En principio pareciera que el gobierno de Alberto Fernández gusta porque no asusta. O mejor dicho, asusta menos de lo esperado. Hay aumento de retenciones, pero menor al que se temía. Se habla de controles de precios, pero por ahora acordados, como con los laboratorios.
De todos modos un riesgo eventual está volviéndose un problema efectivo desde el vamos y en varios terrenos a la vez, así que no puede decirse que sea fruto de un desajuste puntual. Parece una inclinación constitutiva del nuevo gobierno, obligado a hacer equilibrio entre fuerzas en pugna más potentes que él, el quedar atrapado en esos equilibrios y no poder zafar de las dicotomías que enfrenta. Tal vez sea porque, en verdad, no sabe bien lo que quiere. O mejor dicho, lo único que sabía que quería, ya lo hizo: sacar a Mauricio Macri.
El problema se advierte en el terreno en el que más rápidamente los equilibrios sin rumbo pueden complicarse: la economía. Martín Guzmán hizo una primera presentación en sociedad, a continuación dio una conferencia de prensa y ambas fueron todo un dechado de moderación. Dijo allí textualmente: no vamos a seguir con el ajuste fiscal pero tampoco vamos hacia una expansión monetaria, porque no hay cómo financiarla, aumentar el gasto sería acelerar la inflación (con lo que reconoció que mucho margen para aumentar gastos con más impuestos tampoco hay).
Entonces, ¿qué van a hacer? No se sabe. ¿Reformas? No parece haber ninguna en cartera: se desmintió que vayan a hacer la previsional, lo mismo que antes la laboral. Por ahora sí se sabe que van a acelerar la renegociación de la deuda para evitar un default, y han convocado a tal efecto a colaboradores más curtidos que el propio Guzmán, como Daniel Marx, lo que parece muy oportuno y fue bien recibido por los bonistas.
Pero poco y nada se sabrá sobre medidas concretas hasta que esa negociación avance y haya como resultado un plan fiscal, y un presupuesto. ¿Significa esto que la política económica la van a decidir en una mesa: Marx, el Fondo Monetario Internacional y los acreedores privados? ¿Eso va a ser aceptable para el Frente de Todos? Quién sabe. Mientras tanto parece que flotaremos en el limbo entre el no ajuste y la no expansión. Y puede que mientras tanto las tensiones se vayan incrementando. En cualquier caso, que el horizonte de nuestra nueva gestión de gobierno sea solo renegociar pasivos para ganar tiempo suena a poco. ¿Ganar tiempo para qué? ¿Para que los Microcréditos Para Todos nos conviertan en una sociedad de emprendedores?
Dividir la gestión de la Economía en varios pedazos tampoco ayuda, porque hay varias voces vendiendo distintas versiones del equilibrio. Macri ya lo probó y el resultado fue más bien inmovilismo e inconsistencia. Algo no muy distinto empezó a suceder en el terreno judicial. Donde no asombra tanto, porque ya se sabía que era una de las áreas en que el regreso del kirchnerismo al poder, "para ser mejores", desde el comienzo iba a traer problemas.
Marcela Losardo aparentemente se tomó muy mal que le impusieran de vice ministro a Juan Martín Mena, discípulo de Eugenio Zaffaroni y devoto fiel de Cristina Kirchner. Se dice que incluso le presentó la renuncia a Alberto, a las pocas horas de haber jurado como ministra. No fue el mejor comienzo. En cualquier caso, tras conocerse la designación de Mena, Losardo hizo declaraciones que sonaron a revancha: "No vamos a garantizarle la impunidad a nadie".
No le deben haber creído mucho en Comodoro Py, donde ya están haciendo sus aprestos para la guerra, por buenos y malos motivos. Alberto no debería asombrarse, tras el tono virulento y maniqueo del discurso de inauguración en que para ofrecerle impunidad a Cristina sin decirlo abiertamente mezcló la reforma judicial de Gustavo Béliz con el nunca más al lawfare, metiendo a todos los jueces en la misma bolsa.
Así que los señalados no tardaron tampoco ni un minuto en buscar su propia revancha: para empezar reeligieron al juez Martín Irurzun, el más insistentemente señalado por Alberto y Cristina como el malo de la película, al frente de la Cámara Federal porteña, que revisa los fallos de los tribunales de primera instancia de Comodoro Py. Al hacerlo contradijeron un acuerdo previo, según el cual el cargo iba a ser rotativo, dejando bien en claro cuál era el mensaje. E ilustraron el brete en que las palabras de Alberto han puesto a jueces amigos, como Ariel Lijo y Luis Rodríguez, y a la mayoría amigable de la Corte Suprema de Justicia: una situación parecida a la que Cristina generó con la "democratización de la Justicia", y al instante de haber empezado la gestión, todo un récord.
Lotear no sólo los ministerios entre las distintas facciones sino la estructura interna de cada cartera no parece haber sido una buena idea. Le funcionaba a Néstor Kirchner porque él podía dividir para reinar pero no le va a funcionar a Alberto, que necesita construir gobernabilidad y autoridad sin plata ni liderazgo. Cristina entendió el problema y por eso cambió la dinámica en el Congreso, pero se ve que su compañero de fórmula está demasiado atado a la tradición.
El otro frente en que los equilibrios le están costando caros a Alberto es el de las relaciones exteriores. Ya el día de su asunción logró espantar al principal enviado de Donald Trump a la ceremonia, al recibir y fotografiarse sonriente con la mano derecha de Nicolás Maduro, que tenía prohibida la entrada al país. Y la situación se complicó aún más cuando horas después concedió asilo a Evo Morales, según éste, para que continuara "su lucha por los humildes" y coordinara la campaña electoral del MAS. Desde bien cerca.
Felipe Solá, el canciller en los papeles, quiso marcarle los puntos al recién llegado: "No queremos que Evo use este lugar para hacer política ni declaraciones públicas", porque "la situación de la Argentina es delicada y no queremos sumar problemas". Y no le debe haber hablado solo a Evo y sus colegas, si no también a la propia Casa Rosada, donde se mueve por los pasillos con total libertad una suerte de canciller en las sombras, Marco Enríquez-Ominami. Que fue quien organizó las reuniones con funcionarios cubanos, venezolanos y demás figurones con los que, tal vez, Alberto imagine que "equilibra" el entendimiento buscado con Estados Unidos.
Lo cierto es que Morales, desde que llegó al país, se dedicó a hacer campaña contra el gobierno provisorio de Jeanine Áñez, y ésta naturalmente se lo reprochó a su par argentino. Lo que fomentará un problema de más largo plazo entre ambas naciones si sucede lo que pronostican las encuestas bolivianas: las futuras autoridades electas entenderán que en la reconstrucción de su democracia Argentina les jugó en contra, y les conviene recostarse más todavía en Brasilia.
Ni siquiera el MAS tendrá mucho que agradecerle a la "solidaridad de los pueblos": es notable el esfuerzo que hacen algunos de sus dirigentes por formular una autocrítica sobre los últimos años de Evo en el poder, para mejorar sus chances electorales, y no ayuda precisamente a este cometido que el expresidente tenga una presencia pública tan activa; si las urnas no les sonríen ya saben a quién reprochárselo.
Brasil, mientras tanto, decidió detener su escalada contra Alberto, y hay chances de un entendimiento. Aunque la forma en que el nuevo gobierno insiste en dirigirse a nuestro principal socio comercial, también animada por una cierta noción del "equilibrio" entre ambos, no ayuda a aprovecharla. Alberto dijo en su discurso inaugural, y repite cada vez que puede, que hay intereses permanentes de ambos países que sobrevivirán al paso de los gobiernos.
Y bien puede suceder que Jair Bolsonaro deduzca de esas palabras que llevarse bien con él no es una prioridad de los argentinos, porque estos creen que pronto él va a ser cosa del pasado y Brasil va a volver a ser el mismo de antes. Lo que además de un poco despectivo, es sobre todo una evaluación errada de lo que está pasando en el país vecino. Sus elites políticas y económicas, mucho más allá de las fracciones que conforman el actual gobierno, han cambiado de opinión sobre lo que les conviene: el interés de Brasil tiende a alejarse de las visiones proteccionistas tradicionales se ha vuelto mucho más aperturista. Por lo que, por más que eventualmente a Bolsonaro le vaya mal y pierda su reelección, se mantendrá la apuesta por volver a crecer integrándose a la economía mundial, no apartándose de ella.
Lo que nos conecta con otro aspecto de los equilibrios con que se maneja Fernández, y no sólo él, que puede acarrearle y acarrearnos más problemas de los que ya tenemos. La región en su conjunto está cambiando, y desde hace tiempo, en dirección a una economía más abierta, y Argentina se va quedando sola. Si los equilibrios que cultivamos son pura defensa del statu quo doméstico, el resultado va a ser indefectiblemente mayor fragilidad y atraso.
Apostar por los equilibrios no tiene nada de malo, todo lo contrario, puede ser una excelente idea para convertir fuerzas en pugna en impulsos convergentes hacia el cambio. Pero para que eso funcione conviene tener en claro en qué dirección se quiere cambiar. Aparentemente, Alberto aún no lo sabe y lo deja ver demasiado seguido. Tal vez parte del problema resida en que cuando se vio obligado a pensar quién era realmente, y qué quería, para dejar de ser un servidor y convertirse en un líder, se autodefinió como un "liberal progresista". Adoptando la idea que se suelen hacer los peronistas de lo que es un liberal, una especie de caricatura, alguien anodino que no se juega ni por una idea ni por un grupo de pertenencia, un tibio que es incapaz de tomar decisiones. Va a tener que hacer bastante más, y hacerlo pronto, porque de otro modo sus equilibrios lo conducirán bastante pronto a un pantano.