No es desconocido que en el ambiente intelectual impera una fuerte impronta en contra de las ideas de libre mercado. A pesar de que las corrientes liberales, tanto en lo económico como en lo político, fueron las que mayor libertad dieron al ámbito intelectual para poder expresarse, pareciese que éstos se lo retribuyen mediante un sistematizado ataque en todos sus aspectos.
A primera impresión, tal fenómeno pareciera no tener sentido. Hasta el desarrollo del sistema de mercado libre en Europa, que permitió a los intelectuales potenciar su actividad, éstos eran limitados y condicionados por la iglesia y/o los señores feudales.
Sería recién con el advenimiento pleno del capitalismo, que los intelectuales podrían desligarse de las viejas clases, para comenzar a producir intelectualmente para las clases sociales en ascenso (comerciantes e industriales). Pero a pesar de la emancipación lograda por los intelectuales, éstos irónicamente optaron en gran medida por elaborar una producción enfocada no en defender al sistema que los bendijo con libertad, sino en atacarlo. Si bien buscar una explicación satisfactoria a tal conducta conllevaría un vasto análisis histórico-cultural, el fin de este artículo es dar simplemente una breve aproximación al respecto, y para ello es menester retroceder hasta el siglo XV.
A comienzos del siglo XV, ante los cambios substanciales que provoco en Europa la expansión del libre mercado, ciertos sectores que habían sido desplazados por la burguesía en ascenso, intentaron formar una corriente crítica, reaccionaria contra estos cambios. En general estos pensadores provenían de sectores favorecidos por las viejas clases dominantes como los señores feudales, o desde instituciones eclesiásticas.
Así es como nacería una corriente de pensadores que desarrollaron “utopías sociales”. Estas consistían en proyectar un mundo idílico, casi perfecto, en donde se lo contrapone a los defectos de la realidad en la que se vive, demostrando que de alguna forma sería posible alcanzar dicha situación, mediante la negación de los principios del modelo que se intenta criticar. De esta corriente el precursor y más famoso de todos fue sin dudas Platón, en su obra La República, quien serviría de inspiración a quienes se oponían al nuevo modelo económico que se venía consolidando en los siglos XV y XVI en Europa. Sin embargo no fue sino hasta el siglo XVI en que Tomás Moro publicaría su obra más conocida: “Utopía”, reviviendo así esta corriente. Otros autores fueron Tomaso Campanella con “La Ciudad del Sol”, Francis Bacon con “La Nueva Atlántida”, James Harrington con “La Republica de Océana” o Gabriel Malby con “Foción” (este último, más reciente).
Todos ellos contraponían al presente, del cual sólo remarcaban sus aspectos más negativos, utopías, ciudades y países inexistentes ante los cuales la realidad sólo se hacía más atroz, tratando así de proyectar su incapacidad de adaptarse a los nuevos tiempos y el malestar que esto les provocaba, al resto de la sociedad, convenciéndolos de que si la modernidad había otorgado algunas mejoras, éstas palidecían frente a las utopías que venían a ofrecer.
Esto daría nacimiento a uno de los mitos que impregnó el pensamiento europeo siglos después: el mito de la edad de oro. Es que para esta corriente, lo más semejante que el hombre vivió a esas utopías, fue en el pasado, antes del advenimiento de la modernidad y el libre mercado. El mito del buen salvaje del ginebrino Jean Jacques Rousseau en el siglo XVIII se inspiraría en este mito, el cual no es más que la concepción mesiánica de un paraíso bíblico perdido, impregnando a esta corriente de una fuerte impronta católica, la cual serviría de inspiración al socialismo utópico, que, a su vez, sería el principal antecedente del marxismo.
Sumado al aspecto material, de perdida de condición social, se podría sumar otro de índole cultural. Y es que como plantea le escritor Rubén Zorrilla, para el intelectual, “trabajar para” el comerciante o el industrial era humillante por una cuestión de valoración. Esta nueva clase social era percibida como “inferior”. Veían en estos burgueses y en su actividad algo “sucio”, “degradante”. Esta concepción no era propia de la época, sino que como asevera la filósofa Ayn Rand, era un prejuicio heredado de antaño, que consideraba a la producción material como algo degradante, no apto para clases “intelectualmente superiores”, sino más bien algo propio de esclavos o siervos. Esto no solo explicaría el porqué del rechazo de la clase intelectual al comercio y la industria, sino también el porqué de que en la actualidad inclusive, muchos jóvenes de familias pudientes desprecien el patrimonio familiar optando una profesión ajena a lo técnico/empresarial, y enfocado a lo humanístico, incorporando a la postre, una prédica completamente enemiga de la libertad y la modernidad.
El siglo XX nos ha dado experiencias lamentables de los resultados de corrientes contrapuestas al liberalismo y llevadas a la práctica, como fueron los casos de la Unión Soviética, China, o la Alemania nazi.
La derrota alemana en el ‘45, la caída del muro de Berlín, la apertura comercial de China, entre otros, son ejemplos de cómo la humanidad supo sobreponerse desde sus errores, y de cómo comprendió que la utopía del paraíso idílico con que quisieron engañarla antes, no se encuentra en el pasado, sino construyéndose constantemente en el presente, y proyectándose a futuro. En lo que va del siglo XXI, en Latinoamérica estamos asistiendo a un repunte de estas corrientes, bajo una nueva ola de intelectuales que ha venido a atacar los principios del liberalismo, y frente a los cuales no hay otra posibilidad que un contraataque intelectual en defensa de estos valores y así procurar evitar repetir los errores del pasado.