Cuando suponíamos que ya se habían apropiado de todos los bienes, de todos los recursos y de todas las voluntades que estaban en venta o en alquiler, hemos sido testigos del último gran golpe: se quedaron, también, con la Feria del Libro.
Para nosotros, los escritores, la Feria era, tradicionalmente, ese espacio maravilloso de encuentro con los lectores, la oportunidad extraña y privilegiada en la que el autor le cede la palabra al objeto de sus desvelos, el momento en que él, el lector, se convierte en el gran protagonista de la literatura. Lo volvieron a hacer. Una vez más, lo consiguieron.
Ya lo habían hecho, cuando eran gobierno, con todas las saludables instituciones construidas por toda la comunidad.
Las organizaciones de DDHH, Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, las organizaciones civiles que nuclean a las colectividades, la Iglesia, las asociaciones profesionales, las universidades, las empresas públicas y privadas, las asociaciones empresariales, los medios públicos y privados de comunicación, todo, absolutamente todo lo que tocaron lo corrompieron, lo profanaron, lo dividieron, lo rompieron, lo vaciaron y, por último, lo saquearon.
Avanzaron sobre la sociedad repitiendo una y otra vez el apotegma que Néstor Kirchner usó como un ariete para violentar todas las puertas: “Todos tienen su precio”. Él, su viuda, sus testaferros, sus cómplices y sus adictos siempre han estado convencidos de aquella afirmación falaz que no es más que una descripción de su propia naturaleza.
No, no todo el mundo está en venta. Si esa afirmación miserable, canallesca y diabólica por antonomasia fuera cierta, jamás habría habido Revolución de Mayo, ni Independencia, ni República, ni democracia.
Si esas palabras que ofenden la memoria de la humanidad fueran verdaderas nunca habríamos salido del yugo de la Corona española, de la noche negra de las dictaduras, de la limosna y las migajas de la demagogia y el populismo. No, no todo el mundo está venta.
Y así lo demostró, a su manera, el público que asistió el fin de semana a “su” Feria del Libro, a esa Feria de los lectores que resisten ofrecerse en sacrificio a quienes entregaron ese espacio a la intolerancia, el salvajismo, la violencia y la prepotencia.
El jueves pasado hemos sido avasallados por los violentos. Ustedes saben que Radio Mitre transmite gran parte de su programación desde la Feria del Libro. Esto es así, desde hace muchísimo tiempo, es una saludable tradición que une quienes hablan con quienes escuchas, a quienes escriben con quienes leen.
Todos, periodistas, locutores, columnistas, oyentes, escritores y lectores completan el círculo perfecto de la radio en la Feria. Pero el jueves, ese círculo maravilloso se rompió. Ya los días previos a la presentación de ese artefacto que algunos llaman libro, se respiraba un aire de intolerancia y hostilidad.
El miércoles a la noche, cuando salí del stand de la radio, me encontré, dentro y fuera de la Feria, con un grupo de mal llamados militantes que, vestidos todos con remeras negras que llevaban la leyenda “Gustavo Menéndez”, cargaban banderas, subían y bajaban de micros rentados por ciertos municipios y se aprestaban a tomar el predio por asalto.
Uno de ellos, me siguió mientras salía y se paró junto a mí, mientras yo ponía la moto en marcha para volver a mi casa. Por primera vez desde que trabajo en esta radio y desde que voy al estudio de Mitre en la Feria, me he visto obligado a dejar de transmitir desde los micrófonos instalados en la Feria. Lo dicho al aire: “La organización de la Feria del Libro no nos ofrece las condiciones mínimas de seguridad”.
Lamentablemente, no me equivoqué. El espectáculo de prepotencia, violencia, odio, furia y descontrol que se vio el jueves nunca antes, jamás en años de historia, se había desatado de semejante forma. Bajo el kirchnerismo, es cierto, se sentaron las bases para que esto ocurriera. Los escraches a escritores, las barras que se metían en los actos para acallar a los autores fueron un ensayo de la violencia que se vio el jueves.
Todo, absolutamente todo fue una sucesión de atropellos a propios y extraños. En nombre de un acto nacional y popular, sólo pudieron entrar a la sala la misma claque que animaba los discursos en el patio de las palmeras. La gente común, esa a la que siempre despreció Cristina Kirchner, tuvo que ver el acto afuera, en la calle, bajo la lluvia, en medio del frío a la intemperie.
Así, como procedía la más rancia oligarquía, la gente de a pie se quedó afuera bajo el agua, en el barro, y la aristocracia se acomodó al calor de los salones de la Sociedad Rural Argentina. El kirchnerismo nunca pretendió cambiar el orden social.
Desde el más rústico de los resentimientos, querían, simplemente, ocupar el sitial de la oligarquía y dejar al resto afuera, bajo la lluvia, viviendo las migajas del banquete. Lo que vimos el jueves fue kirchnerismo en estado puro.
La agresión salvaje a Maru Duffard (ver al pie) fue el acto más salvaje que se haya visto en la Feria del Libro, transformada, de pronto, en la fiera del libro: trescientas personas insultando, gritando, escupiendo, tirándole del pelo a una chica sin otra arma que la de un micrófono y una sonrisa frente a turba dispuesta a pegar.
¿Qué tragedia asoló a la Argentina que pasó de las páginas del Facundo, de Sarmiento, a las palabras vacías, frívolas y megalómanas de ese artefacto que sólo se puede calificar de libro sólo porque tiene hojas, tapa y contratapa?
Lo poco, lo único que nos queda es la dignidad, los libros, la literatura, esa tierra en la que los escritores solemos exiliarnos cuando la realidad se vuelve más intolerable que la ficción. Ese territorio, esa patria perteneciente a los lectores y a los autores no estamos dispuestos a entregarla.