El kirchnerismo se había impuesto con una victoria aplastante en las urnas y el 54 % pasaría a engrosar la escala de cifras sagradas. CFK acababa de revalidar sus credenciales para un segundo mandato y la estruendosa Elisa Carrió vaticinó que comenzaba “la resistencia al régimen de Cristina Kirchner”.
Allá lejos, desde el otracismo que le propinó un raquítico 1,87 % a sus aspiraciones presidenciales, la jefa de la Coalición Cívica parecía desconocer tanto a la mandataria reelecta como a sus votantes: “Hoy, el 54 % del pueblo de la República, junto con la Presidenta, son los únicos responsables del destino de la Nación”, soltó con un dejo marginal aunque sin abandonar su habitual estilo profético. Desconcertó a propios y ajenos. Nadie la tomó en serio. Yo tampoco. Y apenas cuatro meses le tomó a la primera mandataria desenvainar el “vamos por todo”.
El “vamos por todo” es mucho más que un slogan. El “vamos por todo” es un grito de guerra, muy afin al metejón castrense que el movimiento nacional jusiticialista profesa desde su fundación. El “vamos por todo” no es una consigna vacía. El “vamos por todo” es ansia fruitiva de poder desmedido. El “vamos por todo” no es ‘una manera de decir’. El “vamos por todo” es la síntesis de un plan sistemático para controlar la totalidad de las interacciones sociales.
La abrumadora mayoría kirchnerista ocupó la totalidad del espacio en el Congreso de la Nación, tanto para designar a piacere un funcionariado de primera línea de estirpe mafiosa (como Milani, Gils Carbó o la runfla que se aconchabó en la diplomacia) como sancionar de prepo iniciativas legislativas: la ley “antiterrorista” (2011 ); la expropiación de YPF y de la ex Ciccone Calcográfica, la reforma de la Carta Orgánica del BCRA, el “blanqueo de capitales” y la ley del “voto joven (2012); el acuerdo con Irán y la democratización de la justicia (2013); la codificación civil, comercial, penal y procesal penal express, la nueva ley de abastecimiento, la de hidrocarburos y la controvertida estatización de la Universidad de Las Madres (2014); el refritado de la Agencia Federal de Inteligencia, recientemente reglamentada (2015).
Todo eso sin contar el intento por deponer a Leandro Despouy de la presidencia de la Auditoría General de la Nación o las arremetidas constantes contra el Poder Judicial. Primero fueron eyectados Rívolo, Rafecas y el mismísimo Esteban Righi, para cortinar a Amado Boudou. Después, fueron a la caza de Campagnoli, Cabral y más recientemente del juez Claudio Bonadío. Y todavía no desisten del hostigamiento que con saña le infringen al veterano Carlos Fayt.
Mención aparte merece el magnicidio del fiscal Alberto Nisman. Un punto de inflexión en la vida doméstica de un país cuyos miembros parecen haber perdido sensibilidad. La pileta de aquietamiento que el gobierno utiliza como estrategia amansadora eclipsó nuevamente la capacidad de reacción cívica: hace 6 meses que Nisman apareció muerto en su departamento de Puerto Madero con un tiro en la cabeza después de haber denunciado a las máximas autoridades de la Nación Argentina. Pero hay que decir que (casi) todo ha ocurrido a la vista de la ciudadanía. Han hecho lo que se les vino en ganas: es verdad, pero con la venia indiferente de conciencias anestesiadas: eso también es cierto.
Ir por todo es eso: ir por todo. La propia presidenta ha repetido hasta el hartazgo qué deben hacer los saldos y retazos de su idea de pueblo: armar un partido y ganar elecciones (lo más peronista que se ha dicho después de: “Al amigo, todo. Al enemigo, ni justicia”). Al gobierno le parece que con ese endeble pronunciamiento democrático le alcanza para justificar la desatención de sus adversarios, cuando lo que está dejando entrever es que el compromiso con la diversidad es mera cosmética.
La involución política a la que el kirchnerismo nos ha llevado equivale a la clausura misma del sistema de partidos. Es tal el ninguneo a la oposición que el oficialismo decidió reconocerle mayor entidad a un multimedio. La astucia del ardid consiste en vaciar el espacio político desalojando a sus actores naturales y reconocer interlocutores válidos en agentes extraños al entramado institucional. Luego, como la arena política no la transita otra fuerza que el FpV, su pensamiento se revela como el único posible y por eso debe defenderse a como dé lugar, so pena de que sea la democracia misma la que perezca. Así, la batalla se libra al filo de la legalidad, en un clima de constante conspiración y con una épica revolucionaria.
No obstante, si a aprtir del 10 de diciembre el mapa político devuelve una composición lo suficientemente heterogénea como para que ninguna fuerza fagocite a las demás, es posible que tengamos una nueva oportunidad para jerarquizar la discusión política (las alternativas ya las conocemos).
En un escenario atomizado, integrado por minorías impotentes para oponer decisiones al resto, quien suceda a CFK deberá cultivar el diálgo y buscar consensos. Sin embargo, para la lógica kirchnerista, semejante temple es claudicar.
De ahí el dilema de CFK: no tiene dudas que Daniel Osvaldo Scioli es el hombre indicado de su espacio para internalizar coordenadas de trabajo racionales y pacifistas, pero también sabe perfetamente que para implementarlas, más temprano que tarde, el gobernador de Buenos Aires deberá romper con ella y su liturgia. Scioli no tiene alternativa: si quiere ser presidente debe asirse del poder, y si es la Señora quien lo tiene deberá disputárselo.
Pero la paradoja no la tienen sólo CFK y Scioli (hasta es posible que sólo sean dilemas aparentes si se considera que son políticos emergentes del embuste permanente), es la ciudadanía argentina la que tiene que explicar por qué deposita la esperanza en un hombre cuyo destino final es la traición. El electorado confía en que el presidenciable que lidera las encuestas traicionará al kirchnerismo ni bien llegue a la Rosada. Nada bueno puede salir de un armado tan ladino.
Con este panorama, guardar expectativas institucionales en la Argentina de nuestros días resulta altamente furstrante. Mostrarse perplejo ante la reducción al absurdo del discurso político es poco menos que ingeuno. Exhibir repugnancia ante las obscenidades de la autocracia imperante constituye una auténtica excentricidad. Oponerse al deseo como causa de justificación de los actos de gobierno es subversivo.
Hoy quiero confesarme un poco frustrado, bastante más ingenuo, dramáticamente excéntrico y saludablmente subversivo; entretanto, le debo un pedido de disculpa a doña Lila, espero quiera aceptarlas. Ciertamente, como sentenció hace unos días Ernesto Sanz, no queda más que la resistencia hasta el 10 de diciembre y el deseo (ilusorio, tal vez) de que el país encuentre una endija desde la cual redimirse.