Justo por estas fechas. El 23 de septiembre de hace 46 años, la fórmula Perón-Perón (Juan Domingo + Isabel) arrasó en las urnas con el 62% de los votos. Era el fin de un convulsionado interinato —que incluyó la masacre intra peronista de Ezeiza— signado por la corta gestión de centro izquierda del tío Héctor J. Cámpora y su sucesor Raúl Lastiri, el yerno del siniestro brujo José López Rega, quien quedaría en los anales por la banalidad de sus 400 corbatas de el closet.
Dos días después de las urnas, el martes 25/9, un comando de Montoneros acribilló a José Rucci, líder de la central obrera CGT y en ese momento dilecto ahijado del anciano líder. Todo el mundo supo cómo y dónde lo emboscaron, nunca quedó bien claro por qué. El humor negro bautizó el crimen como Operación Traviata, por aquellas galletas de los 23 agujeritos.
Eran tiempos duros de toma y daca: casi un año después, el 16/9/74, otra copiosa balacera terminaría con el secuestrado Atilio López, sindicalista cordobés de la generación del Cordobazo y vicegobernador del mediterráneo Ricardo Obregón Cano, hasta que Perón dio vía libre a la asonada policial del Navarrazo. ‘’Que se cocinen en su propia salsa” había sido la sentencia del líder, en el otoño del ‘74 cuando ya su pelea con Montoneros, FAR y FAP era indetenible.
Suele despertar dialécticas el rol de Perón, muerto poco después, en aquel baño de sangre. Instigador despiadado de la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), para unos, o geronte rebasado por la violencia imparable, para otros. Por brevedad y respeto no cabe citar aquí las decenas de miles de argentinos, de uno y otro lado, que cayeron en la horripilante séptima década del siglo 20.
Causas, consecuencias, crueldades e inventarios son de frecuente evocación entre los viejos sobrevivientes de esa carnicería. El tema también atrapa a miles de ciudadanos más jóvenes, sobre todo en el arco del peronismo y la izquierda, que no vivieron la ilusión del regreso del justicialismo 18 años después de la Revolución Libertadora del ‘55. Ni el capítulo más duro en el paroxismo de la sangre, cuando el secuestro, tortura y muerte con ocultamiento total fue método, sistema y política de Estado, después de marzo del ‘76.
En una remembranza que resiste y se renueva, épica y leyenda, utopía y pasión, suelen regir la mirada retrospectiva de militantes y simpatizantes de esta remake del movimiento justicialista. ‘’Qué envidia, me gustaría haber vivido esa época de lucha” suelen decirme jóvenes y no tan jóvenes imbuidos de un espíritu revolucionario versión siglo XXI. No faltan adultos progres, más o menos sesentones, orgullosos de que sus hijos, alumnos o discípulos, militen con fervor en el “campo nacional y popular”. El verbo se enciende notoriamente cuando se repasa la noche de la dictadura setentera y la apelación incansable al castigo de aquella represión.
Pero a la vez, en casi cuatro décadas desde que retornó la democracia, fue desdibujándose todo rasgo de autocrítica sobre lo actuado, tanto en la izquierda, como la derecha que despedazaron gentes en cantidad ante la mirada atónita de la sociedad. Cualquier revisión de lo sucedido ha sido abortada consistentemente. En la democracia flamante de los ‘80, la ordalía fue motivo de literaturas y debates, después de que Raúl Alfonsín, en solitario mientras el peronismo miraba para otro lado, creara la CONADEP y mandara a juzgar a la maquinaria militar. El menemismo liberal de los '90, surgido de las cenizas de la hiperfinflación, cambió el chip, indultos a las cúpulas de militares y guerrilleros incluidos, cuando el gran movimiento de masas y el humor social viraron a un capitalismo popular que terminó su recorrido en el Corralito.
La sucedánea ola de este siglo, el kirchnerismo, tal vez como en ningún otro lugar del planeta, trajo a la palestra e instaló con éxito en una franja respetable la mística de la heroicidad de una época y su juvenilia. Y le ha dado aire y poder a tanques de ideas que suelen orientarse por dos brújulas:
1. La antinomia fundamental de este país es el peronismo-gorilas, en un cercenamiento de la historia previa de 150 años de estas pampas, en las que el canibalismo político y el instinto fratricida configuraron nuestro ADN.
2. Ergo, los '70, según acaba de proclamar el historiador Horacio González, son el máximum de una gesta revolucionaria y patria, en la que una generación gloriosa caminaba, con los recursos insurreccionales que tenía a mano, hacia la victoria final y la creación de un hombre nuevo.
Las últimas cuatro décadas, desde que el derrumbe del otrora poderoso partido militar, han sido plenas de penurias y desencantos. La Argentina tiene mucha más gente y muchos más pobres, la economía es un desastre, su colectivo es bastante más brutal en todo el tejido social. En los marasmos de esta decadencia se almacigan ardores por las viejas epopeyas, reconstruidas con lo mejor que tiene la memoria, que es su proceso de selección. Para más inri: ha sido común ver como discursean sobre mártires equis, dirigentes políticos y/o sindicales ayer enfrentados hasta las balas con homenajeados desaparecidos.
En otro solar, hay otra inteligencia acerca de lo que nos pasó a los argentinos en los '70. Ciudadanos que recuerdan como un capítulo miserable aquel horror orgiástico de matar o festejar las muertes de unos y otros. Una época que nos llenó de miedo y hartazgo. Y nos dejó en su huida, más pequeños, huérfanos de paz, y a muchos llorando a los queridos.
Pero la historia está candente, nada atisba a cerrarla, como llama votiva que jamás debería apagarse. También la mirada fresca de que nada se hizo mal y la sentencia fácil de que si la realidad lo demanda, lo volveríamos a hacer.
-“¿Pero vos estás de acuerdo, hoy, con la violencia armada?”, le pregunto a un excompañero de militancia estudiantil de casi medio siglo atrás.
-‘’No sé, todo depende, hay veces en las que el pueblo tiene que hacer tronar el escarmiento”, me dice mientras se soba su bigotón blanco, como en un tierno “animémonos y vayan”, propio de un abuelo que mece un columpio de plaza.
Definitivamente, cuesta extrañar los 70, esa fiesta revolucionaria que terminó como espectáculo macabro. Entonces éramos jóvenes, incansables y románticos. Pero se me cae la cara si tengo que mentirle a los más pibes. Aquello fue una mierda, además de una locura, que no me jodan.