Pensadores tanto de izquierda como de derecha han coincidido desde hace algunas décadas en que un cambio fundamental llegó a nuestras sociedades para quedarse. Al principio, algunos, como Daniel Bell o Alain Touraine, haciendo énfasis en las nuevas condiciones tecno-estructurales, hablaron de “sociedad post-industrial”. Pero rápidamente una nueva categoría, tomada prestada de la arquitectura, irrumpió en la escena y hoy es utilizada a diario por las más diversas disciplinas y reflexiones para referir a nuestro momento actual: la posmodernidad.
Entre ellas, me interesa tomar las anotaciones que el filósofo Fredric Jameson hace en su Posmodernismo sobre el “hábitus” psíquico de la nueva era, descripto como “esquizofrenia”. La sociedad posmoderna es, en efecto, una sociedad marcada por lo esquizoide. Desde luego, su aseveración no procura ser clínica; más bien, ha encontrado en la conceptualización de la esquizofrenia de Lacan un punto de apoyo ilustrativo, en la medida en que para este último la esquizofrenia presenta la forma de un desorden lingüístico en el cual se rompe la cadena significante, quedándonos a la postre con un conjunto de significantes fragmentados incapaces de formar un significado estable.
Jameson utilizó esta imagen para elaborar, sobre todo, críticas estéticas y referirse a la desvinculación del presente respecto del pasado y del futuro, que terminaban haciendo de aquél un momento de impotente éxtasis (¿tal vez lo que hoy, no como aseveración filosófica, sino como trillada moda tatuada, llamamos carpe diem?). No obstante, la imagen es conceptualmente tan poderosa que podemos aplicarla como crítica a otros aspectos de nuestra condición posmoderna.
La rebelión contra el esfuerzo ilustrado de intentar fijar sentidos, bien encarnado hoy, por ejemplo, por el deconstruccionismo, nos ha dejado frente a un relativismo no sólo moral y cultural, sino frente a una realidad en la cual el gato es perro y el perro es gato. Y así, en nuestra sociedad la opresión logra vestirse de libertad, los privilegios se disfrazan de igualdad, la tolerancia se defiende con censura, la diversidad se consigue con uniformidad, el diálogo se consuma a través del garrote, y una insoportable cacofonía donde todos deben decir más o menos lo mismo hegemoniza el espacio social en nombre de la pluralidad.
¿Qué es esto, sino una verdadera esquizofrenia social?
Esta semana por ejemplo, en la Universidad Nacional de La Pampa, la estudiante de derecho Marisol Pradena fue golpeada por cuatro mujeres feministas al ser sorprendida pegando un cartel contra el aborto en el espacio público de la facultad. Al día siguiente, uno de los periodistas radiales más escuchados de Santa Rosa la entrevistó, pero no toleró semejante disonancia cognitiva y procedió a cortarle bruscamente la comunicación al aire, tras sugerir que la propia Marisol era culpable de la golpiza a causa de los carteles que había osado colocar. Nuestra sociedad considera a las atacantes “feministas que luchan por la mujer”, mientras que a la agredida la rebaja a algo así como una mujer “sin consciencia de género” cuyo caso no merece ninguna resonancia.
Casi al mismo tiempo, Sergio Lazarovich, un salteño que trabaja en AFIP, procedía a “cambiarse el género” redefiniéndose como “Sergia”, con el objeto de jubilarse a los 60 años, tal como pueden hacerlo las mujeres. ¿Y por qué no habría de buscarse esta ventaja, en una sociedad que postula como dogma que la verdad no existe, y que la autopercepción tiene fuerza de realidad a la que se deben sujetar incluso aquellos que no la comparten?
Esta semana también, en Iquique (Chile), el ex candidato presidencial José Antonio Kast, un hombre de derecha, tenía que brindar en la Universidad Arturo Prat una conferencia. Una turba de varias decenas de militantes de izquierda decidió que esta voz no debía ser escuchada, y procedió a linchar al conferencista y a cinco personas que lo acompañaban. Los videos muestran una violencia brutal; un odio que cuesta describir. Kast terminó hospitalizado con fracturas, pero a los ojos esquizofrénicos de nuestra sociedad él es el “fascista” en esta historia, impedido de expresar sus ideas en el paradójico nombre de la democracia y la tolerancia.
Mientras tanto, el pasado 21 de marzo se cumplió un nuevo Día del Síndrome de Down, en el que se busca celebrar la diferencia de distintas maneras. En Twitter fue trendtopic #DiaMundialDelSindromeDeDown. Muchas personalidades que apoyan el aborto curiosamente también celebraron públicamente, en esa red social, la “diferencia”, sin reparar en que es en los países donde está legalizado el aborto donde estas diferencias casi ya no surgen, precisamente porque el aborto se está utilizando como práctica eugenésica en casos de Síndrome de Down. En Islandia el 100% de los niños down por nacer son abortados, en Dinamarca el 98%, en Reino Unido el 90% y en España el 85%, por sólo citar algunos países. La esquizofrenia social permite celebrar la diferencia y la eugenesia, al mismo tiempo y sin vacilar.
La posmodernidad es la indemnización que cobró la izquierda por su fracaso de los años ’60. En un mundo predominantemente capitalista, la cultura se convirtió en el refugio del progresismo y éste operó desde allí lo que Bell llamó Las contradicciones culturales del capitalismo. Visitar la tumba de Karl Marx en el Cementerio de Highgate, en Londres, por una suma de 4 libras, o comprar una camiseta del Che Guevara en cualquier punto del mundo mientras se practica turismo-aventura, ilustran la mercantilización de la rebeldía como un signo esquizoide de nuestros tiempos.
Es paradójico, pero el papel del “hombre unidimensional” que alguna vez denunció Marcuse hoy es exquisitamente encarnado por el hombre progresista, cuidadosamente formateado por una diversidad nunca antes vista de medios de comunicación que comunican exactamente lo mismo, y por un establishment universitario que hace de la Universidad no un espacio de discusión en el que se contraste la universalidad de ideas, sino un espacio para la absorción de ideas predestinadas a ser absorbidas tras la mascarada de debates en los cuales todos los contendientes piensan básicamente lo mismo. Nunca serviría, tanto como hoy, la categoría de “industria cultural” de Horkheimer y Adorno, y nunca ha sido, al mismo tiempo, tan dejada de lado como hoy.
En este contexto, muchos se preguntan qué significa finalmente eso de la “incorrección política”, de la que tanto se ha empezado a hablar en los últimos años. Supongo que significa, sencillamente, el esfuerzo por liberarse de la esquizofrenia, tan cara, como decía Jameson, al aparato psíquico de la posmodernidad.