“En realidad, no tienen límites los beneficios que los seres humanos pueden proporcionarse los unos a los otros cuando utilizan al máximo su diligencia y su habilidad”. Winston S. Churchill
La firma del pre-acuerdo entre la Comunidad Europea y el Mercosur es, evidentemente, una noticia fantástica, ya que implica un fuerte impulso a nuestra necesidad de lograr competitividad y abrirnos a un mundo que ha demostrado reiteradamente estar a nuestro favor. La extensión de esta columna no permite un análisis minucioso del texto firmado pero, en su defecto, sugiero leer una muy explicativa nota de Alejandro Vicchi en La Nación del jueves.
En cualquier caso, este pre-acuerdo es, sin duda alguna, un éxito de la política exterior de Mauricio Macri y de sus tres colegas.
Cuando dije que se trataba de un pre-acuerdo me referí a que la implementación total del convenio insumirá nada menos que 10 a 15 años, pero lo positivo es que fija un plazo cierto para que Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay realicen sus reformas a sus legislaciones en materia laboral, impositiva y previsional para lograr una competitividad tan esencial.
Ahora, esa carta de intenciones deberá pasar por el cenagoso filtro de los parlamentos de los 28 países que integran la primera, y los 4 que forman el segundo; conociendo en especial la posición de Francia respecto a sus productores rurales, que motivó una fuerte declaración de Emmanuel Macron, es posible prever que ese tránsito no será fácil. De nuestro lado, el cinismo del kirchnerismo, que intentó llegar a esta meta durante sus doce años en el poder, resultará en un arduo debate legislativo, preanunciado por los dichos de Alberto Fernández, Máximo Kirchner y Hugo Moyano.
Los más férreos opositores a este convenio serán los líderes sindicales, que se opondrán a toda reforma laboral, en especial los camioneros y los aeronáuticos, con sus paros salvajes que a tantos perjudican, y los laboratorios medicinales, que utilizan la investigación y las patentes ajenas para vender sus productos aquí, pero el resto de los sectores, en general, se verán altamente beneficiados por el tratado, incluyendo a los trabajadores, que podrán acceder a mejores empleos y mejores salarios, puesto que nos facilitará el acceso a un mercado de ochocientos millones de personas.
Hace años que sostengo que nuestros llamados industriales, en general, prefieren pescar la bañadera y cazar en el zoológico que arriesgarse a enfrentar, de igual a igual, a sus pares del exterior, y ello ha obligado a los consumidores de todos los niveles socio-económicos a comprar caros y deficientes productos, porque el cierre de la economía, al impedir la competencia y obligar a “vivir con lo nuestro”, siempre produce ese efecto.
Es más, ese concepto es tan obsoleto que significaría que, fronteras adentro, se fabricara absolutamente todo para no importar nada y, consecuentemente, tampoco exportar. Si pensamos en cuántos componentes importados tienen los automóviles en el mundo entero –se fabrican sus partes en múltiples países- comprobaremos cuán absurda es esa posición.
Por otra parte, menester es reconocer que los permanentes y súbitos cambios en las reglas de juego a los que estamos acostumbrados, la inflación y los vaivenes en la cotización de nuestra moneda dificultan enormemente –o hasta inviabilizan, en algunos casos- adecuarse a una economía abierta, aunque sea en forma parcial.
Propuse, en su momento, que desde el Gobierno se anunciara, con fecha cierta medida en años, el momento en que se produciría esa apertura; mientras tanto, se otorgarían créditos accesibles para la reconversión de la industria y para su adecuación a los parámetros internacionales en materia de calidad, precio y diseño.
Como ejemplo concreto, utilicé entonces a los zapatos, que se fabrican en Europa con cueros americanos y alta tecnología, para venderlos en los mercados de lujo a precios siderales. En la medida en que nuestros operarios podían ser capacitados, la maquinaria necesaria podía ser adquirida y nuestros costos fueran sensiblemente inferiores, podíamos salir a pelear por esos mismos clientes exclusivos a precios muy inferiores.
Por lo demás, debemos recordar que, en Argentina, somos unos 42 millones de habitantes, de los cuales 31% se encuentran por debajo de la línea de pobreza. El resto, unos 28 millones, estimo que deben comprar –en promedio- un par de zapatos cada dos años, o sea, se trata de un mercado sumamente reducido que, por su tamaño, no permite producir en escala con precios acordes; y que China y Brasil pueden fabricar calzado a razón de unos US$ 10 el par. Si nos abriéramos al mundo, nosotros exportaríamos para el sector de mayor poder adquisitivo e importaríamos a esos precios, con lo cual todos los argentinos, aún los más pobres, tendrían zapatos.
Dicho todo lo anterior, entremos al capítulo de turismo. Se concretó el curioso periplo que llevó al compañero Alberto Fernández hasta Curitiba para entrevistar a Luiz Inácio Lula da Silva; y digo curioso porque, en tren de visitar a delincuentes presos, bien podría haber empezado por sus muchos socios que llenan las cárceles argentinas, como Amado Boudou, Julio de Vido, Ricardo Jaime, Cristóbal López, Lázaro Báez y tantos otros, que nunca recibieron siquiera un saludo de la jefa de la organización ilícita que integraron.
De todas maneras, fue un acierto la comparación que hizo en Brasil con la suerte de Cristina Fernández, porque ambos ex-presidentes son probadamente ladrones, por mucho que tanto él como el Papa pretendan que están siendo perseguidos por su ideología.
Me pregunto de qué se disfrazará cuando, obedeciendo a su irracional feligresía, se vea obligado a defender al asesino Nicolás Maduro.