La crisis en Chile es política (no económica, como la izquierda latinoamericana pretende imponer). Los levantamientos, cuya furia y nivel de violencia estuvieron claramente fomentados y organizados desde el binomio Cuba-Venezuela, no se dan en un marco de recesión ni desbarajuste macroeconómico. Lo que motivó a los manifestantes espontáneos (no a la minoría violenta altamente organizada y profesionalizada) es el hartazgo con la clase dirigente.
Esta índole política y no económica del estallido explica lo sorpresivo de éste. Nadie se imaginaba tremenda crisis en la democracia más próspera y estable de América Latina. Desde luego, la violencia de los sectores organizados de extrema izquierda jugó un papel fundamental. Inflamó los ánimos, entusiasmó a muchos, provocó a las fuerzas represivas y llevó el esfuerzo coercitivo estatal a un punto límite cercano al colapso (lo que detonó el toque de queda y el uso del ejército). De no ser por esta violencia organizada y de fuerte talante profesional, las marchas no hubieran tenido la repercusión mediática que alcanzaron. Aún así, la “marcha del millón” dejó en claro que el descontento es muy fuerte en un importante sector de la población (sin que necesariamente sea mayoritario, puesto que poco tiempo atrás la mayoría había votado por Piñera).
Esto obliga a la dirigencia chilena a replantearse la estrategia de comunicación y legitimación del propio Estado. Un Estado no puede funcionar eficazmente si un alto porcentaje de la población, incluso en minoría, lo percibe como ilegítimo, corrupto o injusto.
El fracaso de Chile no es económico. La extrema izquierda (y una parte de la centroizquierda ingenua) lo quieren hacer ver así, pero las cifras (que no son sólo números, sino personas) hablan por sí solas. Chile es el país de América Latina que más ha reducido sus niveles de pobreza en las últimas décadas. Pasó de un 40% a un 10% aproximadamente (según parámetros chilenos) desde 1990. Tiene la producción por habitante más alta de toda la región, como así también el tercer salario mínimo más alto y el IDH más elevado de Sudamérica. Exporta más que la Argentina con la mitad de la población. Todo ello con un modelo económico altamente liberal, con un Estado que gasta poco y cobra bajos impuestos, cediéndole el protagonismo a los ciudadanos, y con una sociedad muy integrada al mundo en lo económico y cultural (datosmacro.com).
Ahora bien ¿por qué con un modelo económico tan exitoso Chile ha llegado a este punto de crisis política? Esto puede entenderse por tres principales motivos: las herencias del punto de partida, la elevación de las expectativas y el desfasaje institucional. Si analizamos estas causas, nos daremos cuenta de que la actual crisis chilena tiene su origen, aunque parezca paradójico, en el éxito (y no en el fracaso) de su modelo económico. Y, si es así, el escenario más probable a futuro (por lo menos si la dirigencia reacciona a tiempo, como pareciera estar intentándolo Piñera) es, no el de una gran ruptura con el modelo económico, sino el de una importante reformulación política, que podría involucrar la inclusión de nuevos actores en el escenario político, la apuesta por una mayor calidad institucional, apertura y distribución del poder, como así también, quizás, eventualmente, una reforma constitucional.
La herencia del punto de partida se refiere a que Chile, históricamente, ha contado con una dirigencia política muy homogénea e integrada y con una sociedad muy estratificada. Su mentalidad insular (aislada por mar y cordillera) puede tener algo que ver con esto. Esta circunstancia le dio una estabilidad envidiable a lo largo del siglo XX en comparación con el resto de Latinoamérica, pero también provocó una creciente distancia social y psicológica entre los sectores altos y bajos, con sorpresivos y esporádicos estallidos sociales. Por eso en Chile se da la paradoja de una dirigencia y una sociedad particularmente conservadoras, pero también con una minoría fuerte y muy activa de izquierda dura y radical. El primer presidente comunista ungido por el voto popular (aunque sin alcanzar la mayoría propia) fue el chileno Salvador Allende.
Esta distancia social no desapareció del todo tras el despegue económico de Chile, y lo que queda de ello se hace cada vez más evidente e intolerable en medio de la opulencia. Y aquí caemos en el segundo factor, que es la elevación de las expectativas. Los sectores bajos han visto a Chile explotar económicamente (en sentido positivo) en las últimas décadas, sintiendo que a ellos les caían sólo apenas unas pocas esquirlas de ese progreso. Si a eso añadimos la clara intervención transnacional de la extrema izquierda organizada, con acciones violentas planificadas y profesionalizadas, tenemos por resultado el cóctel lastimoso que todos vimos por televisión y redes.
La clave de todo esto podría hallarse en el tercer factor, que es el principal. Me refiero al sistema político, a las instituciones. Si el progreso económico tan acelerado de Chile no pudo ser seguido con ritmo suficiente por la satisfacción social y la representatividad política, es porque las instituciones no estuvieron a la altura de las circunstancias.
No quiere decir que haya sido fácil. De hecho, la democracia chilena es de muy alta calidad para parámetros latinoamericanos. Es la 2º de Sudamérica en el Índice de Democracia de EIU (con un puntaje cercano a EEUU o Francia), también la 2º de Sudamérica en el Índice de Transparencia Internacional y la 3º de dicha región en el Índice de Derecho a la Información.
Esto nos habla de que el desfasaje se debe más a la rapidez y lo vertiginoso del cambio económico, que a la baja calidad del sistema político. Empero, ante cambios tan grandes y éxitos económicos tan rotundos que no llegan a satisfacer a un sector importante de la población, el sistema político deberá aspirar a alcanzar niveles de calidad democrática incluso superiores (al estilo de Suiza, Australia, Canadá, Nueva Zelanda, países nórdicos, etc.).
Ese es el gran desafío que Chile tiene por delante y lo que, aparentemente, la sociedad pacífica está reclamando: una democracia más transparente, participativa, descentralizada y eficiente aún, con un orden de prioridades o reparto del presupuesto público más representativo e inteligente. La mayoría de los chilenos no quiere abandonar el modelo económico exitoso (por eso votaron a Piñera) pero reconocen que las altas expectativas generadas por él no están siendo cumplimentadas satisfactoriamente.
Si Chile logra sortear esta crisis y resolverla satisfactoriamente, evitando la trampa del estatismo, puede que se encamine a consolidarse como un país desarrollado y como la perla latinoamericana que en alguna medida y en ciertos aspectos ya es, pasando a jugar definitivamente en las “grandes ligas” de la política y la economía mundial. De lo contrario, podrá ingresar en una etapa de estancamiento equivalentes a las actuales de Argentina y Brasil. Piñera, como demócrata liberal que es, debería liderar a los chilenos en el primer sentido, pero cambios grandes exigen amplios consensos políticos y sociales. Y esto es el mayor desafío.