La ciencia médica define el ataque de pánico como un “miedo intenso, súbito e irresistible que provoca terror y cambios psicológicos inmediatos que dan lugar a pérdida de movimientos o sensibilidad: comportamiento histérico”.
Quienes sufren esta patología suelen combinar fobias de intensidades diferentes con distintas manifestaciones, pero con un núcleo central y angustiante: el miedo a la muerte.
El abordaje de la enfermedad tiene ópticas múltiples. Psicoterapia sola o acompañada de una serie de medicamentos que reducen la sintomatología extrema. Se trata de evitar los episodios más desesperantes mientras se trabaja con la raíz del problema.
En dichos pacientes el temor a la muerte es tan intenso e irracional que no le resulta posible dimensionarlo, a pesar de ciertas circunstancias que se encuentran normalmente en el ciclo biológico de la vida.
Resulta realmente extraño. Cada uno de nosotros sabemos que no vamos a salir vivos de este planeta. No somos inmortales.
Sin embargo, esta verdad indiscutible sobre la muerte no es tomada como un hecho natural por quienes sufren “panic attacks”. Sienten que “se mueren” y “no quieren morirse”. Puede parecer paradójico, pero es así como ocurre y como se padece.
Las benzodiacepinas son las drogas que se prescriben corrientemente para mantener a los pacientes estabilizados y controlar la ansiedad generalizada, que es uno de los precedentes directos del ataque de pánico.
La reacción panicosa es ancestral. Viene con nuestro ADN ya que se trata de un disparador para reaccionar ante el peligro y eventualmente emprender la huida.
En general, un porcentaje altísimo de la población mundial ha padecido o enfrentado, una o más veces, esos ataques. Posiblemente el propio sistema nervioso parasimpático haya restaurado y regulado el evento y por eso pasa desapercibido sin que el individuo sea consciente de esa situación.
En aquellas otras personas en las cuales su cuerpo es incapaz de controlar la intensidad y/o la repetición de los síntomas, necesitan atención de un profesional especialista en la materia.
A partir del momento en que se suministra la medicación correspondiente, especialmente benzodiacepinas, se les advierte a los individuos sobre los efectos adversos y la interacción con otros medicamentos, alcohol, drogas de cualquier otro tipo y el grave peligro que eso conlleva porque pueden desencadenar, sin más, la muerte, que es justamente el hecho contra el cual lucha el paciente.
Sin entrar en especulaciones, ni teorías conspiranoides, señalo – sin hesitación- que quien sufre un temor irrefrenable a la muerte, no la busca ni la provoca.
Las adicciones son inmanejables o complejas de manejar para aquellos que las padecen.
No obstante, cuando se contrapone el miedo a la muerte vinculado a los ataques de pánico, con las adicciones que generan estado o sensaciones “presuntamente placenteras” -pero que pueden desencadenar las consecuencias de un ataque de pánico-, en la psiquis del individuo predomina preservar la vida y eludir todo aquello que lo coloca en situación de riesgo. Prevalece el miedo a la muerte por sobre cualquier placer.
Me permito en este punto una digresión. Diferente es el caso de aquellos consumidores de drogas de distintos tipos y que saben que esa práctica los puede llevar a la muerte. Porque en su propia “disonancia cognitiva” desechan el evento dañoso ya que no lo sufren como ataque de pánico, sino como algo que podría ocurrir pero que “a mí no me va a suceder”.
Es decir, en un caso (ataque de pánico) las consecuencias son temidas y se tratan de eludir aferrándose a la vida y en el otro (adicciones) el desenlace es subestimado.
El lector avezado se habrá dado cuenta que estoy refiriéndome al caso de Natacha Jaitt (Q.E.P.D).
Siendo una paciente que sufría ataques de pánico y habiendo sido medicada para que no sufriera los síntomas, resulta muy improbable que por su propia voluntad consumiera drogas que ella sabía que la podían llevar irremediablemente a la muerte.
Era justamente lo que NO deseaba Natacha: morirse. Y eso no es poco.