A raíz de las rivalidades políticas y fisuras ideológicas que caracterizan al Frente de Todos, el gobierno de Alberto Fernández funcionará como una coalición. No solo porque en la fórmula que él integra con Cristina Kirchner confluyen dos visiones distintas de la política.
También por enconos derivados de la militancia que abrazaron algunos exfuncionarios kirchneristas en contra de la expresidenta, sin prever que ella podría recuperar su competitividad en poco tiempo.
Ahora enfrentan el problema de que el monto de clemencia disponible no alcanza para todos. En especial después de que Fernández y Sergio Massa consumieran su ración. Estos entredichos son inherentes a la vida del poder.
En cambio hay enfrentamientos menos habituales. Se originan en el giro que el kirchnerismo protagonizó después de la muerte de Néstor Kirchner. Es decir, son conflictos entre el primer y el segundo kirchnerismo. Y presentan un rasgo inusual: se tramitan en los tribunales e implican costos multimillonarios.
Uno de los grandes dilemas que enfrentará el nuevo presidente será cómo resolver estas diferencias. El primer pleito se refiere al modo en que se estatizó el 51% de las acciones de YPF.
El reclamante es el grupo Petersen, nombre de fantasía con que gira la familia Eskenazi. El "experto en mercados regulados" Enrique Eskenazi y su hijo y mano derecha, Sebastián, concibieron una demanda contra la República Argentina y contra YPF.
La llevaron adelante desde Petersen Energía y Petersen Energía Inversora, las dos sociedades españolas con las que adquirieron el 25% de la petrolera. Esa operación, que se realizó en 2008 con el marketing de la "argentinización", fue auspiciada por Kirchner.
En diciembre de 2011, Cristina Kirchner descubrió lo que era evidente: la alianza de los Eskenazi no era con el Estado, sino con los socios españoles de Repsol. En consecuencia, decidió estatizar las acciones de ambos grupos.
Cuando la gestión de la expresidenta entraba en su ocaso, los Eskenazi vendieron, a través de aquellas sociedades españolas, quebradas, su presunto derecho a demandar a la República y a YPF. El argumento fue que en la estatización no se había respetado el estatuto societario de la empresa.
El comprador del pleito fue el fondo Burford Capital, que les habría pagado 15 millones de euros. La familia quedó ligada al éxito del juicio en un 30% de la indemnización. Si alcanzaran su objetivo, Burford y los Eskenazi se estarían llevando de 3 a 5.000 millones de dólares.
El pleito navegó sin luces por el juzgado neoyorquino de Loretta Preska, quien, en un comienzo, adoptó una posición muy adversa a la Argentina. En aquel momento, en los tribunales de los Estados Unidos pesaba un clima adverso sobre el país, debido a la disputa con los holdouts.
Con la llegada de Mauricio Macri al poder y, sobre todo, después de la designación de Bernardo Saravia Frías en la Procuración del Tesoro, la defensa del país se reanimó. El Estado esgrimió varios argumentos que mejoraron su situación. Explicó algo ajeno a la tradición anglosajona: que la estatización, que fue indemnizada, se basó en una ley que es superior a un contrato entre particulares, como el estatuto societario.
Recordó, además, que los prospectos de las acciones de YPF consignaban que los pleitos se dirimirían en jurisdicción argentina. Y denunció en España que la venta de los supuestos derechos de Petersen a Burford se realizó de manera irregular, para evitar un principio del derecho europeo: que antes de transferir esa prerrogativa a un tercero, los Eskenazi se la tendrían que haber ofrecido al Estado nacional.
Hay entre todos los argumentos uno muy interesante: la República Argentina sostuvo que existen indicios de que los Eskenazi adquirieron el 25% de YPF a través de mecanismos fraudulentos y corruptos. La relación de la familia Eskenazi con Kirchner fue de una extraordinaria opacidad.
Un ejemplo es lo que declaró Víctor Manzanares ante el juez Claudio Bonadio. El contador de los Kirchner afirmó, entre otras imputaciones, que, en su momento, el secretario privado del expresidente, Daniel Muñoz, movió una suma importantísima de dinero hasta un reducto de la ciudad de Buenos Aires del que solo tenían llave él y Sebastián Eskenazi.
A pesar de este testimonio Bonadio nunca llamó a declarar al empresario. El procurador del Tesoro que designe Fernández, sucesor de Saravia, deberá ser muy sagaz. En principio, tendrá que encontrar una solución para convivir con el argumento sobre una compra espuria del 25% de la petrolera.
¿Cómo ratificar que los Eskenazi compraron YPF mediante procedimientos inmorales sin mancillar la memoria de Kirchner? Y sin dañar, además, la biografía de Fernández, que era el jefe de Gabinete cuando se realizó esa incorporación. ¿Cómo retirar esa afirmación del expediente?
Lo que allí se dice lo dice no un gobierno, sino el Estado. Los Eskenazi mantienen con Fernández una relación amistosa. Hasta comparten colaboradores. Una demostración de ese vínculo la aportó Miguel Galuccio, quien a los pocos días de hacerse cargo de YPF filtró, o dejó filtrar, un contrato de asesoramiento del actual presidente electo con la conducción de la compañía.
Nada que deba reprocharse: Fernández se desempeñaba en ese momento en el sector privado. Esta proximidad puede llevar al "experto en mercados regulados" a fantasear con que, con el ascenso del nuevo gobierno, sus posibilidades judiciales y las del fondo Burford, van a mejorar.
Si los Eskenazi alcanzan ese objetivo, Fernández deberá erogar, por lo menos, 3.000 millones de dólares de las exiguas arcas de su administración. Y, lo que es más doloroso, Cristina Kirchner sufriría una derrota en su saga a favor de la soberanía energética.
También saldría vencido el nuevo gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, que fue el cerebro de la estatización. Habría que presumir, dadas las ventajas obtenidas, que los Eskenazi militan en el kirchnerismo. Por lo tanto, el pleito que llevan adelante contra YPF y la República Argentina abre una fisura en la nueva alianza gobernante.
El otro enfrentamiento judicial tiene características similares. Se refiere a la reestructuración de la deuda negociada durante la gestión de Néstor Kirchner. En ese proceso se emitieron bonos con un cupón que premiaría a sus tenedores si el PBI se incrementaba en más de 3,25% al año. Como a partir de 2003 la economía tuvo una expansión extraordinaria, el pago de esos papeles comenzó a plantear dificultades al Tesoro.
En marzo de 2014, Kicillof anunció que el PBI de 2013 había crecido 2,9%. Es decir, menos de 3,25%. El fondo Aurelius se presentó en los tribunales de Manhattan denunciando una manipulación. El argumento fue que, en febrero de 2014, Kicillof había anunciado que el crecimiento de 2013 había sido de 4,9%. Y que el 2,9% de marzo no fue una corrección técnica, sino un ardid para no pagar el premio.
El argumento del Estado fue, en este caso, que el cálculo del crecimiento es una prerrogativa del Ministerio de Economía. Pero otros fondos acudieron a los tribunales de Londres y Nueva York reprochando mala fe. La suma de estos reclamos sería de, por lo menos, 5.000 millones de dólares. Este debate tiene un costado interesante más allá del campo judicial. Demostraría que la ventajosísima quita nominal negociada con los bonistas, de la que se precia el entonces jefe de Gabinete, Fernández, ofrecía una compensación generosísima con el cupón del crecimiento.
Quien observaba la economía en aquellos años, sabía que la ampliación del PBI era inevitable. En otras palabras: lo que se pelea en el escritorio de Preska supone una revisión sobre la épica financiera del primer kirchnerismo. El otro ángulo del problema es político.
Aquellos títulos fueron emitidos por Néstor Kirchner y Fernández, con Roberto Lavagna como ministro de Economía y, esto es lo curioso, Guillermo Nielsen como negociador. El Ministerio de Economía de la próxima administración todavía no está definido. Igual que otros: Fernández está revisando algunos nombres que ya parecían establecidos, en casi todos los casos para mejorar la calidad de su equipo. Nielsen figura entre los candidatos a suceder a Hernán Lacunza.
Aun cuando anoche tomaba mucha fuerza la versión de que el cargo iría para Emmanuel Álvarez Agis. En cualquier caso, ¿intentará Fernández pagar menos por los bonos que él mismo emitió?
Nielsen en su momento escribió artículos periodísticos que defendían el derecho de los bonistas, aunque dejó de hacerlo cuando se activó la querella judicial. A Nielsen le costaría insistir en que los bonistas están en lo cierto, porque no podría retirar los argumentos ya expuestos por el procurador Saravia. Si lo hiciera, ocasionará un nuevo disgusto a Kicillof.
En definitiva: se abriría un entredicho entre el supuesto ministro Nielsen y el nuevo gobernador de la provincia. O entre el Presidente, que intervino en aquella reestructuración, y Kicillof. Un detalle: Álvarez Agis, que se ha ganado en estos meses el aprecio del mercado, era la mano derecha de Kicillof en aquel gabinete. A diferencia del litigio por YPF, el de los bonos está destinado a impactar no solo sobre los recursos, sino sobre el programa de la nueva administración.
El juicio en lo de Preska influye sobre el humor de los tenedores de bonos en un momento en que los reestructuradores de entonces estarán iniciando una nueva reestructuración. Estas controversias ponen al nuevo oficialismo frente a una paradoja inesperada. En solo dos expedientes está en juego una fortuna: por lo menos, 10.000 millones de dólares.
Algo así como la cuarta parte de la deuda con el Fondo Monetario Internacional. Para salvar esos recursos, el presidente Fernández deberá revisar la obra y relativizar los méritos del presidente Kirchner. O, si se prefiere, del jefe de Gabinete que fue él mismo hace ya más de una década (diario La Nación).