Alberto Nisman era un fiscal distinto a los demás. Tenía oficinas grandes y luminosas frente a Plaza de Mayo y a metros del Cabildo, lejos de Tribunales. Contaba con un presupuesto anual que le giraba la Procuración y que él podía administrar a su criterio, además de un sueldo superior al de un juez federal o al de casi cualquier gerente de una empresa internacional. Tenía además cuarenta empleados de planta y otros colaboradores externos a su fiscalía, como su asesor legal Claudio Rabinovich y un experto en informática, de nombre Diego Lagomarsino, al que contrató por su cuenta para encriptar sus archivos y sus computadoras.
Había cambiado mucho su modo de vida y su aspecto, tanto que resultaba irreconocible al fiscal de años atrás, cuando usaba bigotes y parecía excedido en peso. (...) Su abrupto interés por la coquetería coincidió con su separación. No sabemos qué fue primero, si la separación de Arroyo Salgado o el repentino cuidado de su aspecto. En ese tiempo también alquiló un departamento en una de las torres más lujosas de Puerto Madero, la torre Le Parc, una de las preferidas por las más ricas y ortodoxas familias judías.
(...) Allí vivían y viven políticos afortunados, dirigentes sindicales millonarios, empresarios, futbolistas de bien pie y vedettes o acompañantes. (...) Allí se fue a vivir el fiscal Nisman. A un departamento de 84 metros en el piso trece de la torre Le Parc (...)
Estaba su prestigio, además. A Nisman se le abrían puertas importantes dentro y fuera del país. Podía ingresar cuando quisiera a la Procuración, lo invitaban a congresos, a eventos importantes. No sólo tierra adentro.
Viajó por el mundo averiguando cosas para su investigación o dando informes y conferencias. Viajó a Detroit, a Nueva York, a Washington. Viajó a Lyon, viajó a Israel. En todos esos viajes se había codeado con jefes de servicios de espionaje, con congresistas, con magnates, jefes de policía, ministros y jueces cortesanos. ¿Quién iba a decirle algo a Nisman? Tenía el respaldo de la SIDE, tenía el apoyo del gobierno (o eso creía) y se sentía protegido por la dirigencia judía, que si bien nunca estuvo fascinada con él, siempre le reconoció una virtud nada menor: en todos estos años, Nisman se las había ingeniado para mantener con vida a la causa AMIA.
Desde que se hizo cargo del expediente, habían pasado seis años con poquísimas novedades, pero él había logrado agitar a los Tribunales y al Congreso con sus pedidos de captura y sus acusaciones, lo que permitía mantener con vida un caso que se podría haber convertido en cadáver hacía mucho tiempo. No era poco. Era difícil imaginar que la causa encontrara alguna vez una verdad contundente sobre lo que había pasado. Pero podía arrimarse a esa verdad y de paso ser funcional al sostén de la memoria colectiva. El caso AMIA, sobre todo, no tenía que morir. Y Nisman se ocupaba de eso. (...)
Nisman era un fiscal distinto a todos especialmente porque pagaba como nadie sus privilegios, viviendo bajo tensión permanente. Cada día de su vida. Nisman tenía custodia permanente. Se despertaba cada mañana y debía informarle a sus custodios que se había despertado. Si quería ir al cine con sus hijas, tenía que ser acompañado por un policía en el fondo de la sala o en la puerta. Si quería salir de noche y dejarse llevar por la noche, debía coordinarlo con sus custodios.
No podía tener un amorío sin que lo supieran los custodios. (...)
Desde 2005, Nisman vivía rodeado de miedo. Convivía con él. Las amenazas eran permanentes. Amenazas a la Unidad Fiscal, amenazas a su teléfono o a su correo electrónico. Ocurría cada tanto, cuando aparecía en los medios o hacía alguna presentación. De inmediato llegaban mensajes anónimos, cobardes, generalmente racistas, donde lo acusaban de jugar el juego de la CIA y el Mossad, donde lo insultaban y lo llamaban malnacido, donde le advertían por su salud o la de sus hijas. Es cierto que la mayoría de las amenazas no pensaban ser ejecutadas jamás. Pero, ¿se puede estar totalmente seguro? ¿Podía él, que estaba parado sobre 85 cadáveres?
El miedo también venía de lejos. Poco después de pedir la captura de los iraníes, a Nisman le llegó la información de que el líder supremo de ese país, el religioso Alí Khamenei, había firmado su condena a muerte, una Fetuá o Fatwa, como se la conoce en Occidente, una decisión similar a la que persiguió por años y por todo el planeta al escritor Salman Rushdie. ¿Significaba eso que podía ser asesinado de un momento a otro por un fanático islámico? Nadie podía saberlo, pero a nadie le gustaría estar en esas listas de la muerte. Y Nisman estaba o eso creía o eso le habían hecho creer. La muerte violenta era una opción en su vida. Así había sido desde que se hizo cargo del caso y lo seguiría siendo, hasta el último día, hasta que esa muerte violenta se hizo presente.
Nisman era un fiscal distinto a todos los demás. Por eso tenía un empleado que le protegía la computadora para evitar filtraciones. Por eso tenía un Nextel que le había dado Jaime, en teoría un teléfono inquebrantable a los oídos ajenos. Y por eso tenía custodia, esa custodia que lo iba a acompañar, más o menos, hasta el final.
Por todo eso se explica la reacción que tuvo el sábado 25 de marzo de 2011, cuando el periodista Hernán Dobry lo llamó para conocer su opinión sobre una primicia que estaba a punto de publicar el diario Perfil. La primicia llevaba la firma del periodista Pepe Eliaschev. Se publicó bajó el siguiente título: «El gobierno negocia un pacto secreto con Irán para olvidar el atentado».
El título era impactante. Y era sólo el comienzo. El gobierno de la presidenta Cristina Kirchner -decía Pepe- estaría dispuesto a suspender de hecho la investigación de los dos ataques terroristas que sufrió este país en 1992 y 1994, en los que fueron destruidas las sedes de la embajada de Israel y de la AMIA en Buenos Aires, según revela un documento hasta ahora secreto, recientemente entregado por el ministro de Relaciones Exteriores de la República Islámica de Irán, Alí Akbar Salehi, al presidente Majmud Ajmadineyad. El canciller iraní le asegura en su informe al presidente Ajmadineyad que «la Argentina ya no está más interesada en resolver aquellos dos atentados, pero que en cambio prefiere mejorar sus relaciones económicas con Irán».
La nota se completaba con datos muy precisos. El informe secreto, según decía Pepe, había comenzado a ser analizado en las cancillerías de varios países y fue redactado luego de la reunión que el canciller argentino, Héctor Timerman, mantuvo con su contraparte de Siria, Walid al-Mohalem, y con el propio presidente Bashar al-Assad el 23 y 24 de enero en la ciudad siria de Alepo.
Desde el diario Perfil llamaron a Nisman para publicar su reacción frente a la primicia. Pero encontraron a un fiscal furioso, desatado, en uno de sus días de locos. Que eso no podía ser. Que eso era falso. Que el gobierno jamás haría una cosa semejante. Que estaban a punto de publicar una infamia. Que la denuncia de Pepe era una farsa impresentable.
Por supuesto, el gobierno también salió a desmentir el artículo y Timerman acusó a Pepe de pseudoperiodista. Típica reacción de un tiempo de fractura total entre el oficialismo y el periodismo crítico.
La sorpresa de Nisman, por otra parte, era comprensible. Y para él desgarradora. ¿Cómo podía ser cierto un pacto con los iraníes? Era impensable y además era incoherente. Hasta ese momento los Kirchner no sólo apoyaban, sino que apuntalaban cada paso que daba Nisman. Lo demostraban los diálogos que había tenido el fiscal con los hombres de la Embajada de EE.UU., esos encuentros reflejados en los cables secretos de wikileaks.
Nisman se había quejado varias veces de cierta impericia o falta de insistencia del gobierno argentino en reclamar la captura de los iraníes acusados del atentado, pero en general tanto él como los funcionarios de la Embajada sentían el apoyo de los Kirchner, creían que para los Kirchner la línea de Nisman era la línea del Estado. En 2009, apenas un año y medio antes, la propia Cristina había hablado ante la asamblea de las Naciones Unidas pidiendo al mundo colaboración y reclamando acciones concretas a la República Islámica de Irán. Nisman sólo tenía que cerrar los ojos para recordarla a la Presidenta de los argentinos, de pie frente a los diplomáticos del mundo, clamando con convicción para que Irán extraditara a los funcionarios sospechados de haber participado en el ataque a la AMIA. Nisman sentía que aquello no podía ser cierto.
¿Y encima nadie le había dicho nada? ¿Ni siquiera lo habían consultado? No podía creerlo. Ni quería hacerlo. Pero no todos reaccionaron igual. Hubo alguien que se tomó la nota muy pero muy en serio. Exacto: ese alguien fue Jaime Stiuso. Con el diario en la mano, ese domingo se juró que iba a encontrar a los culpables del pacto. (...)
Entre septiembre de 2011 y marzo de 2012 ocurrió algo inesperado para todos en La Casa. Tal vez haya sido un reflejo del avance de la investigación que llevaba Arroyo Salgado contra los espías Iván Velázquez y el grupo de espías acusado por Jaime y Pocino años atrás. O tal vez hayan sido los primeros indicios del declive del superagente, que llegaron en la forma de un latigazo, como un golpe humillante. Eran un vuelto, sin duda. Un vuelto a las tropelías de la Secretaría o a las investigaciones de la Secretaría. No hay otra manera de explicar la formidable cantidad de información que comenzó a circular en Internet sobre Jaime y sus principales colaboradores. (...)
Ahora, aquí, entre nosotros, lo que se iba a romper era el código del silencio entre espías, ese que impedía que las peleas entre ellos trascendieran los muros del secreto. Un grupo de hackers criollos inventó otra página, leakymails.com, pero con información rescatada del grupo de Velázquez. O era información aportada por el propio Velázquez desde el exilio o bien era información robada de la base de datos de su grupo. Lo seguro es que era información verídica o al menos eran carpetas de Inteligencia real, similares a las que se acumulaban en la planta baja de 25 de Mayo o a las que acumulaba Jaime, sólo que esta vez los blancos, los objetivos, los incluían a Jaime y a sus principales hombres. (...) En leakymails había de todo. Correos electrónicos, cuentas secretas, fotos, informes confidenciales, datos sobre sus propiedades, nombres de sus empresas, intercambios de correos con sus amantes, citas con amantes por encargo. El universo privado de Jaime y sus muchachos estaba siendo develado y delatado en Internet. Justo contra él, que se jactaba de saberlo todo sobre el espionaje informático. La información circulaba por la red accesible para cualquier vecino. (...) Sobre Jaime, había datos relevantes de su principal empresa, Digital Tape, que mostraban que era una empresa bien activa y que tenía muchos y variados clientes, a los que les vendía ya no casetes vírgenes (ese había sido el origen del negocio) sino también computadoras, baterías y tecnología para estudios de grabación, cámaras y más. Entre sus clientes había productoras de televisión, empresas de tecnología, clientes particulares. De esa información surgía, además, la influencia o la aparente influencia de Jaime en la designación de jueces o fiscales. Le pedían a él, al director general de Operaciones de la Secretaría, para que empujara designaciones en San Martín, en La Matanza, en Comodoro Py. ¿Conseguía Jaime lo que le pedían? Ya lo había hecho con Arroyo Salgado. Y fue ella quien, otra vez, fue llamada a colaborar.
Para frenar en parte el daño causado por leakymails, desde el juzgado federal de San Isidro se enviaron oficios a los diarios prohibiendo la divulgación de información. El argumento de la jueza era la aparente violación de secretos de Estado, los que protegen a los espías de la mirada ajena, en teoría por la seguridad nacional. ¿Eran los negocios de Jaime y sus amigos secretos de Estado? ¿Lo son? Por supuesto, la jueza actuaba a pedido de los espías; no del Estado. La información que se intentó divulgar a través de leakymails incluía carpetas de Inteligencia sobre objetivos políticos. Sobre los objetivos de la SIDE en ese tiempo. Información que no podía ser de un grupo marginal de espionaje privado, sino el producto de una gigantesca e innecesaria maquinaria de la burocracia del espionaje.(...)
Había seguimientos realizados entre 2002 y 2006. Pero además confirmaba, con documentos, lo que todos suponíamos desde afuera. Que la Secretaría, en nombre de la defensa de la seguridad de la Nación, hacía seguimientos y controles sobre dirigentes opositores, sobre funcionarios judiciales como Daniel Rafecas, Guillermo Gordo, Carlos Cearras. (...) Allí estaban las carpetas de Raúl Castells, de Jorge Ceballos, de Néstor Pitrola, de Víctor De Genaro, de Fernando Esteche. (...) Y allí estaban las fotos y los datos de Toti Flores, Nina Peloso, el Perro Santillán, Jorge Altamira, Juan Carlos Alderete. (...) También periodistas. También empresarios. Había correos privados. Contactos telefónicos. Reuniones. Citas. Un montaña de información, seguramente inútil, salvo para hacer daño.