Desde que los Kirchner desembarcaron en la Casa Rosada, no han dejado de desafiar con la palabra a cuanto factor de poder se interpuso en su camino. Quizá haya sido esa la obnubilación inicial que embriagó a los sectores progresistas y los sumió en un enamoramiento primaveral del que no todos pudieron zafarse.
Dicho sea de paso, cuando los “progres” pierden su sentido crítico, se vuelven conservadores (y de los peores, porque creen que siguen siendo progresistas).
Con el típico cliché vanguardista que arremete contra las formas tradicionales para caricaturizar al status quo, avanzaron con bravuconadas de grafiti sobre los apoltronados cotos castrenses, la recalcitrante jerarquía eclesiástica, la opulencia terrateniente de la “Patria Ganadera”, los grupos económicos concentrados de la “Patria Financiera”, el sindicalismo más encumbrado, los medios de prensa hegemónicos, las dinastías aristocráticas que se adueñaron de la familia judicial.
Sólo una fascinación adolescente explica por qué a los revolucionarios infántulos les robó las banderas un tipo como Milani; por qué quienes hasta hace 5 minutos destilaban clerofobia debieron postrarse rostro en tierra ante Francisco; por qué entre las mil flores de Néstor hay cardos de la talla de Insfrán o Alperovich sin que la juventud maravillosa siquiera gesticule; por qué se les interrumpe la sinapsis sin que se les viole la inocencia ante la obscenidad de Amado Boudou como vicepresidente de un gobierno revolucionario.
Y si bien es cierto que los guionistas del oficialismo han demostrado cierta eficacia para rotular momentos críticos a base de consignas, no lo es menos que el éxito halló un límite: no es a prueba de fantasmas.
Hace casi 50 días que el gobierno de Cristina Kirchner pelea con Alberto Nisman. La presidenta todavía no entendió que puede y debe enfrentarse al fiscal en ocasión de defenderse ante la denuncia que ella y su séquito todavía tienen en la justicia por el presunto encubrimiento del atentado a la AMIA, pero lo que no puede hacer es confrontar con él en la causa judicial que se instruye para averiguar las dudas que rodean la muerte del propio Nisman. Ahí no. Ahí Nisman es la víctima. La batalla se la debe dar al fiscal que la acusa, no al padre de familia fallecido, no al hijo muerto, no al hermano ausentado, no al ciudadano que perdió la vida hace casi dos meses y todavía no hay un relato coherentemente hilvanado acerca de qué es lo que puede haberle pasado. Alguien debería advertirle a la presidenta que no es por ahí. Y si encima se agregan operaciones de prensa berretas, que no persiguen otra cosa que embarrar la cancha, el salvoconducto a un oficialismo cloacal está a la orden.
En las sociedades actuales, fuertemente signadas por la heterogeneidad, cuesta mucho encontrar ocasiones unívocas para los festejos (aquí no pudimos ni siquiera celebrar el segundo puesto que obtuvimos en el último mundial de fútbol…). Sin embargo, hay alguna evidencia que ante el fenómeno de la muerte sí se puede cerrar filas de manera indubitada. La congoja que genera la muerte, puede ser todavía el último sitial común de una sociedad en transformación. Se supone que CFK lleva como nadie el pulso de la vida política del país, pues bien: acaba de desperdiciar, tal vez, la última oportunidad que le quedaba a su mandato para propiciar una cadena de unión entre los argentinos ante el dolor. Esa era la senda.
Sin embargo, el kirchnerismo siempre opta por panfletos como: “La democracia no se imputa” (y mejor no toquemos el tema de las imputaciones…), o por la zozobra de regar con rumores de golpe por doquier. En vesión soft, el gobierno instaló fantasías desestabilizadoras con una tremenda irresponsabilidad política, al tiempo que se revelan como coartadas bastante inverosímiles para un gobierno que aniquiló la división de poderes colonizando la justicia, disciplinando el debate parlamentario y domesticando cuanto mecanismo mitigador del presidencialismo existe. Como si fuera poco o todavía quedaran dudas del régimen hegemónico, Cristina Kirchner controla las fuerzas armadas, se aseguró el control de milicias civiles desperdigadas en todos los organismos del estado y tiene relaciones pasionales con prensa adicta y artistas amantes. Seré curioso, ¿quién, con qué y desde dónde le daría un golpe a la Señora?
De igual modo y para reforzar el faltante de buenos consiglieri, tampoco parecería ser una buena idea profundizar el argumento de que la Presidenta de la Nación goza de libertad de expresión. Seré claro: Cristina Elisabet Fernández sí tiene derecho a expresarse; más todavía: por imperio del principio de reserva del Art. 19 de la Constitución, como cualquier otra persona física, está facultada para hacer todo lo que no le esté expresamente prohibido. Empero, ocurre que esa misma pauta interpretativa se invierte cuando se trata del poder, en tanto sus órganos sólo pueden hacer lo que les está expresamente reconocido. Por otro lado, como abogada exitosa, sabrá que las instituciones (como la presidencia de un país) no tienen derechos humanos (como el de expresarse). Parece mentira, pero en la Argentina se discuten derechos fundamentales de primera generación.
¿Es preciso aclarar que uno se expresa acogiéndose a la libertad de decir lo que piensa en al año 2015? Parece que sí…
A todo esto, en el eclipse ya de estos señalamientos, conviene que el gobierno no desatienda al #18M, pues quizá nuevamente una marea humana se vuelque a las calles, sobre todo si la Señora Presidenta la prepotea.
En primer lugar, fue grueso el error de considerar a la justicia un partido político, y mucho peor fue decir que ese partido quería voltearla. Siendo los partidos la forma clásica de participación en los sistemas democráticos, decir que los partidos voltean no habla muy bien ni de la comprensión más íntima que el gobierno tiene de la participación ni de su apego a la democracia.
En segundo lugar, la gente que marchó no fue por la cabeza de la Presidenta; en todo caso, fue para custodiar la propia. Casi dos meses nos separan de la muerte de Nisman y no sabemos si caratularla como suicidio o como homicidio. Hay que parar porque, por más que haya “un pueblo, un proyecto, una conductora”, lo cierto es que el país carece de personalidades con sentido de grandeza y nadie puede garantizar que esto no se desboque. En efecto, a nadie le sorprende nada. Vivimos sin referencias, un clima peligrosamente ideal donde comienza a naturalizarse que los argentinos debemos adaptarnos a nuevas coordenadas de la “vida política”. La violencia se instaló, no sólo que no nos llama la atención, sino que quizá tampoco nos causaría extrañeza que se profundizase. Ese fue el significado del #18F. Y es el mismo que volverá a tener el próximo 18 de marzo, porque CFK -como nadie- se ocupó de sacralizar ese día al no tener los reflejos suficientes para advertir que al país que gobierna le mataron un fiscal, un hombre de los poderes constituidos del estado.
Y en mi reflexión final, quiero hablarle a usted, Señora. Y quiero hablarle sobre esa visión de la política que usted porta, esa que la hace sentirse un poco la mamá de todos; y, lógicamente, se desilusiona ante la ingratitud de algunos de sus hijos. Aceptando aún el desafío de ingresar en esa autoritaria forma de concebir las relaciones entre gobernantes y gobernados, creo entender lo que le pasa: usted no se resigna ante el acto emancipatorio de “matar al padre” (en este caso, a la madre y simbólicamente, claro está). La ciudadanía le ha dicho que buscará su destino, independientemente de quién sea usted; y la búsqueda de ese destino consiste en no sucumbir ante la muerte y aferrarse a la vida. Desde luego que quiero pensar que usted comparte este instinto de supervivencia, pero lo que usted no puede digerir es la idea de que haber sido declarada prescindente. La sociedad marchó hacia la vida sin usted. Y volverá a hacerlo, con su venia o sin ella.
Y este es el punto: por primera vez, en casi 12 años de estrellato, la destronaron con un grito silencioso: “Cristina, sos una más”. Usted no puede tolerar esa idea de igualdad. No hay caso. Disfruta, sádicamente, igualando para abajo, pero no hay forma de que usted reconozca a otros como iguales y, consecuentemente, se relacione con ellos en pie de igualdad. En algún sentido, Señora, le asiste razón: usted, no es igual a todos nosotros. Y no lo es por las responsabilidades excluyentes que en términos republicanos le caben, mas no por los privilegios de una nostalgia monárquica que usted impunemente usufructúa. Por eso, cuando juega a ser “una más”, le queda tan forzado. Y se nota, Señora. Créame.