Jorge Teillier es la pedagogía de la
ausencia. El viento blanco, que la infancia no ignora. Siempre llegaba del
pasado, aunque tendiera la mano al futuro. La palabra en el resplandor.
Arrastraba un verbo en la ilusión residual. Poesía del ayer sin pasado
fijo, con su tiempo detenido. La provincia en la inmortal sombra de su infancia.
La mágica vida de un presente eterno. El Poeta en estado de gracia. La poesía
con su misterioso cuerno de silencio. La poesía en el reflejo, que el espejo
esconde en su memoria. ¿La poesía sigue los pasos del poeta o los da por él?
Teillier giraba detrás de la rueda, sólo una señal, la
huella el guiño. En ese mundo de apariencias reales, destellos evanescentes,
encontraba un nuevo rostro su poesía. Poeta Sur, que siempre habitó en
la Aldea Global. Muy próximo al molino y la carreta o a la estación de
trenes, Teillier cuadraba su propia teoría del Lar. El círculo íntimo de la
palabra. Sin embargo, prefirió morir de ciudad. Respiraba en la asfixia
del verbo, su poesía de andén. No le inmutaba el ocio, lo compartía en la
cotidianidad diaria, casi con nostalgia, casi con aburrimiento, casi desprendido
de todo lo que le rodeaba. Poesía de la conciencia en y del desamparo. Poeta de
un camino. El que traza la poesía sin aspavientos. Poeta del Lar, bautizó su
entorno poético, la profundidad real de sus días, el paso del temblor de la
hoja. La poesía requiere ese saco sin fondo. La luz que sólo el pozo conoce.
La señal que no es certeza, aunque acabe el camino.
Poeta del ocaso. Teillier se dejó consumir por los medios días
santiaguinos, esos atardeceres grises, desdibujados en el canto de las horas
muertas. El poeta y la ciudad deambulaban en sus desencuentros, mientras sus sueños
permanecían casi intactos en la provincia, Lautaro. Su imaginación
vivía en y del Sur. Los trenes, el granero, la calle principal, el mesón del
bar del pueblo, las caras tristes de los mapuches, el río, los antepasados, La
Frontera, y aún así, forastero de forasteros. El poeta se veía en el Otro
espejo y cruzaba el río. La noche sobre el tiempo del poema. ¿La ciudad, un
andén forzado? ¿La ciudad, la realidad real como la manteca frita? ¿La
ciudad, el gran bar? ¿La ciudad, agoniza conmigo? ¿La ciudad, poncho que nos
arrastra a todos? ¿La ciudad, nos arrebata el sueño? ¿La ciudad, es la gran
provincia? ¿La ciudad, con su abrigo de alquiler? ¿Cruzar la calle, es dejar
la ciudad?.
El río nos cruza todos, los pasos, van y vienen, la ciudad
los conoce y siente a todos. Su lomo, rodillas, ambas caderas, gran nariz, las
manos alzadas, se pierde la figura en sus huesos, labios grises, ojos de
cielo nublado. ¿Qué hacía Teillier deambulando por Santiago? Venía de La
Reina, helado en las mañanas, recién afeitado, con su abrigo santiaguino, unos
libros, dedos cuadrados, casi morados, atravesaba Macúl, por el Pedagógico de
la Universidad de Chile, cargado de sus versos nostálgicos de futuro,
premoniciones, pájaros raros de sus bolsillos. A Jorge lo inventó el Sur, la
lluvia, su propio olvido. Caminaba por la vereda azul de la ciudad, en su propio
mundo y a veces pienso que nunca quiso salir del primer día de clases. Se
sumergió en un cuento de hadas y se hizo bautizar en cada primavera. Poeta del
guijarro alumbrado en el camino.
Teillier no sucumbió a las modas literarias. Fue
lector, devorador de libros. Echó raíces desde joven. Se alineó a su propia
sombra. Tocó la flauta de la Escuela Lárica, que él creó. Sur-Sur, una visión
del mundo del desarraigo. Se consumió en su vertiginoso y borrascoso azar. Vivió
los días aciagos de Pinochet y se atrinchero en el Bar La Unión Chica con el
poeta Rolando Cárdenas y otros contertulios de Nueva York 11, un nombre y número
que marcarían el siglo XXI. Teillier sobrevivió en esa esquina como capitán
de un barco anclado en una ciudad sin puerto, de oleaje mudo, avasallado,
capitanía ferozmente devorada. Era un poeta bajo Estado de Sitio, y se mantuvo
en arresto cuartelario en El Bar La Unión Chica, por orden de la
sobreviviencia.
Jorge Teillier Sandoval, autor de Para ángeles y Gorriones,
El cielo cae con las hojas, Poemas del País de Nunca Jamás, Crónicas del
Forastero, cultivó su mito como pocos poetas de Chile y América latina,
y convirtió la poesía en un acto de vida.
Lo conocí en tiempos de la Crónica de un Forastero,
libro que nunca terminó de gustarle, lo encontraba cojo, forzado, sin el vuelo
que él esperaba en sus versos de transparente nostalgia, profundos,
sutiles, llenos de Des(esperanza), desarraigo, la nostalgia del Paraíso
perdido. Gran lector de los poetas y narradores franceses, Teillier ancló su
poesía en un Sur mítico, reinventado, y su infancia le llevó agua hasta el
molino de su muerte.
Rolando Gabrielli