezcla estado y partido, quien no gobierna difícilmente sienta el deseo de ser gobernado. Y el deseo de no ser gobernado está muy cerca del deseo de incumplir las normas.
Que quede claro, la confusión entre estado y partido se ve claramente en la simbología, pero eso es sólo la punta del iceberg; debajo residen el favoritismo, la negación del mérito y la corrupción, entre otros vicios que destruyen la condición de ciudadano. Sin embargo, la simbología es importante, es parte del discurso con que el estado se dirige a la población y, quizá sea la parte del discurso que todos entienden, cualquiera sea su origen o su nivel educativo.
Los argentinos tenemos una bandera celeste y blanca. Tenemos un escudo. Lo mismo ocurre en la Ciudad de Buenos Aires, que tiene escudo y, desde hace no tanto tiempo, también, una bandera. ¿Qué sentido tiene la creación, conservación y la enseñanza del respeto a estos símbolos, si luego distinguimos las obras de gobierno —fruto del esfuerzo de todos— con los colores de una facción o con la imagen del caudillo de turno?
¿Qué mensaje le damos a quienes se están educando, si el cartel amarillo con el que se publicita desde hace seis meses el arreglo del inodoro de la escuela, es más grande y vistoso que la propia enseña patria?
José Lucas Magioncalda
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