“En un momentico tendrá agua para bañarse” me dijo cinco horas atrás el dueño de la casa de La Habana, a quien le había alquilado dos cuartos.
Con la paciencia del que asume esa experiencia de vida, la de compartir la realidad cotidiana de su anfitrión, me dedique a observar como tres lugareños intentaban contener las fugas de agua que brotaban por las uniones de la cañería. Era indiscutible que necesitaban cambiar esas reliquias, era innegable que la técnica cubano/argentina “lo atamos con alambre” ya no lo podía resolver.
La caminata de la mañana siguiente, a través de las calles no turísticas de La Habana, me dio una pista acerca del porqué del empecinamiento de los dueños de casa en emparchar y no reemplazar las piezas deterioradas. Las vidrieras anémicas de todos los negocios, ofrecían una mezcla rara de zapatos, jabones, juguetes, repuestos de bicicletas y elementos de plomería; imágenes más propia de una venta de garaje que de un comercio. Este mismo cuadro se repetía en las casas colindantes, en cuyas puertas se exponían a la venta los más insólitos artículos.
Calles viejas, centenares de viviendas lujosas en ruinas y un parque automotor que promociona como sello propio (los autos descapotados de los años 50) son el atractivo principal de La Habana, emblema del comunismo occidental; un comunismo que, paradójicamente, vive de la explotación turística de sus reliquias capitalistas.
Los sueldos de los empleados del estado rondan los 40 dólares mensuales, exactamente lo mismo que les cuesta alquilar una casa de un dormitorio a un cubano; esto torna imposible vivir solo de esa mensualidad. Por eso, el contrabando y la prestación de servicios a los turistas es el único medio que tienen los Habaneros de mitigar la miseria.
En este contexto y de la mano de una disminución de las restricciones a los particulares por parte del gobierno comunista, comenzó a florecer uno de los ejemplos más genuinos de capitalismo.
Alquileres de cuartos, medios de transporte de los más variados e insólitos, comida, guía turística y venta de artesanías, son algunos de los productos y servicios que motorizan la economía cubana. Los precios de este comercio nacen del libre acuerdo entre comprador y vendedor; miles y miles de acuerdos que fijan el precio de mercado de un suvenir, de un almuerzo o de un traslado en bici taxi.
Precisamente me contaba un chofer de bici taxi, que él, en un buen día de trabajo, ganaba los mismos 40 dólares que ganaba su madre por mes trabajando de enfermera. Así fue que descubrí que la empleada que ayudaba en la casa en la que me alojaba era una contadora jubilada que ganaba 12 dólares por mes, que la dueña de casa era una licenciada en letras; que la vecina, que también alquilaba habitaciones, era una economista y que el taxista que me llevó en su auto era un ingeniero informático. Un gigantesco despilfarro de recursos en formar profesionales, quienes, ante los pobrísimos sueldos públicos, optaron por atender el turismo.
Pero la paradoja no termina allí. Estos emprendedores independientes deben pagar tazas (por ejemplo 140 dólares mensuales por habitación en alquiler) e impuestos anuales por su trabajo independiente. El gobierno comunista “que todo lo provee” no solo no provee, sino que le chupa la sangre a estos emprendedores y confiesa su incapacidad y fracaso.
Hace muchos años, escuché a una política hacer una analogía que me pareció genial: A principio del siglo XX los relojes eran artículos de lujo, tanto que los ricos lo usaban con gruesas cadenas de oro; el comunismo (y el socialismo y los populismos también) tomó esos relojes, los desarmó y le dio una pieza a todo el mundo; todos tenían un pedazo de reloj, pero nadie tenía la hora. El capitalismo en cambio, produjo tantos relojes, que estos se volvieron tan económicos que hoy todo el mundo tiene reloj y tiene la hora.
El gobierno comunista de Cuba tomó las casas, los campos y los bienes de los cubanos, los dividió en pedazos y los repartió; ahora las casas son habitadas por 3 generaciones de familias más los parientes políticos y los campos están abandonados porque nadie quiere trabajarlos. El gobierno rompió el reloj y les dio a todos un pedazo de nada.
El pueblo cubano está produciendo el cambio, está generando riqueza, está leyendo el mercado, está demostrando que los demagogos, los intervencionistas y los grandes salvadores de los pobres, no son más que parásitos incapaces de producir, sanguijuelas que tienen que chupar la sangre de los que trabajan; sus discursos son cantos de sirena que engañan a las personas de buen corazón con promesas tan dulces como falsas, promesas que terminan chocando con la realidad de los arrecifes.
Por ello, ¡viva el pueblo cubano!, ¡Viva la libertad y el respeto del individuo!, ¡Viva la Rebelión de los Mansos!