En América Latina parece desplegarse una epidemia de protestas. De Quito a Tegucigalpa, de Bogotá a Santiago de Chile, la gente salió a la calle a manifestarse con distintas motivaciones y modalidades. El fenómeno más llamativo es el de Chile. Mientras multitudes de indignados golpeaban cacerolas, bandas endemoniadas quemaban supermercados con gente adentro. Y, por momentos, las fuerzas de seguridad parecían confundir a unos con otros. No existe una única fórmula para explicar estas movilizaciones. Pero todas ellas son incomprensibles si no se las inscribe en un contexto general. Es decir, si se las lee como acontecimientos aislados y no como distintas expresiones de un ciclo internacional.
La región experimenta un drástico ajuste económico que es la consecuencia del fin de la bonanza que iluminó, en una periodización aproximada, la primera década del siglo. Ese bienestar fue hijo de la expansión de las grandes economías asiáticas, sobre todo, de China. Una ola de prosperidad que modificó las pautas de consumo. Y dotó a los Estados latinoamericanos de ingresos excepcionales que, con mayor o menor responsabilidad, permitieron extender la protección social. Al calor de esa mutación acelerada se celebró el surgimiento de las denominadas nuevas clases medias.
En estos días se asiste a las distintas escenificaciones de una misma perturbación por la declinación de ese bienestar. En la Argentina ese proceso tiene un significado muy relevante. Primero, porque explica mejor que cualquier otro factor la derrota electoral de Mauricio Macri.
Las primarias del 11 de agosto fueron una aguda exhibición de descontento por el persistente deterioro de la situación económica y social. El electorado protestó en las urnas. No en la calle. Sin violencia. Hay una segunda razón para prestar atención a esta retracción que afecta al vecindario. Obliga a contrastar el contexto actual con el del ascenso del kirchnerismo. Esa comparación ayuda a evitar malentendidos.
El discurso proselitista de Alberto Fernández, el triunfador de las primarias, se centra en atribuir las calamidades de la vida material a una supuesta perversidad de Macri. Esa imputación puede crear la ilusión de que el país volverá a disfrutar de una economía rozagante apenas sea reemplazado el Presidente.
Sobre todo si el candidato se presenta como, a la par de Cristina y Néstor Kirchner, uno de los demiurgos que produjeron el milagro de la década ganada. Para decirlo de otro modo: el drama que hoy se desarrolla en la región obliga a examinar lo que ocurrió a partir de 2003, y lo que está ocurriendo ahora, a la luz de los factores impersonales que impulsan la dinámica económica. Si adoptara este punto de vista, Fernández debería desistir de su narrativa de héroes y villanos. Pero obtendría un beneficio: en caso de ocupar el lugar de Macri, evitaría ser señalado como el agente de una nueva frustración.
El amigo chino
En las últimas semanas, antes de que estallaran las protestas, se elaboraron dos estudios sobre la dinámica económica de mediano plazo en América Latina. Uno corresponde a Pablo Gerchunoff y el otro, a Alfonso Prat-Gay. Ambos trabajos son, además de excelentes, coincidentes.
Gerchunoff, en un paper titulado "La doble U invertida de América del Sur" sintetiza en qué cambió el rol de China en la economía global desde las grandes transformaciones de 1978. Dice: "En 1978, la participación de China en el PBI mundial era del 5%, pero la participación en el comercio, de solo el 1%; en 2000, del 10% y del 4%, pero en 2015, del 16% y del 14%. Subrayémoslo, después de la apertura, la participación china en el comercio mundial creció diez puntos, y además con un sesgo sur-sur. Eso explicó el boom en los precios de las materias primas entre 2003 y 2013".
Entre esas dos fechas el incremento de los precios de las materias primas, y de los términos de intercambio -la comparación de esos precios con los de los productos que se importan-, es llamativo. Pero Gerchunoff hace notar cómo es todavía más asombroso el deterioro que esas mismas variables muestran entre 2013 y 2018. En el caso de la Argentina, los precios subieron entre 2003 y 2013 un 45%, y entre 2013 y 2018 bajaron 3%. Los términos de intercambio aumentaron 120%, para descender luego 16%. En el caso de Chile, los precios subieron 88% en el primer período y solo 7% en el segundo. Los términos de intercambio mejoraron 156% y se derrumbaron luego 6%. Brasil vio cómo sus precios subían 27% para bajar después 8%. Mientras que los términos de intercambio mejoraban 131%, y empeoraban en el segundo lapso 19%. Venezuela presenta la fluctuación más dramática. Los precios subieron 354% para bajar después 53%. Y los términos de intercambio se incrementaron 274% para caer después 31%. Gerchunoff demuestra que en 2013 la opulencia asiática había dado ya todo lo que tenía para dar, debido a que los chinos modificaron su patrón de crecimiento.
En su trabajo sobre la economía regional, Prat-Gay analiza el comportamiento de América Latina en comparación con el de otras zonas del planeta. El corolario es impactante: se trata de la economía que, en términos relativos, presenta el peor desempeño. Si se toma el crecimiento del PBI en términos reales de los años 2016, 2017, 2018, y el estimado de 2019, el de China fue de 6,7%; 6,9%; 6,6% y 6,2%. El de los países emergentes fue de 4,4%; 4,7%; 4,6% y 4,5%. El de Latinoamérica fue de -0,6%; 1,3%; 1,1% y sería para este año de 0,2%.
Más asombroso es el aumento del PBI per cápita entre 2007 y 2019. Prat-Gay consigna para América Latina y el Caribe un incremento de 0,9%, que se reduce a 0,53 cuando se circunscribe a Brasil, México y la Argentina. El mundo en desarrollo, en cambio, tuvo una mejoría de 3,25%, impulsada sobre todo por China, con 7,38%. Los países desarrollados mejoraron su PBI per cápita en 0,76%.
Prat-Gay observa que entre 2000 y 2015 la región fue la que menos mejoró su productividad: 22%. Asia lo hizo 86%; Norteamérica, 69%, y África, 37%.
Estas cifras se proyectan sobre la situación social. Gerchunoff estudia las fluctuaciones de la pobreza y de la desigualdad. Si se toma como criterio la canasta básica alimentaria argentina, que es la más cara de la región, el autor anota que "acotándonos aproximadamente a la etapa del boom de las materias primas, la propia Argentina redujo la pobreza de 51% en 2000 a 30% en 2017, Brasil, de 70% a 48%; Chile, de 64% a 30%, y Uruguay, de 34% a 20%".
La desigualdad, considerada según el coeficiente de Gini, tuvo una caída entre 2000 y 2017 de 8 puntos porcentuales en la Argentina, de 6 puntos en Brasil y de solo 3 puntos en Chile. Este contraste entre reducción de la pobreza y persistencia de la desigualdad es el argumento más frecuente para identificar la atmósfera de malestar en la que viven los chilenos todos estos años, y que sirve como telón de fondo a los acontecimientos de Santiago. Aunque no justifica, desde nuevo, los niveles de violencia.
En descenso
Gerchunoff y Prat-Gay demuestran dos fenómenos decisivos. América Latina está en la fase descendente de un ciclo que fue expansivo en la década anterior gracias al aumento de los precios de las materias primas. Pero, más allá de esa fluctuación, está atrapada por problemas endógenos que la ponen en desventaja frente a otras regiones del planeta.
Esta encrucijada acorrala a la dirigencia política, que cae, unánime, en todas las encuestas. La retracción obliga a una mayor austeridad fiscal. Pero los ajustes no son tolerables para una población que accedió a niveles de consumo desconocidos y a una mayor protección del Estado en la década anterior. Macri y Piñera son en estos días los destinatarios de este movimiento. Ambos respondieron, uno después de la derrota, el otro después de la tormenta social, con medidas que implican aumentar el gasto público. Los dos reconocieron los límites de la ortodoxia. Es curioso: durante 2016, Piñera aconsejaba a Macri reemplazar el gradualismo por recortes draconianos.
Las observaciones de Gerchunoff y de Prat-Gay reviven el significado del año 2003. Son una lección valiosa en el actual contexto político, porque Alberto Fernández insinúa que, si triunfa el próximo domingo, el país regresará a aquel paraíso perdido. Esa sugerencia incurre en un doble error. El primero tiene que ver con el papel de los Kirchner y de él mismo en esa historia. Fernández se ufana de que a ellos se les debe la conquista del superávit fiscal, el superávit de comercio, el aumento de las reservas monetarias y un tipo de cambio competitivo. Si se repasan los indicadores de aquel tiempo, se advierte que la historia fue distinta. El kirchnerismo encontró una economía dotada de esas fortalezas. Y la fue deteriorando.
Kirchner recibió de Eduardo Duhalde un superávit fiscal de 3 puntos del PBI. Lo mantuvo en alrededor de 3,5%, con un crecimiento del PBI de alrededor de 9% anual. Sin embargo, entre 2006 y 2007, el gasto se disparó del 29 al 43%, originando una crisis fiscal que persiste hasta ahora. ¿Cuál fue la causa? La incorporación al sistema previsional de 1,8 millones de beneficiarios que no habían hecho aportes. Fue en víspera de las elecciones presidenciales. El jefe de Gabinete era Fernández y el titular de la Anses, Sergio Massa.
Entre 2006 y 2007 se disparó otra variable que se muestra ingobernable desde entonces: la inflación. Pasó de 9 a 18%. La segunda cifra corresponde a un estudio privado. En enero de 2007, Kirchner y Fernández intervinieron el Indec.
Estos datos obligan a revisar el relato del candidato kirchnerista: a partir de 2006, los Kirchner se dedicaron a consumir las fortalezas heredadas.
También habría que ajustar la lectura del presente. Si, convertido en presidente, Fernández pretende negociar un nuevo acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, deberá equilibrar las cuentas públicas. Se encontrará con dos problemas delicados. Sobre todo a la luz de lo que está sucediendo en la región. Son el déficit del sistema de jubilaciones y el retraso en las tarifas energéticas, sin el cual es impensable el desarrollo de Vaca Muerta. Si se aplica la fórmula de actualización de las jubilaciones aprobada, con escándalo, en diciembre de 2017, el aumento de esos haberes sería de 10 puntos por encima de la inflación. Riesgosísimo.
El otro problema es el costo de la energía. El gobierno actual se comprometió a reducir a cero para 2020 el déficit de Cammesa, la empresa que solventa la generación eléctrica. Hoy ese déficit es de alrededor de 3500 millones de dólares. Expertos muy reconocidos sostienen que parte de ese desequilibrio se debe a la decisión oficial de contratar más energía de la que hace falta. Sea como fuere, achicar ese rojo supone un aumento de precios. No es el único desafío: el 13 de noviembre, Macri debería liberar el precio de la nafta en los surtidores. Y su rival, que para esa fecha quizá sea ya su sucesor, debería aplaudirlo.
Fernández se acaba de preguntar por qué la sociedad fue tan pacífica frente al ajuste que le impuso Macri. Él sabe cuidar sus intereses. Pero, si se observa bien el contexto en el que tal vez tenga que operar, no estaría de más aconsejarle que cuide sus palabras. No vaya a ser que se conviertan en un búmeran (Diario La Nación).