La gira tuvo lo suyo. Donald Trump trazó en Arabia Saudita la frontera “entre el bien y el mal”. Reflotó de ese modo la teoría de George W. Bush, plasmada en el Eje del Mal, mientras firmaba el mayor contrato de venta de armas de la historia de los Estados Unidos. El plan: modernizar al segundo ejército mejor dotado de Medio Oriente, después del de Israel. Luego, en Israel y en Palestina, omitió en forma deliberada la mentada solución de los dos Estados.
En el Vaticano, más allá del mensaje conciliador del papa Francisco, el atentado de Manchester reforzó su hipótesis sobre el mal, encarnado en el terrorismo islámico.
Durante su primer peregrinaje internacional, Trump pretendía tomar contacto con las tres religiones monoteístas. Terminó jugando una partida múltiple de ajedrez. Atacó en todo momento a Irán, el otro líder de Medio Oriente, soslayando la represión de los sauditas contra los opositores y las minorías. “Buscamos socios, no perfección”, se atajó. Celebraba el negocio millonario con la dinastía Saud. “America First”, pues. En Irán, en coincidencia con su visita a la región, resultó reelegido el presidente moderado Hassan Rouhani, pendiente de la intención de Trump de dinamitar el acuerdo por el cual, se supone, desactivó su programa nuclear en 2015.
Trump vive en jaque. En cuatro meses de gobierno echó al sujeto que investigaba sus conexiones con Rusia, James Comey, director del FBI. Richard Nixon, el único presidente de los Estados Unidos que debió dimitir por una tonelada de cargos en su contra, tardó un mes más en deshacerse del fiscal Archibald Cox. Era el encargado de esclarecer “el robo de tercera clase” del complejo Watergate. El que iba a precipitar su caída.
Transcurría la Guerra Fría. La describió John Fitzgerald Kennedy como una partida de dos vías entre los Estados Unidos y la Unión Soviética: “Nosotros jugamos póquer. Ellos juegan ajedrez”.
En 1972, en Reikiavik, Islandia, se disputó el “match del siglo” entre el soviético Boris Spassky y el norteamericano Bobby Fischer. El secretario de Estado de Nixon, Henry Kissinger, contradiciendo la preferencia de los norteamericanos por el póquer, alentó a su crédito con inusuales tambores de guerra: “Eres nuestro hombre contra los rojos”. El derrotado, Spassky, terminó pidiendo asilo en Francia. El vencedor, Fischer, pasó a ser años después un refugiado político en la misma Reikiavik, acusado de traición por los Estados Unidos. Murió en 2008. Tenía 64 años de edad. Es la cantidad de casillas del tablero de ajedrez.
Trump mueve ahora su torre y su alfil: “Es un juego de ajedrez. No quiero que la gente sepa lo que estoy pensando”. Se refería a las continuas provocaciones de Corea del Norte y extendía su particular visión del tablero internacional a Rusia, China, Irán y otros enclaves conflictivos. La vaguedad lo llevó a elogiar a Kim Jong-un, “un tipo resistente y espabilado”, así como antes de ser presidente, el 10 de octubre de 2016, a decir muy suelto de cuerpo: “Debes ser como un gran maestro de ajedrez, y nosotros no tenemos ninguno”. Hablaba entonces de su intención de romper las alianzas comerciales de los Estados Unidos.
Un lapsus. Los Estados Unidos tienen 90 grandes maestros de ajedrez, tres más que Ucrania. Sólo los supera Rusia, con 234. En la víspera del desatinado lamento de Trump por la falta de jugadores se había celebrado el Día Nacional del Ajedrez, instituido por el presidente Gerald Ford en 1976. Los norteamericanos acababan de ganar la medalla de oro en la Olimpíada de Bakú, Azerbaiyán. Trump lo desconocía. El ex campeón mundial ruso Gari Kasparov, exiliado en Nueva York desde 2013, no tardó en tildarlo de “agente perfecto del caos” por su elocuente ignorancia sobre la materia.
¿Ignorancia o incoherencia? El régimen iraní de los ayatollah, rival de Israel y de Arabia Saudita, “financia, arma y entrena a terroristas”, según Trump. Cierto, pero 15 de los 19 autores de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos eran sauditas. Irán, de mayoría musulmana chiita, está en las antípodas del Daesh, ISIS o Estado Islámico, autor de la masacre de Manchester y varias de las anteriores en suelo europeo.
El Daesh comulga con la rama sunita, la más conservadora del wahabismo, su padre ideológico. Predomina en Arabia Saudita, sede de las dos mezquitas más sagradas del islam.
El ajedrez no se lleva bien con las interpretaciones caprichosas del Corán. El gran muftí saudita, Abdullah al-Sheikh, lo prohibió por medio de una fatua (ley islámica) en 2016. En Irán, desde la revolución de 1979 hasta 1988, también estuvo vedado. Asuntos menores. Trump apela al enroque. Es la única jugada en la cual se mueven dos piezas a la vez. Consiste en llevar el rey dos escaques en dirección al rincón y hacer saltar la torre por encima del rey y situarla a su lado contrario. Le resultó útil a la cúpula del poder de Rusia en 2010. El presidente Dmitri Medvedev le cedió la candidatura al primer ministro Vladimir Putin, antes y después presidente.
Mandaba la tradición. Durante el régimen de Lenin y Stalin, el fútbol y el hockey sobre hielo alejaban a la gente del vodka. El ajedrez, más beneficioso, la alejaba de las denuncias incendiarias del disidente Alexander Solzhenitsyn sobre el sistema de prisiones soviético, llamado Gulag. Lo bueno, dicen, es que, terminado el juego, el peón y el rey vuelven a la misma caja. Es algo a lo que Trump, preso de frecuentes enroques en su visión del mundo, no parece estar dispuesto. Menos aún mientras sigue en jaque por sus vínculos con Rusia, cuna de los mejores ajedrecistas.