Varias veces conté que yo he sido un niño adoctrinado desde el vientre. Provengo de una familia marxista. Me llamo Carlos Federico en homenaje a Marx y Engels.
Fui a un jardín de infantes vinculado con el Partido Comunista en el que aprendí “La Internacional” antes que el Himno. Luego, víctima del canon cultural del bienpensante, he visto en el anarquismo un interesante recurso estético que podía servir para contar historias, hacer películas y componer canciones.
El comunismo y el anarquismo son dos ideologías enfrentadas. El primero pretende reemplazar al individuo por el Estado hasta el advenimiento del mítico Hombre Nuevo. El segundo, al contrario, eleva al individuo y pretende exterminar al Estado. Es curioso, se parece bastante al ultra-liberalismo: ambos abominan del Estado.
Sin embargo, los comunistas veíamos en los anarquistas un potencial romántico. Contribuyó a esa mirada entre simpática y estúpida, la alusión frívola de Borges, que en algún momento, para rechazar la horrible política argentina, se declaró anarquista como quien dice “Yo, argentino”.
Y por supuesto, ayudaron con esa aceptación del anarquismo en los sectores intelectuales los libros de Osvado Bayer, más acá Martín Caparrós y otros a quienes manifestar su presunto anarquismo no sólo les salía gratis: vendieron una buena cantidad de apologías anarquistas mientras el anarquismo, según se creía, era una lengua muerta. Pero ayer el anarquismo nos estalló, literalmente, en la cara con dos bombas como si hubiésemos regresado a 1909.
La primera estalló en el cementerio de la Recoleta. Una pareja anarquista entró con una silla de ruedas, pelucas y anteojos e intentaron volar el mausoleo de Ramón Falcón.
Fue tan precario el desempeño de esta pareja anarquista, que no pudieron evitar siquiera el tópico consumista de la época: quisieron sacarse una selfie, explosivo en mano, y el artefacto casero explotó.
La mujer, Anahí Salcedo, madre de dos chicos, por los que cobra Asignación del Estado al cual repudia, resultó gravemente herida. Perdió tres dedos, y sufrió un importante daño en el maxilar y una perforación en la mejilla.
Lejos de los principios de Bakunin, esta señora adulta que odia a la policía en particular y al Estado en general, no tuvo el anarquista decoro de renunciar al auxilio de la policía que la salvó de que detonara el resto de los explosivos que llevaba, ni al plan social, ni a curarse en un hospital público ni a recibir AUH por sus hijos. Es decir, gozaba de todos los recursos que el Estado le proveía y que ella quería destruir.
El segundo hecho me encontró como cronista: estuve cerca del lugar y pude relatarlo en tiempo real. En este país, donde hace pocos años asesinaron al fiscal de la nación Alberto Nisman, otro anarquista llamado Marco Viola, arrojó una bomba en la casa del Juez que investiga una de las tramas de corrupción más escandalosas del planeta: el juez Claudio Bonadío.
Este segundo militante fue detenido por la custodia del juez. La policía detonó el artefacto de fabricación casera que tenía un alcance de destrucción cercano a los 30 metros a la redonda. Es decir, podía haber matado al juez, a su familia y varios vecinos.
Llama la atención cómo convergen los hechos históricos. Hoy el país se prepara para la cumbre del G20. En épocas del asesinato de Ramón Falcón, la Argentina se preparaba para recibir importantes figuras de la política internacional para festejar su primer centenario. En estos contextos los grupos anti-sistema buscaban y buscan mostrar su poder de fuego.
El anarquismo, una ideología perimida, violenta, que ya era vieja a comienzos del siglo XIX, profundamente individualista, por algún motivo extraño fascina todavía a ciertos intelectuales.
Marco Viola, el autor del atentado contra Bonadio solía frecuentar y así lo atestiguan sus fotos, al escritor Osvaldo Bayer, quien se ocupó en gran parte de su obra a otorgarle al anarquismo un romanticismo del que carece, a darle una pátina de heroísmo a la cobardía, el anonimato y el ataque traicionero del que tira una bomba y huye.
La miseria humana en su extremo más degradante: matar por la espalda y al voleo. Escritores como Bayer, que vive en la comodidad de Berlín, paraíso del capitalismo, y Martín Caparrós, fascinados por estos personajes, le han prestado al anarquismo una máscara épica que jamás ha tenido.
Y en las paradojas de la realidad nacional pudimos ver como este mismo año Florencia Kirchner, hija de la ex presidente Cristina Fernández, y la hija de Mauricio Macri, Agustina, filmaron sendas películas que cuentan la vida de activistas anarquistas.
Florencia se ocupó de Santiago Maldonado, mostrándolo como una suerte de santo, mientras Agustina hizo lo propio con Soledad Rosas, la anarquista argentina presa que se suicidó en Italia.
Hoy podemos ver una especie de sociedad entre el kirchnerismo, el trotskismo y el anarquismo. Estos grupos que, hasta hace poco se repelían, hoy están decididos a tomar la calle para evitar que sus dirigentes vayan presos o, más aún, a voltear al gobierno constitucional.
¿Quién está detrás de estos atentados? Sólo hay que mirar a quién le interesa silenciar a Bonadio e impedir el funcionamiento de la justicia.