En el día a día de la guerra tecnológica y comercial entre Estados Unidos y China, todo parece fríamente calculado. Quizá Donald Trump no quiso admitir que Xi Jinping tenía un par de ases en la manga: la suspensión de la compra de productos agrícolas norteamericanos y la devaluación al mínimo en 11 años de su moneda, el yuan, cual contrapeso frente a la imposición de nuevos aranceles a sus productos. O quizá prefirió que ocurriera para denunciar la manipulación de divisas que desató una tormenta en el mercado financiero global y avanzar otro casillero en el tablero de la confrontación. El juego que mejor juega y que más le gusta.
Trump hizo saltar por los aires la tregua alcanzada en la cumbre del G20 de Osaka, Japón. Estados Unidos había acusado a China de devaluar en forma artificial el yuan, pero no había formalizado la denuncia. Por primera vez en un cuarto de siglo, Estados Unidos recurrió al Fondo Monetario Internacional. La debilidad del yuan encareció los productos norteamericanos en el mercado chino. ¿Era inevitable que la crisis creciera? En 2017, Graham Allison, decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard y subsecretario de Defensa del primer gobierno de Bill Clinton, le puso nombre: la trampa de Tucídides.
En su tiempo, Tucídides narró la Guerra del Peloponeso (431-404 antes de Cristo) como el desenlace forzoso entre la Esparta dominante y la Atenas emergente. La potencia hegemónica peleó contra otra en alza que amenazaba su supremacía. Una confrontación entre dos polis griegas. Focos ordinarios de tensión, esgrime Allison, pueden desencadenar conflictos a gran escala. ¿Una guerra a secas entre las dos grandes potencias del siglo XXI? Desde 1949, China recurrió a la fuerza en sólo tres de sus 33 reyertas territoriales. Sobre todo, en el Mar de China Meridional, donde construyó islas artificiales en arrecifes en disputa.
China emplea en todos los frentes un arma milenaria: la paciencia. El llamado “crecimiento pacífico” desde el final de la Guerra Fría resultó ser nocivo para Estados Unidos por su penetración en distintos confines de América latina y África sin necesidad de apelar al imperialismo a la vieja usanza. Ese bajo perfil, defendido por Deng Xiaoping en el programa de Reforma y Apertura de 1978, no está exento de imposiciones y restricciones en sus dominios, como Hong Kong y Taiwán. En los noventa, China ingresó en la Organización Mundial de Comercio con la premisa de aplicar una economía de mercado sin salirse del molde político comunista. En 2011 superó el PBI de Japón. Dos años después estrenó la era Xi.
Xi rechazó en 2015 la teoría de la trampa de Tucídides por tratarse de una visión occidental de la competencia con Estados Unidos, pero insinuó que, si se repetían los errores del pasado, podía aumentar el riesgo de un enfrentamiento. Entonces, Barack Obama había promovido el llamado giro hacia Asia y la firma del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, percibidos como una provocación por China. En el círculo íntimo de Trump, Steve Bannon, exjefe de estrategia de la Casa Blanca, sostenía un par de años después que la guerra iba a ser inexorable. Era, en realidad, una declaración de guerra.
El declive del liderazgo norteamericano, la inquina contra Europa y la caída de valores como la democracia y los derechos humanos animaron a Xi a sacar músculo. China proyecta puertos en Pakistán, Bangladesh y Sri Lanka pese de los reparos de otro gigante, India. Con la Ruta de la Seda intenta unir Oriente y Occidente para coronar su influencia global. Obras, comercio y la red de internet de quinta generación o 5G después de lanzar un cohete al lado oscuro de la Luna y de alentar a los europeos a romper filas con Trump, ensimismado en el America First y en su reelección en 2020.