Todas las vertientes del peronismo se acaban de hacer un festín en el Congreso. Kirchneristas, massistas, menemistas y duhaldistas volvieron a la matriz con los viejos discursos demagógicos e irresponsables sobre las tarifas de luz y gas. Buena parte de estos legisladores formaron parte del gobierno que destruyó la soberanía energética y fabricó las bombas que nos explotan hoy a todos los argentinos. Y ahora levantan el índice con la impostura de los malos actores.
Cuando veo estas escenas, no puedo evitar el recuerdo de Arturo Illia y lo miserables ataques que sufrió su gobierno. Por estas horas es conveniente tener presente estos tristes episodios de nuestra historia reciente.
Las elecciones del 7 de julio de 1963 estuvieron marcadas por la proscripción del peronismo impuesta por los militares a la decorativa figura de José María Guido. En este opaco escenario resultó triunfante Arturo Illia, victoria que sería refrendada por el Colegio Electoral reunido ese mismo año.
Illia, perteneciente a la Unión Cívica Radical del Pueblo, era un médico de vida austera y discreta. En Cruz del Eje, ciudad cordobesa en la que residía, se había ganado el afecto de los más pobres a fuerza de trabajo duro y desinteresado. Como médico rural solía recorrer las tortuosas distancias serranas a lomo de mula para atender pacientes sin recursos y llevarles medicamentos que él mismo pagaba de su bolsillo.
La primera decisión política de Arturo Illia fue la de legalizar el peronismo y devolverle todos los derechos que le había conculcado la dictadura que lo derrocó. Por primera vez desde el golpe del 1955 se celebró el acto del 17 de octubre.
Las medidas del gobierno de Illia atacaron varios frentes y tocaron intereses muy poderosos: cambió la matriz petrolera impuesta por Frondizi anulando los contratos que beneficiaban a las multinacionales y oligopolios por ser, según sus propias palabras, «dañosos a los derechos e intereses de la Nación»; sancionó la Ley de Salario Mínimo, Vital y Móvil; estableció el Consejo del Salario integrado por representantes del gobierno, empresarios y sindicatos; impulsó la Ley de Abastecimiento para asegurar el acceso a la canasta familiar y fijó montos mínimos para las jubilaciones y las pensiones. En el plano de la educación el presupuesto creció del 12% al 23% en sólo dos años; puso en marcha el Plan Nacional de Alfabetización y en 1966 se tocó el techo histórico de graduados de la Universidad de Buenos Aires al otorgar cuarenta mil títulos.
Muchas de las medidas económicas de la gestión de Illia provocaron el repudio de sectores de poder cuyos intereses fueron afectados; pero la sanción de la ley 16.462 marcó el principio del fin de su gobierno.
La norma conocida como Ley Oñativia, en referencia al ministro de Salud Arturo Oñativia, establecía una política de control de precios y expedición de medicamentos bajo receta según la droga genérica y no la marca. Asimismo, se reguló la publicidad y los desembolsos a los laboratorios extranjeros, y se exigió un análisis de costos que puso en evidencia una brecha del 1.000% entre el costo de fabricación y el precio al paciente.
Como podemos advertir fácilmente, la administración de Illia no fue tibia, ni lenta ni perezosa como quiso presentarla el poderoso y variado arco opositor compuesto por voceros de empresas extranjeras, militares vociferantes, conservadores de distinto pelaje, sindicalistas de dudosa ética y el mismo peronismo al que el propio Illia devolvió los derechos.
A pesar —o mejor, a causa— de haber hundido el bisturí en el órgano más emponzoñado de la anatomía argentina con la firme decisión de extirpar aquel nódulo de prebendas, corrupción y excrecencias autoritarias, Illia fue caracterizado como un anciano irresoluto, incapaz de conducir los destinos del país. Se desató entonces una campaña de prensa tenaz y organizada, cuyos brulotes fueron las revistas Primera Plana y Todo. En el plano político la CGT fue la punta de lanza al poner en marcha el «Operativo Tortuga», consistente en caricaturizar al presidente con una caparazón y una expresión morosa y timorata.
Los periodistas Mariano Grondona, desde las páginas de Primera Plana, y Bernardo Neustadt, desde Todo, no utilizaban siquiera eufemismos para exigir la intervención de los militares con el fin de terminar con el «desgobierno». Exaltaban la resolución del general Juan Carlos Onganía, en oposición a la supuesta lentitud de Illia. En rigor, lo que llamaban «lentitud» era, paradójicamente, la vitalidad del presidente para tomar medidas que disgustaban al poder económico, sindical, militar y eclesiástico.
La mayor parte de los medios, enloquecidos por un efecto contagio y un ánimo incendiario, presentaban a Illia como un presidente viejo, lento y, por así decirlo, carente de glamour. Fue un trabajo propagandístico carente de toda sutileza; de hecho, cuando la perorata neoconservadora de Primera Plana no resultaba lo suficientemente convincente, ahí estuvieron las Fuerzas Armadas para hacer entrar la letra con sangre. Va nuestro recuerdo al Dr. Illia como homenaje, pero también como un alerta: cuidado con aquellos que se proclaman salvadores de patria y reclaman una parte del poder, que el electorado no les concedió, para después traicionar por la espalda, tal como hicieron Illia.