Luego de varias semanas de un profundo hermetismo respecto de la negociación, el presidente Alberto Fernández y su ministro de Economía, Martín Guzmán presentaron el último jueves en conferencia de prensa desde la quinta de Olivos los lineamientos de la oferta de reestructuración de la deuda que tiene la Argentina con los bonistas que compraron títulos públicos con legislación extranjera.
En concreto, implica una quita de intereses del 62% y del 5,4% del capital, con un período de gracia de tres años, hasta 2023. En promedio, implica reconocer unos 35 centavos por cada dólar que tomó prestado el país. Se trata, como era esperable, de una propuesta muy agresiva que fue objeto de múltiples lecturas.
Están los que creen que será rechazada de plano y quienes piensan que puede llegar a ser un primer paso, en un contexto donde probablemente comiencen por fin las negociaciones (hasta ahora prácticamente inexistentes) para que se flexibilice, al menos parcialmente, esta oferta inicial, y se pueda llegar a un acuerdo con los bonistas para evitar el default. De hecho, anoche se conoció una declaración muy dura de un importante grupo de acreedores (que fue primicia de TN), que rechazaba la oferta del gobierno e invitaba a un intercambio de ideas con otros parámetros muy diferentes.
Más allá de los aspectos técnicos y de la esperable reacción de los mercados, es importante focalizar en los aspectos estrictamente políticos de esta cuestión. La primera es la dimensión simbólica de la puesta en escena (cómo fue el anuncio de esta medida): estuvieron presentes, además del presidente y el ministro de economía, por primera vez la vicepresidenta Cristina Fernández; el titular de la Cámara de Diputados, Sergio Massa; gobernadores del oficialismo, con la excepción de Axel Kicillof por una cuestión de precaución, y de la oposición, liderados por su principal figura, el jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta.
El mensaje político que se quiso transmitir con este acto político tan significativo fue la de un presidente con plena legitimidad de origen y creciente legitimidad de ejercicio, que cuenta con el apoyo de la socia mayoritaria de su coalición por lo menos en términos electorales (CFK) y el acompañamiento de lo más granado de la dirigencia política.
La presencia de Guzmán, una figura que carece absolutamente de peso político, al costado de la mesa cabecera no hacía más que reforzar la centralidad de la política en este anuncio (Presidente, Vice, Jefe de la oposición), no de la propuesta en términos técnicos. Sin duda el vínculo del presidente con el jefe de gobierno porteño Horacio Rodríguez Larreta, se reinventó en las últimas semanas.
En efecto, a pesar de las confrontaciones iniciales por la coparticipación, se ha venido desarrollando en el contexto de la crisis del coronavirus un vínculo de trabajo muy provechoso y que ambos reconocen como positivo. La presencia de Sergio Massa fue también significativa: se trata del otro socio crucial de la coalición Frente de Todos, quien fue el que originalmente debilitó al Frente de la Victoria con su ruptura allá en el 2013, y que además tiene un excelente vínculo con el jefe de gobierno porteño. La elección de estas dos figuras adquiere importancia porque la propuesta que hizo la Argentina implica pagos hasta el 2047, y estos eventualmente podrían ser presidenciables o factores de poder que tienen muchas chances de permanecer e influir en la política argentina por mucho tiempo. En síntesis, el presidente no sólo logra el apoyo de todos los gobernadores sino de los que, sea o no eventualmente reelecto, van a ser responsables de los futuros pagos.
La segunda dimensión es la propuesta en sí misma: dura, agresiva y que no surge del acuerdo con los tenedores de bonos, sino más bien tiene un contenido fijado unilateralmente por el ministro Guzmán en acuerdo con el presidente. El tiempo dirá si la oferta habrá finalmente servido como un piso para luego sentarse y negociar o, por el contrario, si es todo lo que Argentina está dispuesta a ceder. Pero en este contexto de extrema fragilidad, todos los apoyos son bienvenidos.
Por eso, es fundamental recordar que, en un documento oficial, hace un par de semanas el propio Fondo Monetario Internacional calculó que la quita debería en total rondar entre 52 y 85 mil millones de dólares. Pues bien, en términos absolutos la propuesta argentina es de alrededor de 57 mil millones, con lo que se acerca al umbral más bajo de lo recomendado por este organismo.
En general, el FMI busca ratificar en estas reestructuraciones de deuda soberana el argumento del “riesgo moral”: quien adquiere un título público tiene que asumir un riesgo que está implícito en el precio, por lo que deben aceptarse las reglas del mercado, siempre que se respeten las reglas del contrato. En este caso en particular, su postura es contraria a los bonistas ya que el mecanismo que el FMI busca imponer es que éstos acepten una quita significativa a modo de “escarmiento” y que el día de mañana sopesen los pro y contra de prestarle a un país que paga una tasa de interés alta a riesgo de que la probabilidad de cobrar sea (justamente por eso) relativamente baja.
Y, en segundo lugar, el presidente Fernández le agregó un condimento: su charla con el presidente francés Emmanuel Macron (el segundo líder en importancia de Europa luego de su par de Alemania, Angela Merkel), una figura que políticamente sin dudas suma mucho. Ratifica la idea de que la Argentina no está en un sendero de radicalización ideológica, ni avanza en una alianza con China, sino que tiene una política exterior pragmática que prioriza el vínculo bilateral con Francia y el multilateral con la Unión Europea.
Esto tiene también un correlato regional porque el presidente Jair Bolsonaro tiene una estrecha relación con Donald Trump y busca un acuerdo bilateral entre Brasil y los Estados Unidos. Es decir, se trata de una jugada diplomática a tres bandas que es significativa simbólica y políticamente. Y además neutraliza a un conjunto de críticas como las que apuntaban a que la oferta a los acreedores debía ser interpretada en el contexto de una eventual “venezolanización” de la Argentina.
¿Qué pasa si la restructuración fracasa y volvemos a defaultear?
A pesar de estas señales de moderación, más la especulación de que el gobierno podría flexibilizar la oferta; a pesar de los indicios de que sobre todo el presidente quiere evitar el default (que, lógicamente, no le conviene a nadie, ni al país ni a los bonistas); ¿qué pasa si fracasa la negociación por falta de flexibilidad de una o ambas partes?
¿Habría una ganancia política por parte del gobierno si vamos al default? Algunos sectores del peronismo (como el expresidente Eduardo Duhalde), también del Frente de Todos, creen que un default es menos malo que un mal acuerdo, minimizando el terrible impacto que puede tener un nuevo episodio de incumplimientos de los compromisos de deuda (sería el noveno en la historia argentina y el segundo en veinte años).
Este desconocimiento de las consecuencias negativas de un default es el principal riesgo que corre la Argentina, a lo que se suma el desastre originado por la crisis del coronavirus. Estaríamos ante la presencia de un 2002 duplicado. Estimaciones privadas sugieren un 10% de caída del PBI debido a la pandemia, a lo que habría que sumar otro porcentaje no menor como consecuencia de defaultear.
¿Cómo se materializaría el impacto de un nuevo default? Básicamente, la imposibilidad de financiamiento para el país, tanto para el sector público como para el privado. Es decir, menos inversión, empleo, crecimiento, salarios, creación de riqueza. O, en otras palabras, más pobreza en términos absolutos y relativos con otros países.
¿Puede alguien desconocer las consecuencias de un default? Nunca se debe subestimar la importancia de la ignorancia en las pésimas decisiones políticas que toma un país, sobre todo el nuestro. Pero es probable que algún sector minoritario piense que “cuanto peor, mejor”: un default obligaría al presidente Fernández a radicalizase, a tomar decisiones que tal vez no quiere tomar como primera o segunda opción, pero que en el contexto de una situación de caos económico y cuasi total aislamiento financiero puede que sean las mejores decisiones posibles.
El default puede ser deseable para los que prefieren alejarse de un Macrón para aferrarse a un Maduro: apostar por una radicalización casi forzosa. Por eso, el default es una trampa no sólo económica sino política. En otras palabras, el riesgo de que la dinámica de crisis económica lleve al gobierno a tomar decisiones más intervencionistas y potencialmente más autoritarias, incluyendo más violaciones a los derechos de propiedad y/o utilización de la fuerza en un contexto caótico, puede convertirse en un negocio de los que buscan radicalizar y no lo logran por las características propias de la coalición gobernante y por los valores y posiciones (de ayer, de hoy y de siempre) del propio presidente.