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Ahora Trump asegura que Rusia pudo haber interferido en las elecciones de 2016

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Donald aclara… y oscurece
Donald aclara… y oscurece

Que sí, que no, que Donald Trump, abochornado por republicanos y demócratas después de haberle dado más crédito a su par de RusiaVladimir Putin, que a su gobierno durante la cumbre realizada en el Palacio Presidencial de Helsinki se vio obligado a atemperar las críticas con una suerte de autocrítica. Dejó dicho que el malentendido se debió a un lapsus cuando descreyó de las investigaciones de los servicios de inteligencia de Estados Unidos sobre la injerencia de espías rusos en las elecciones de 2016. Lo hizo con tan poco énfasis que no pareció creer ni en sus propias palabras.

 

La cordialidad de Trump con Putin, encaramado en la gloria tras haber organizado la Copa Mundial de Fútbol, fue el reverso de sus ataques a Alemania, de sus presiones a los gobiernos europeos para que aumenten sus aportes a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y de sus elogios al renunciante canciller británico Boris Johnson durante la visita a la primera ministra Theresa May. Un desatino tras otro, coronado con loas al responsable de la inestabilidad de Ucrania, de la permanencia  en el poder del dictador sirio Bashar al Assad, del envenenamiento de la relación con el Reino Unido y, sobre todo, de la intromisión en las presidenciales norteamericanas.

Lo había probado unos días antes de la cumbre con Putin el fiscal especial Robert Mueller, desautorizado por Trump bajo el manto de una expresión recurrente en su léxico, caza de brujas, de modo de insistir en sus reproches contra la excandidata demócrata Hillary Clinton, enemiga de Putin por haber impulsado las sanciones contra Rusia por la anexión de la península de Crimea cuando era secretaria de Estado de Barack Obama. Trump sigue en campaña, como si no hubiera ganado las elecciones, más allá del favor que pudo haber recibido del gobierno de Putin.

Entre los europeos, aliados históricos de Estados Unidos, no hizo más que levantar ampollas con su reclamo de más fondos del área de defensa para la OTAN, como antes con la ruptura del trabajoso acuerdo con Irán y con la salida del pacto climático. Esta vez, más allá de su retórica belicista, se pasó de la raya. Su amabilidad con Putin se tradujo en Estados Unidos en una palabra clave y grave: traición. ¿Por qué debía congraciarse con un adversario de los valores y de las instituciones de su país? Quiso arreglarlo a su regreso a Washington, pero no convenció a nadie. Quizá porque tampoco estaba convencido él mismo, obsesionado en borrar las sospechas sobre su victoria electoral.

Las sospechas se robustecieron con la detención en Estados Unidos de Maria Butina, colaboradora rusa de Alexander Torshin, político y banquero cercano a Putin. La acusan de conspirar contra el gobierno norteamericano. También se robustecieron con el primer paso de la Fiscalía General del Estado de Rusia: divulgó una lista de funcionarios y exfuncionarios de Estados Unidos, en su mayoría demócratas, que desearía interrogar. Entre ellos, Michael McFaul, embajador en Moscú entre 2012 y 2014, durante el gobierno de Obama.

El fiscal Mueller imputó tres días antes del cónclave entre Trump y Putin a 12 espías rusos por la virtual interferencia en las elecciones. Motivo más que suficiente para regañar a Putin en lugar de halagarlo. Las ambiguas explicaciones de Trump (“cuando dije que no veo ninguna razón por la que debería serlo quería decir no veo ninguna razón por la que no debería serlo”) empañaron aún más el horizonte. Quiso aclararlo, pero lo oscureció. ¿Qué le debe a Putin, cuyo gobierno le arrebató a Inglaterra la sede del Mundial y vive bajo sospecha por el envenenamiento de exespías rusos radicados en la cuna del Brexit? En principio, que haya guardado secretos.

Esos secretos, según el periodista británico Luke Harding, autor del libro Conspiración, incluyen contactos de personeros de Trump previos a las elecciones con jerarcas y empresarios rusos  tanto en Rusia como en Ucrania y escenas bochornosas. Trump, dice Harding, se alojó en la misma suite del hotel Ritz-Carlton, de Moscú, que ocuparon los Obama en 2013 “para profanar el lecho” con prostitutas. “Era sabido que el hotel estaba controlado por el Servicio Federal de Seguridad (FSB) con micrófonos y cámaras ocultas en todas las habitaciones para grabar lo que quisieran”, apunta, más convencido del odio de Trump a los Obama que Trump de sus propias palabras. 

 

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