Recientemente, todos vimos la ignominiosa violación de derechos humanos en Venezuela cuando, al intentar acercar a su país ayuda humanitaria para socorrer a los hambrientos y enfermos, los voluntarios recibieron represión policial y tiros de milicias ilegales asesinas que responden al régimen. Los pocos camiones cargados de ayuda humanitaria que lograron cruzar la frontera fueron prendidos fuegos, destruyéndose la mercadería que contenían, vital para muchos venezolanos.
La población venezolana es, seguramente, una de las más pacíficas del mundo. Hace 20 años que sufre un proceso totalitario de concentración de poder y riqueza en los gobernantes que los asfixia económica y socialmente. Y todavía tienen que soportar, en paralelo, que se burlen de ellos, los humillen, los maltraten y los maten por pensar distinto o por querer intentar aspirar a una vida mejor para ellos y para sus familiares y seres queridos.
La maldad del enfermo de poder no tiene límites. La perversidad del totalitarismo es proporcional a su impunidad. Y eso es buena parte del problema en Venezuela. Nicolás Maduro y sus secuaces se sienten (con fundamento, porque hasta ahora lo han sido) total y absolutamente impunes. Son dueños y señores de todo el aparato estatal. No hay ningún órgano que pueda limitarlos ni controlarlos. Han recibido de parte de Cuba (que a su vez lo recibió de la ex URSS) un know how totalitario muy refinado, que les permite saber qué hacer en cada ocasión para lograr hacer avanzar el sistema de opresión, persecución y muerte que los mantiene en el poder. Manejan ilegalmente infinitos recursos tanto del petróleo de los venezolanos (que es cada vez menos por la desidia y la corrupción del propio régimen) como también del narcotráfico y el crimen organizado que azotan a Latinoamérica.
La oposición política venezolana ha actuado con una templanza y una racionalidad sin parangón. Los líderes de la oposición se han enfrentado a una dictadura brutal, han sido golpeados por milicias chavistas incluso dentro del edificio de la Asamblea Nacional, han desafiado al régimen bajo el costo de terminar presos, hacinados y torturados, han tenido que competir en elecciones tramposas sin acceso a los medios y contra una inmensa maquinaria propagandística, fraudulenta y clientelar pero, así y todo, nunca abandonaron el discurso apaciguador y pacifista.
En 2012, todavía con Chávez en el poder, la sociedad civil, los líderes estudiantiles y los principales partidos de oposición hicieron un esfuerzo sobrehumano, arriesgando la vida, haciendo campaña bajo la amenaza y la agresión constante de las milicias. Lograron movilizar a un caudal de ciudadanos tan grande, para votar en contra del chavismo, que no hubo maquinaria política que pudiera detenerlo. Pero el régimen recurrió al fraude electoral. La Comunidad de las Democracias, una organización internacional de más de 130 Estados, decidió en ese entonces expulsar a Venezuela de su seno por no contar con la condición mínima necesaria para siquiera comenzar a discutir si se trataba de una democracia: elecciones no fraudulentas.
En 2013 Chávez fallece y deja a su vice, Maduro, como su sucesor. El vertiginoso deterioro económico y social se profundiza y, en 2015, contra viento y marea, sorteando todo tipo de amenazas y obstáculos, con un Nicolás Maduro que tenía ya un 80% de repudio social, la oposición triunfa en las elecciones legislativas obteniendo 2/3 de la Asamblea, lo que le daba, teóricamente, un poder inmenso. Podía desde reformar la Constitución hasta iniciar un proceso para la destitución del presidente.
En ese momento, Maduro evalúa que un nuevo fraude evidente, como el de 2012, era un costo demasiado grande e innecesario para la imagen externa de un régimen que se tambaleaba luego de la muerte de su líder fundador. Por eso, decide reconocer el triunfo legislativo de la oposición (después de todo, él seguiría siendo el presidente), pero sin permitirle acceder a los 2/3 de los escaños. Impide que varios de los diputados opositores asuman el cargo para el cual habían sido elegidos por el pueblo y, adicionalmente, por si acaso, termina declarando en desacato a la Asamblea Nacional, creando un Poder Legislativo paralelo dominado por el chavismo, surgido de elecciones ilegales sin participación de la oposición. Ese órgano legislativo ilegal y fraudulento es el que organiza unas supuestas elecciones para reelegir a Maduro, las cuales son desconocidas por la oposición y por la Comunidad Internacional (incluyendo a la OEA).
Vencido el mandato original de Maduro (que también era transitivamente fraudulento, por herencia de Chávez) la oposición consigue el apoyo internacional para que la Asamblea Nacional sea reconocida como el legítimo órgano de gobierno de Venezuela, elegido por el pueblo. Es por eso que Guaidó asume como “presidente encargado”, a pesar de que el manejo del aparato estatal y de la fuerza pública sigue en manos de Nicolás Maduro. Se trata (por lo menos parcialmente) de una especie de gobierno en el exilio, del estilo de los que ocurrieron durante la Segunda Guerra Mundial en Europa cuando las democracias enfrentaron a Hitler.
La gran pregunta es si la estrategia pacifista va a dar resultado o si tiene un techo, un límite a partir del cual el uso de la fuerza resulta indispensable. Mahatma Gandhi nunca habló de “pacifismo”, sino de “no violencia”, aclarando que esta última no implicaba una resignación pasiva ni un rechazo dogmático contra todo uso de la fuerza, sino la firme creencia de que una lucha no violenta era la manera más eficiente y constructiva de luchar contra los sistemas autoritarios. Gandhi se definía como un “idealista práctico” y decía estar dispuesto a levantar en armas a la India si de verdad creyera que eso podía generar un mejor resultado. Mandela también recurrió a la violencia cuando lo estimó indispensable, pero no la dirigió contra personas, sino exclusivamente contra infraestructura material, en la forma de una guerra de sabotaje.
El sistema contra el que luchó Gandhi (el colonialismo inglés) era autoritario (en algunos aspectos incluso semi-autoritario, con elementos democráticos), mas no se trataba de un sistema totalitario. Lo mismo puede decirse del caso de Mandela, a quien, en medio del oprobioso apartheid, jamás le negaron el debido proceso ni la libertad de expresión. Y esa es la gran cuestión. No hay que preguntarse si la no violencia puede funcionar contra un totalitarismo, sino cuál sería la modalidad en que debería aplicarse para que funcione. La no violencia no es el rechazo dogmático de todo acto de fuerza, sino el agotar por todos los medios posibles los métodos no violentos, minimizando la necesidad del uso de la fuerza y apostando a que el Estado autoritario caiga por su propio peso, forzándolo a cometer injusticias crecientes y visibles que destruyan la cadena de mando por la indignación moral y la rebelión interna de los propios operadores del sistema.
De ningún modo la no violencia es incompatible con el uso de la fuerza en forma excepcional y en legítima defensa. Y todo parece indicar que el pacifismo extremo de la oposición le está haciendo demasiado fácil al régimen chavista la tarea de represión. Ante una marea humana, Maduro envía unas pocas milicias que disparan unos cuantos tiros, matando a algún que otro opositor, y todo solucionado. Literalmente, se les ríen en la cara. Esto demuestra las limitaciones del pacifismo absoluto, que debe ser reemplazado por una no violencia práctica que contemple el recurso excepcional de la fuerza como legítima defensa (no como medio de agresión) que haga más difícil la tarea de represión. Si hasta ahora han sido relativamente pocos los policías y los militares que han reconocido a Guaidó como presidente legítimo es, en parte, además del adoctrinamiento oficialista, las prebendas y la amenaza de represalia contra “traidores”, debido a que la tarea de reprimir a la oposición es demasiado sencilla y no tiene costo alguno. Los costos y riesgos están todos en un solo lado de la balanza.
La manera de implementar esto sería todo un tema, y es cierto que en los últimos meses hubo grandes avances, por lo que todavía hay que darle una oportunidad a la estrategia actual. Siempre que se involucra la fuerza (que en realidad ya está involucrada por elección del régimen) existen riesgos que no se pueden tomar a la ligera. Pero lo positivo de la situación actual es que la oposición está unida detrás de un liderazgo claro, reconocido internacionalmente y que cuenta con legitimidad democrática y con una estructura de partidos y una germinal estructura de mando estatal, todo lo cual permitiría el uso de la fuerza en forma organizada y controlada, solamente en legítima defensa, evitando cualquier tipo de práctica que pueda atentar contra civiles inocentes (como lo hace el chavismo, que está lleno de milicias desbocadas).
Una opción podría ser crear una especie de fuerza pública paralela a la de Maduro, que al principio funcione en el exilio (por lo menos parcialmente) y que, poco a poco, intente ir tomando posesión de algunos territorios, adoptando una actitud defensiva, solicitando libre y soberanamente el apoyo de fuerzas externas cuando sea necesario (como las de Colombia, Brasil o Estados Unidos). Algunas comunidades indígenas, que gozan de autonomía y fuerzas de seguridad propias, han empezado por su cuenta a detener a funcionarios cuando son víctimas de agresiones ilegítimas y arbitrarias por parte del Estado.
Si esto se lograra, la circulación por el territorio venezolano de recursos humanos y materiales, manejados por el gobierno legítimo, sería mucho más sencilla y plausible. Reconocer a Guaidó no implicaría tanto riesgo ni la necesidad de escaparse del país para los policías y militares que así lo decidan. Y reprimir o asesinar livianamente al pueblo, como lo viene haciendo el chavismo, empezaría a tener algún costo. Así, sería más probable que una mayor cantidad de policías y militares se pasen de bando, reconociendo al presidente legítimo de Venezuela y abriendo un camino de libertad y democracia para ese país.
El derecho a la resistencia contra la opresión existe y se encuentra reconocido desde hace siglos. El uso de la fuerza contra personal combatiente de una dictadura (no contra civiles inocentes), en el marco de una estructura política propia democrática, es legítimo. Pero es cierto que la violencia tiene sus riesgos y no se debe recurrir a ella a la ligera ni en forma apresurada. La cuestión es que, desde hace 20 años, cada vez en forma más sistemática e intensiva, la violencia es ejercida día a día contra los venezolanos, causando mucho sufrimiento e innumerables muertes.