En los medios, la opinión pública y la dirigencia política y social parece haber cierto consenso generalizado sobre la idea de que “meterse con la vida privada” de los muertos representa una flagrante injusticia. Una especie de abuso moral, ético, de autoridad o todo eso junto, dado que, según se supone, los muertos no pueden defenderse.
Tal razonamiento de índole filo religiosa choca de nariz contra un concepto básico de la ciencia criminalística: los muertos hablan y, a veces, lo hacen hasta con mayor locuacidad y contundencia que los vivos.
Así como la primera postura se origina en una tal vez piadosa verdad de Perogrullo, la otra representa una metáfora que, aparte de a la medicina forense, inspira desde siempre a novelistas y cronistas de policiales.
Así como en un cuerpo sin vida puede haber infinidad de datos que ayuden a reconstruir las razones de un deceso, violento o no, es posible hallar en las circunstancias vitales previas de la víctima informaciones que permitan determinar los móviles de un homicidio o de un suicidio. Muchas de tales alternativas pueden haber sido privadas, es decir, ajenas a la esfera de lo público. Y la conformación psicológica del difunto, acaso su más privadísima esfera, tanto puede ayudar también a buscar verdades esquivas. Vamos al grano.
Si el fiscal Alberto Nisman mantenía vínculos familiares tormentosos; si era fiestero y transitaba flor de cincuentazo; si le gustaba mucho la plata (la que recibía en negro inclusive); si era coqueto y ansiaba poder y detestaba tanto perder como gozaba mandar; si era un gran narcisista, un ciclotímico, un habitual consumidor de Rivotril, todo ello podría ser, como las paredes de un laberinto, la indicación de un camino con salida o sin ella.
Un narcisista no da el perfil clásico de un suicida, coinciden los expertos consultados por revista Noticias para lograr una aproximación periodística a la autopsia psicológica que la Justicia demora sin explicar razones. Pero un narcisista al borde del abismo, de perderlo todo empezando por su armadura, ¿daría esa contextura eventual?
¿Cuál era el verdadero Nisman? ¿El vehemente acusador del poder de sus últimos días? ¿El manso alineado con ese mismo poder? ¿El desenfrenado muchachón de las fotos de Cancún y las disco? ¿El adulto que lloraba por las demandas afectivas de sus hijas? Era todos esos a la vez, tal parece. La cabeza humana es compleja, multicolor, inestable. ¿Quién era Nisman? ¿El acusador certero que estuvo a punto de llevarse puesto un gobierno? ¿Un bravucón vendehumo de último momento? Imaginemos a Nisman vivo en medio de las circunstancias que se desarrollaron post mortem: expuesto en público y ante sus hijas con chicas lindas y champán; desacreditado profesionalmente en la Cámara Federal; despedido y, por lo tanto, sin fuente de recursos ni prestigio.
En lo personal, 18 años atrás me tocó hacer un curso acelerado en esto de rechazar primero, soportar a regañadientes más tarde, entender después y por fin aprender por qué resulta procedente “meterse en la vida privada” de una víctima.
Se trata de un ejercicio áspero, amargo, que en un principio huele a vejatorio.
Cuando en enero de 1997 asesinaron a José Luis Cabezas y pronto la investigación se concentró en verificar sus relaciones íntimas, eventuales deslices y modos de ingresos, nos sentimos agraviados por lo que considerábamos insultos al que no podía hablar para defenderse. Fueron nuestros propios abogados, Oscar Pellicori y Norma Pepe, quienes nos explicaron paso a paso las ventajas que podrían arrojar esos incómodos pasos judiciales. Y decidimos colaborar también en esa línea de la pesquisa. Si no hubiese quedado acreditado sin ningún lugar a dudas quién había sido Cabezas en vida cuando nadie lo veía, tal vez los intereses políticos, mafiosos y policiales entremezclados en el caso hubiesen logrado cerrarlo por el lado de un “crimen pasional” o una “extorsión a una prostituta marplatense”.
En el Caso Nisman, la hipótesis del suicidio no ha sido descartada. Y sus relaciones íntimas se entremezclaban con las de tipo profesional y los eventuales interesados en matarlo. Los muertos hablan. También sus camas, sus copas, sus fotos de smartphone y hasta el más imperceptible de sus modales cotidianos en soledad o buena compañía (revista Noticias).