Hace tan sólo unas semanas atrás, Diana Conti y Carlos Kunkel, ambos diputados de lo que se conoce como el núcleo duro del kirchnerismo, llamaron al orden a Florencio Randazzo para que no descalifique a Daniel Scioli y menos que menos tenga la osadía de compararlo con Mauricio Macri o Sergio Massa.
En la noche del regreso de Marcelo Tinelli a la televisión, el gobernador de la provincia de Buenos Aires se prestó con gusto al show del que también participaron el jefe de Gobierno porteño y el líder del Frente Renovador.
Si algo diferenció a Scioli, fue en la destreza para la adaptabilidad a la tinellización de la política. En la competencia de gestos y sutilezas salió airoso, mientras sus contrincantes pasaron por no pocos momentos de notable incomodidad.
Karina Rabolini hizo su destacado aporte al espectáculo, demostrando que está formada en la escuela incombustible del sciolismo. Si en Scioli pudieron captarse rasgos del cinismo que caracteriza a un Francis Underwood criollo, su esposa estuvo a la altura de la amable perversidad de Claire.
Mientras esto acontecía en la gran pantalla, Randazzo disparaba alegatos desesperados en 140 caracteres desde la periferia marginal de Twitter.
Al otro día, los indignados oyentes de la Radio Pública inundaban de protestas los programas de culto, confesando que escuchaban estos programas para no tener que oír ni hablar del monstruo Tinelli y sin embargo los periodistas también claudicaban, dedicándole alguna sofisticada columna para explicar el fenómeno aberrante.
Tinelli y Magnetto son socios de Cristóbal López, el empresario dueño de un multimedios marcadamente oficialista. Por esto, alguien sintetizó que el programa de Tinelli se convirtió en “la Moncloa” de la famosa grieta argentina.
Cada batalla cultural tiene la Moncloa que se merece. La comedia de la década ganada encuentra su escenario de reconciliación en el espectáculo banalizado del producto más perfecto de la televisión noventista.
Scioli se va erigiendo en símbolo de una peculiar “unidad nacional” que va desde el establishment hasta el “núcleo duro”. Para unos es el mal menor porque, pese que puede contener a un impotente kirchnerismo más o menos marginal (que le permita hacer “como sí” fuera nacional y popular) da más garantías de orden que permitan el “progreso” (que en su lenguaje eufemístico es sinónimo de ajuste). Para los otros, es el mal menor porque después de todo no es Macri, y suponen que permitirá la convivencia en su seno para evitar que no se vaya “tan a la derecha”.
Fueron más de veinte años de sufrida historia nacional para llegar al mismo lugar. El “compañero Scioli” —como lo llamaron Conti y Kunkel— cierra el círculo de la obra restauradora del kirchnerismo y lo hace al ritmo del baile desde el corazón mismo del eje del mal. El resto, a llorar a Twitter.
El único problema que tienen todas estas ilusiones de una dulce reconciliación de la mano de un centro perfecto, es que el kirchnerismo pese a su voluntad fue una expresión deformada de la emergencia de una crisis histórica no resuelta. No fue el producto de una derrota (como el menemismo), sino el hijo bastardo de una impotencia.
Las relaciones de fuerzas estructurales han permitido una recomposición social que cada tanto emerge contenida bajo la forma de paros generales (la administración de Cristina Fernández lleva acumulado cuatro en su haber).
Las trabadas negociaciones salariales por el programa de ajuste que ya está proponiendo el gobierno para estas paritarias, llevaron a la amenaza de una probable nueva huelga de los estratégicos gremios del transporte, que puede convertirse en un nuevo paro nacional a principios de junio.
Más allá de la eventualidad o no de la realización de la medida, el hecho mismo de la amenaza demuestra que existe una oposición social por izquierda (más allá de la ideología de muchos de los dirigentes sindicales) y que esté fenómeno también está encontrando su expresión electoral.
En la pelea cotidiana por la defensa de sus condiciones de existencia, millones de personas y sobre todo de la clase trabajadora, creen que el “nunca menos” es mucho más que un discurso de atril.
La vuelta de Tinelli evidencia que “sciolismo o barbarie” (parafraseando al periodista Martin Rodríguez) no son pares conceptuales opuestos, sino una y la misma cosa. Pero no necesariamente la única alternativa (Alfil).