Es bien sabido que la verdad no cambia de acuerdo con nuestra capacidad para “digerirla”, como decía Flannery O´Connor, porque existe un sistema de “leyes naturales” demostrables por vía de experimentación, que constituye una base sobre la cual es posible realizar algunas predicciones generalmente inalterables. Esto ocurre, por ejemplo, con la física y la química.
Pero también sucede en alguna medida con la economía, cuyas leyes se basan en las costumbres de una sociedad a través de ciertas preferencias, determinadas por el propósito innato de progreso y bienestar personal de cada uno de sus habitantes.
El “mercado” no es pues solamente un sujeto de especulación, como cree el imberbe ministro Kicilloff al tratar de imponer prejuicios sobre su influencia en la economía. Es, en realidad, algo inseparable de cuestiones más complejas que conciernen al comportamiento del ser humano en general, como ocurre con su posición frente a la política o la religión.
El “catedrático” preferido de Cristina Fernández, debería asistir a algunas sesiones de terapia con sus padres (psiquiatra y psicóloga, según ha trascendido) para aprender algo más sobre la teoría del comportamiento del hombre en la sociedad.
La aplicación de métodos científicos para la correcta interpretación del mercado, permite advertir además la relación que tiene con distintas costumbres, necesidades y apetencias del individuo, que determinan finalmente el éxito o el fracaso de las políticas económicas de un gobierno.
Por otra parte, es éste mismo el que contribuye a menudo, con intervenciones maliciosas, para que dicho mercado se oriente en alguna dirección de sus preferencias, con el fin de imponer ciertas “reglas” que equilibren pujas distributivas que no acierta a identificar correctamente.
Podríamos agregar que esto ha constituido la esencia del “drama argentino” de los últimos treinta años, en los que políticos de distinto signo se han sentido “agraviados” por su existencia, utilizando una increíble artillería verbal para combatirlo, intentando desacreditar así lo que denominan “presión del mercado”, que sostienen es consecuencia del “capitalismo salvaje” (sic); sin detenerse ni un instante a considerar el ascenso que ha experimentado dicho capitalismo a través de la historia, en respuesta a las preferencias temporales de individuos de carne y hueso.
Los pensadores de cada época sostuvieron siempre que la acumulación “natural” de capital debía ser el objetivo principal de las políticas nacionales, y el dinero, sobre cuyo valor se establecieron las transacciones comerciales, gozó siempre de una aceptación generalizada pues con él se podía (y se puede) comprar cualquier cosa, dependiendo de su cantidad en especie.
Por otra parte, para gozar de los beneficios de cualquier sistema de bienestar, es necesario estimular la presencia de consumidores que deseen ahorrar e invertir su dinero en “herramientas” (capital) aptas para estos fines, que sirvan para atender las “preferencias temporales” a las que nos hemos referido.
Todos aquellos ideólogos que tratan de “orientar” la actividad económica haciendo caso omiso de esta realidad, terminan fracasando. Esto no impide que de tanto en tanto salgan a conquistar ese mercado “¿abyecto?” para que el mismo les provea un oportuno salvavidas, como ocurre con las recientes emisiones de los nuevos Boden y Bonar (con tasas de interés cuasi estrafalarias), propiciadas por un confesado “admirador”(¿) de John Maynard Keynes, a quien falsea doctrinariamente según le convenga.
A quienes pretenden desviar su naturaleza esencial, les dedicamos entonces una frase humorística de Samuel Butler: “Existen dos grandes reglas en este mundo: una general y otra particular. La general es que todos podemos comprender la índole de algunas cosas si hacemos el esfuerzo debido. La regla particular es que una enorme cantidad de individuos resultan ser, desgraciadamente, una excepción a la regla general”.