Desde hace ya demasiado tiempo que leo y escucho largos y sesudos argumentos para explicarme que con la meritocracia se provocan gobiernos “para unos pocos”, se borra del plano existencial al que no cumple con la satisfacción de sus necesidades básicas y demás yerbas. Básicamente, que la meritocracia es cosa de garcas y que el sentimiento correcto es el de la igualdad de derechos para todos.
Es cuanto menos llamativo esta clase de argumentos muy en modo en los inicios de la nueva década del veinte, dado que si alguien hace mérito para obtener algo, tiene todo el derecho del mundo de que se lo respete. Evidentemente, ese vínculo directo entre la acción y el resultado es algo propio de las ciencias duras y no debería ser contemplado bajo la óptica de la interpretación de la realidad que, como ya sabemos, “es más compleja”.
No es una fantasía exagerada, realmente escriben y publican argumentos así. Y lo hacen personas que tienen el inmenso beneficio de trabajar en lugares donde aparentemente está mal visto que se controlen horarios, donde una máquina de fichaje de personal puede traer a la memoria las cámaras de gas de los nazis, donde los aumentos salariales y ascensos nunca están sujetos a la capacidad laboral y al esfuerzo, y un largo listado de ítems que podrían llegar a determinar que los sujetos en cuestión reclaman que se respeten sus derechos a cobrar y no ser controlado.
Una vez me explicaron que si hacía mucho mérito conseguiría buenas notas en los exámenes y que eso era un parámetro a tener en cuenta para el resto de la vida, sobre todo en lo laboral y económico. Pero llegó la mayoría de edad.
Para quien se crió en un barrio del Estado, donde convive con personas de casi todas las extracciones sociales –pobres, clase media, taxistas, comerciantes, milicos, acomodados caídos en desgracia, etcétera– el mérito es algo a tomar con pinzas. Todos sabíamos quiénes habían ligado el departamento por contacto. Y lo sabíamos porque no lo ocultaban. Es más: lo gritaban a los cuatro vientos, porque como que daba aire de una cuota de poder prestado, pero poder al fin, ¿ha visto?
Y como el poder es una manifestación de fuerza resultó normal que desde pequeño comenzara a descreer en el mérito del sacrificio gracias a ser molido a trompadas porque sí o a sufrir el escarmiento en grupo en situaciones a las que le faltaban un par de décadas para que supiera que se llamara bullying.
Cuando cumplí 18 años, todas esas cuestiones de mérito se desvanecieron por completo. Para aprobar una materia era tan válido estudiar como tener un amigo en común con el profesor. El máximo grado de poder llegaba cuando no veías a ese que le daba lo mismo quién le tomara en la mesa de examen. Ese era lo suficientemente importante como para que el titular de cátedra diera la orden. Y no es que el hombre se arriesgaba con tamaña orden. Es un sistema instituido y aceptado por todos; un secreto a voces que todos conocen, que todos cuestionan, pero con el que todos fantasean de vez en cuando, o siempre, depende del grado de culpa de cada uno. O de hartazgo.
Y es que el sistema del acomodo es perfecto, como un agujero negro que ejerce una fuerza de gravedad tal que, incluso quienes luchan contra él, tarde o temprano se cansan y se dejan llevar.
Al ingresar al Poder Judicial lo hice como todo hijo de vecino: pinche, cose expedientes, meritorio. Meritorio, el que hace mérito. El que hace mérito para conseguir un cargo permanente, con un sueldo, obra social, aseguradora de riesgos del trabajo, derechos laborales en general. Lo lindo del sistema es que, en el camino, se trabaja igual, sin sueldo, dependiendo de la buena voluntad del personal del juzgado a la hora de hacer la colecta mensual, pero con la mente puesta en que tanto esfuerzo valdrá la pena.
Pasaban los meses que luego se hicieron años y yo seguía esperando el mentado nombramiento con la frustración de quien siente que no realiza el mérito suficiente, mientras veía que hijos, hermanos, amigos, esposas, amantes y parientes hasta el cuarto grado de cosanguinidad conseguían ascensos, interinatos o cargos hermosos para los que nadie concursaba. Y no me considero una víctima solitaria: hoy mismo pueden preguntar en cualquier mesa de entradas y seguramente se encontrarán a algún pibe en idéntica situación. De vez en cuando se desmadra el asunto y pasan a todo el mundo a planta y de vuelta a comenzar el ciclo.
Es curioso cómo en la Argentina se encuentra prohibido el lobby mientras que el tráfico de influencias –también prohibido– es una moneda de curso legal más aceptada que el Peso. Tener buenas relaciones para que nos conozcan, para que sepan quiénes somos, qué podemos hacer, cuáles son nuestras aptitudes, no es igual a tener el teléfono de la persona indicada para que nos den algo que en igualdad de condiciones podría corresponderle a otro. Y seguramente le corresponde a otro, si no, no habría hecho falta el dedazo.
Es lógico que en una sociedad que funciona de este modo dé lo mismo haber aportado para una jubilación, no haberlo hecho, haber realizado todo el mérito para llegar a lo más alto posible, o no haberlo hecho. En tu vejez cobrarás lo que al presidente de turno se le antoje en suerte. ¿Mérito? El mérito es de garcas, abuelo.
Entre tanto seguimos sin comprender que lo que uno consiguió en buena ley le otorga un derecho. Porque en algún momento se habrá dejado de enseñar así, pero los derechos se ejercen por la negativa: si yo tengo derecho a la vida, quiere decir que nadie me la puede quitar, no que tienen que convertirme en un ser eterno. Entonces, si yo compro algo, tengo el derecho a que no me priven de él. Y si en base a mi esfuerzo conseguí lo que siempre quise y eso no es ilegal, hice mérito para lograrlo. Y nadie, nadie puede privarme legalmente de ese derecho.
Obviamente, hay quienes tienen serios problemas para dimensionar que la violencia sobre el derecho ajeno no se da sólo con fuerza física. ¿Alguien tiene dudas de que usurpar una casa está mal? ¿Es fácil definir que está mal porque violamos el derecho a la propiedad de otra persona? En el resto de los ámbitos se nos complica un poco: por definición también es violento conseguir algo por amiguismo cuando le correspondía a otro.
El sistema arrastra. Si por las buenas no funciona, el atajo es ley. Entonces, el mejor abogado no es el que más sabe de derecho sino el más bicho y sucio; cagarle el vuelto al tipo del kiosco es un triunfo sobre el capitalismo –y si la víctima es extranjera, también un acto patriótico–, y la continúan los éxitos. De pronto, mérito y fuerza se confunden y eso es gravísimo, porque volvemos a un estado previo a la conformación de las sociedades, cuando el derecho correspondía al más fuerte.
Pero somos el país en el que hacer un gol con la mano no es ilegal, sino festejable y endiosable; un acto de justicia muy peculiar que seguiremos celebrando con el mismo énfasis con el que se lloró que nos robaran una final sin siquiera detenernos a pensar en el karma.
Y llevamos infinitas generaciones criadas con estos paradigmas, niños que ven cómo sus padres coimean, chicos que escuchan a los adultos contar cómo cagaron a un compañero de laburo, muchachos que crecen escuchando “pasión” como sinónimo de tratar de puto culorroto al hincha de otro equipo, al que eventualmente “hay que romperle el culo” porque así somos superiores.
¿Qué esperaban con todo esto? ¿Que no existan actos violentos?
332 personas muertas en eventos violentos relacionados con el fútbol como espectáculo, más de 60 mil víctimas de homicidios desde el año 2000 a nivel nacional, un promedio histórico de casi 900 mil delitos contra la propiedad por año y sólo se cuentan los denunciados. Podría estar días tirando datos al azar relacionados con la violencia –la común, la que se denuncia, la palpable– en la Argentina y ya ni entro en las cosas que todos vemos permanentemente tanto en la calle como en las noticias.
¿Y todavía tenemos el descaro de sorprendernos porque un grupo de pendejos mata a otro a patadas porque les pintó sentirse superiores? ¿En serio no ven una relación entre el contexto y el resultado? ¿Tan ciegos podemos ser de pretender una cuestión de clasismo en el país en el que si nos garantizaran la impunidad todos tienen su lista negra preparada, en el que ganar una elección nos da el derecho a quitarle la ciudadanía al que votó por el otro candidato, en el que quien no piensa como yo merece morir literalmente o, si no se puede, que sea borrado de la vida pública?
Quizá viva en una realidad paralela pero, al menos en mi universo, al que consiguió algo por su esfuerzo se lo respeta porque se entiende que se lo merece, que hizo mérito. El que quiere conseguir las cosas por la fuerza es porque no tiene forma de arreglar su vida de otro modo. Me darían pena sino fuera que en el medio, a diario, en todas las clases sociales, en todas las ciudades, aparecen exponentes del pelotudo que cree en la ley del más fuerte por sobre la del más apto. Nicolás Lucca