“No somos chetos, no nos abandonen, déjennos volver”, clamaba una pareja varada en Estados Unidos. Me hizo pensar que tal vez Marcelo Saín, el verborrágico e irresponsable ministro de Seguridad santafecino que inauguró la cruzada contra esa nueva categoría de apestados culpables de nuestros males, se esté saliendo con la suya.
Tal vez estaba logrando el primer cometido de toda cruzada inquisitorial, convencer a sus potenciales víctimas de colaborar con ella, alejándose de y aislando a sus víctimas más seguras.
Porque lo cierto es que aunque parezca que la “mala política” se tomó un descanso y todos estamos colaborando de buena fe en un objetivo común superador, frenar la pandemia y minimizar sus daños, en verdad hay unos cuantos que están queriendo usar la pandemia con otros fines, algunos bastante miserables.
Entre ellos, están los que agitan y movilizan el odio de clase en sus peores variantes, la estigmatización, la identificación de culpables y apestados. Es el caso de María Pía López, que usó una columna en la edición del jueves 26 de Página 12 para difundir ideas muy peculiares sobre la situación que padecemos:
“El virus parece producir una inversión inédita: no son los pobres, las madres luchonas, los pibes villeros, los que viajan desde el conurbano de las ciudades, los que encarnan la amenaza (por el contrario, ahí están atendiendo en las cajas de los supermercados, reponiendo las góndolas, trabajando en las fábricas, manejando colectivos, en las salas de salud y los servicios de seguridad), si no que son los que tienen vidas más privilegiadas”.
“Una de mis abuelas sugería, cuando yo niña, que cruzara de vereda cuando iba a pasar cerca de algún muchacho de los sindicados como consumidores de sustancias ilegales y que eran más bien vistosos ejemplares de la contracultura que inquietaba las vidas pueblerinas. La conducta general es la de acelerar el paso ante el pibe de gorrita o mirar con desconfianza su cercanía a la puerta. Como bien sabe todo ese piberío cuando bajamos de los trenes y es a ellos, por portación de facha, no a mí, que la policía para y pide documentos. En los días de la epidemia, lo que alarma es el retornado del invierno europeo (uy, los votantes de una señora que ojalá sea cierto se retiró) o pilchas de marca compradas en Miami. Diría que esa inversión es de los pocos elementos felices de este tiempo tremendo. Pero esa inversión no se hace como reposición justiciera del antagonismo social sino como señalamiento y denuncia de aquellos que atacan la unidad nacional”.
La felicidad de la señora López parece deberse a que se estaría vengando de su abuela al haber encontrado la ocasión no de superar, reparar o aprender de sus sentimientos paranoicos y segregacionistas, si no de darlos vuelta. Y a que puede señalar ya sin disimulo al objeto de su odio, pues sus “malos” ahora finalmente habrían salido a la luz y podrían ser identificados como “enemigos de la nación”. ¡Qué lindo sentimiento!
El contenido clasista de esta estigmatización no es menos efectivo por el hecho de que quienes la promuevan sean frecuentemente tan acomodados como sus víctimas: igual que durante la crisis del campo en 2008, es desde un peronismo clasemediero e intelectualoso que se acusa con mayor entusiasmo a “los rubios”, “los que andan en 4X4”, los que tienen algo, cualquier cosa, que los demás desean, como culpables de nuestros males, los que nos hacen daño y causan nuestras frustraciones, y se propone sacarles lo que queremos y castigarlos por eso, para que seamos felices.
Con el agravante ahora de que esos “culpables” portan encima un virus, y nos hacen un doble daño: además de empobrecernos desde siempre, nos enferman, además de enriquecidos acaparadores, son “contagiosos”.
López no debe haber leído La peste, de Albert Camus. O la leyó y no entendió nada. O lo que entendió fue que con ser antinazi, antimilitarista y antineoliberal alcanzaba para estar vacunada contra el virus de la discriminación y el fascismo.
Se dirá que no hay que preocuparse tanto porque esta señora y los que piensan como ella y como Sain ni influyen demasiado en el actual gobierno ni en el partido oficial. Ojalá. Aunque hay algunos reflejos de Alberto Fernández que se celebran masivamente en estos días y no me gustan nada, porque operan como sutiles vehículos de estas actitudes e ideas: cuando el presidente tacha de “pelotudos”, “idiotas” e “imbéciles” a quienes desafían sus órdenes, en un uso reiterado del insulto que encima algunos periodistas avalan y reproducen, alude siempre a gente acomodada, un surfer, un personal trainer de Olivos, y se cuida de hacerlo con personajes equivalentes de sectores bajos, aunque tiroteen a la policía en barriadas del conurbano.
Se esmera en descalificar y señalar con el dedito, en vez de educar y convencer: se presenta como un sheriff supuestamente previsor que nos impone SU voluntad, por nuestro bien; no habla de un nosotros más amplio e institucional si no de SUS decisiones; y no se hace cargo de que las conductas que censura están muy difundidas y hasta él mismo las promovía una semana atrás, por lo que difícilmente conviertan a nadie en un irrecuperable y antisocial “pelotudo”.
Ignora, en síntesis, que el país no está compuesto por quienes le hacen caso e imbéciles que lo desafían, sino por gente en general ambigua y complicada, que a veces se comporta irresponsablemente, viola las normas, porque en general no sabe muy bien qué hacer, por infinidad de motivos. Y que a todos o casi todos nos cuesta en estos días seguir criterios comunes, ser cooperativos y adoptar conductas responsables, más de lo que nos cuesta ya en tiempos normales.
Y como el presidente parece no hacerse cargo de nada de eso, termina simplemente celebrando con sus admoniciones contra los “chetos irresponsables” pequeños shows inquisitoriales, que estimulan en muchos la actitud más irresponsable y dañina de todas: la que nos permite señalar los vicios ajenos y hacernos pasar por justos y salvos, refugiados en los faldones de la opinión imperante, para disculpar nuestras propias inconductas. Por lo que en vez de combatir la anomia, la reproduce y refuerza con una linda dosis de autodisculpa. Una autodisculpa que está, para peor, en forma apenas más sutil que López y Sain, social y políticamente orientada.
No es por exaltar a surfistas, rugbiers y demás chetos de este mundo. Pero la verdad no son categorías tan peligrosas como las pintan. Seguro, no tanto como los gobernantes oportunistas, los fascistas de alma y los inquisidores hipócritas.