La tropa republicana se tomó la cabeza con las manos. No podía creerlo. No era la primera vez que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, aseguraba que confía más en su par de Rusia, Vladimir Putin, que en los servicios de inteligencia de su país. Esta vez cobró otra dimensión. En el mano a mano en el Palacio Presidencial de Helsinki, Trump se defendió de las investigaciones sobre la injerencia rusa en las elecciones de 2016, pero quedó a merced de Putin como si fuera apenas un aprendiz. Su aprendiz.
Una vergüenza para muchos, incluido el presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, siempre conciliador. Esa debilidad de Trump por los autócratas, como Kim Jong-un, Abdel Fatah al Sisi y Rodrigo Duterte, pudo llevarlo a contradecir a su propio gobierno. El director de la CIA, Daniel Coats, no salía de su asombro: “Hemos sido claros en nuestras valoraciones de la injerencia rusa en las elecciones de 2016 y en sus intentos generalizados de socavar nuestra democracia”. Poco pareció importarle a Trump, así como las críticas de John Brennan, director de la agencia entre 2013 y 2017: “La actuación de Donald Trump en la rueda de prensa de Helsinki excede los delitos graves y faltas. No ha sido menos que traición”.
Pasmo, más que traición. Trump introdujo una simetría moral entre Estados Unidos y Rusiaimpensable hasta para Putin. Pasó por alto la decisión de su colega ruso de apropiarse en 2014 de la península de Crimea, perteneciente a Ucrania, y su complicidad con Bashar al Assad, responsable de la masacre y del éxodo de millones de sirios. También soslayó la acusación del fiscal general de Estados Unidos, Robert Mueller, contra 12 agentes de inteligencia rusos por robar y divulgar documentos del equipo de campaña de Hillary Clinton con el fin de “interferir” en las presidenciales de 2016.
Pudo ser para perjudicar a Hillary, pero, de ser cierto, terminó favoreciendo a Trump. La inteligencia, precisamente, no es ajena a Putin, espía del Comité de Seguridad del Estado (KGB) en la República Democrática Alemana de los años ochenta. La comunista, regida por la extinta Unión Soviética. Ese pasado, no exento del fracaso, pesó más en la reunión bilateral que los magníficos negocios inmobiliarios de Trump. Un ególatra que, a los ojos de los suyos, republicanos y demócratas, sólo se mostró interesado en zafar de las sospechas de colusión. Hasta sonrió cuando Putin admitió que esperaba que ganara las elecciones.
Era mejor que Hillary, empeñada en sancionar a Rusia por la anexión de Crimea como secretaria de Estado de Barack Obama. La caza de brujas, como llama Trump a la investigación de Mueller, incluye delitos informáticos, robo de identidad y lavado de dinero de espías rusos que utilizaron servidores en Estados Unidos para ventilar la información robada. WikLeaks se prestó al juego que, obviamente, Putin negó durante la cumbre con Trump en la residencia de la dinastía Romanov durante los años en que Finlandia era parte de Rusia como un gran ducado autónomo, entre 1809 y 1917. La era de los zares, entrañable para un nostálgico del imperio.