La pandemia por el COVID-19 nuestra lo solidarias que pueden ser las personas pero también, lo miserables.
Muestra, en Argentina, la desintegración de un tejido que percibe la necesidad más que el virus.
Los diarios de la cuarentena obligatoria atraviesan por todos los estados de ánimo. Es como estar en la montaña rusa del psicoanálisis en donde la construcción de la subjetividad (las formas de actuar, pensar y sentir), varía conforme a cómo nuestros estados emocionales y psíquicos chocan o se equilibran.
Y en el plano social, se cambian algunas medidas, para que todo siga igual.
El COVID-19, ese “enemigo invisible” como lo llaman, llegó para alterar la movilidad social en las calles, las escenas de la vida cotidiana que transcurren en tiempo lineal en cada ventana que apenas divisa una parte del tormento.
El Coronavirus vino a alterar aún más la seguridad, la economía y las relaciones humanas. Y fundamentalmente, la salud individual y colectiva.
Llegó para mostrar, cuando más voraz se ponga, que el sistema sanitario es deficitario. Que fue destruido con jactancia sistemática.
El virus de la incertidumbre puso en evidencia la cantidad de falencias de un sistema que viene degradado y despedazado en su matriz. Es el valor agregado que hace que ya no pueda ocultarse la perforación absoluta del tejido social, ni su capital cultural violento.
Entonces, resulta extraño que aquellos que durante años forjaron el desorden a través de la anomia, ahora pidan un sistema disciplinado. Obediente. Un sistema de conciencia y responsabilidad social para cumplir la cuarentena obligatoria que está en jaque por sectores. Especialmente, en el enclave Conurbano Bonaerense. Ese enclave en el que convergen historias de todo tipo, en donde la percepción del virus goza de una debilidad que lo alimenta. Es que las necesidades básicas insatisfechas, la presencia aleatoria y acomodaticia del estado, y la incoherencia de algunos mensajes gubernamentales, trepan sobre un paredón en el que se entremezclan las realidades atravesadas.
La convergencia de una visión en la que cada uno busca salvarse, incluso, exponiéndose y exponiendo al resto al virus en una cadena de potenciales contagios que puede ser interminable pero tal vez, y seguramente para muchos, menos angustiante que el hambre. Que la perversa necesidad.
Porque podrán suspenderse los cortes de los servicios esenciales que algunos ni siquiera tienen (luz, gas, agua), tal vez los desalojos. Pero existe una realidad oscura, paralela. Morbosa y cínica. La de la usura. Esa usura voraz de los préstamos anti sistema con leyes propias y llamados extorsivos. La usura que es como la gota en el punto álgido de un secuestro.
La tortura de las deudas en la opacidad del universo de los prestamistas.
El encierro, imperiosamente necesario, vuelve a muchos rehenes. Malabaristas entre el ser y el deber ser. Equilibristas en la cornisa y etiquetados como miserables frente al despojo.
La cabeza de Goliat, de Ezequiel Martínez Estrada, se volvió más inmensa y envolvente. El gigante atravesó los límites en focos y epicentros descontrolados.
Recurrir a la ley es sensato. Es racional. No obstante, recurrir a la fuerza de la norma cuando vivimos en un país envuelto en la anomia, no deja de ser una contradicción, aún frente a la necesidad de la misma. Porque la ingeniería intelectual de muchos funciona con un chip que no se centró en la educación y en el acatamiento, sino en la injusticia sistemática y en los nefastos códigos de la calle.
Un país retóricamente federal pero prácticamente unitario con una pobreza estructural manifiesta. Un país que solo se centra en CABA y el Conurbano, y un poco más allá en el interior de la Provincia de Buenos Aires sin ver, que en muchas provincias, con pocos casos o sin casos de virus hasta el momento, la cuarentena se acata con fervor porque hay estados de presencia sostenida, sin la necesidad de la aparición de una tragedia.
****
La fenomenología del espíritu encierra dialécticas que nos explican. La dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, en donde las autoconciencias se entrecruzan muchas veces sin reconocerse por la dicotomía de las realidades, se adapta al enclave en el que la radiografía social se vuelve viral por las redes en donde ese metro de distancia no es más que un concepto límite.
Rara vez funcionarios hayan sido “esclavos”. Rara vez los sectores sociales que juzgan sistemáticamente hayan sido “esclavos”. Así es que la percepción de la realidad se recorta tanto como la cantidad de recortes que hay en el enclave escalonado. En donde el delito distorsiona el estado de situación de los que necesitan. Se homologan, en el entrecruzamiento maldito de la geografía, en un conglomerado de iguales que los convierte en anti sistema, funcionales al virus y no al orden.
Cuando en realidad, el delincuente aprovecha la oportunidad para continuar con la rentabilidad de la inseguridad y la falta de estrategia. El COVID-19 le permite a la criminalidad exacerbar las operaciones de velo y engaño, mientras que los otros, los del día a día, se aferran a la única oportunidad que tienen, la de sobrevivir en un campo minado. A pesar de todos, y a pesar de ellos.
La Cámpora y los Curas Villeros son los únicos que hasta el momento entendieron éste entramado. Tanto lo entendieron que los curas villeros reforzaron su precario dispositivo logístico armando espacios especiales cuando llegue el momento de los síntomas del COVID. También se organizaron en nuevas tareas para que no se detenga el trabajo con los consumidores en recuperación.
Mientras tanto, la demonizada estructura camporista -con todos sus defectos y selectividades- le aportó al Ministro de Seguridad Sergio Berni la cuota de sensatez para contener, lo más posible, el desmadre. Porque para contener operativamente, necesitas más que canales de televisión y pico. Necesitas conocer el territorio envenenado por corredores, pactos, y entelequias.