Mientras intenta una renegociación por la deuda que no termina de convencer a los acreedores, el gobierno ha lanzado un ajuste ultraortodoxo, para intentar poner en caja las principales variables del gasto público.
En primera instancia, la falta de negociaciones salariales ha dejado un retraso en los salarios frente a la inflación que termina de configurar, una fenomenal caída del salario real. Esto le permite contener la tasa de inflación por debajo del promedio del inicio del año y de alguna manera neutralizar el efecto monetario de la expansión de liquidez.
En otras palabras, haber dejado caer el poder de compra del salario, le permite contener tres de los motores que impulsan la inflación: velocidad, aceleración y multiplicación. Cómo la expansión monetaria, no llega al poder adquisitivo, no hay posibilidad que la circulación de liquidez adquiera velocidad, lo cual pone un freno, por ahora, a la inflación.
Al quitarle velocidad, no adquiere aceleración por los mismos motivos y torna esa velocidad en inercial. Y finalmente, y a pesar del tan meneado aumento de los préstamos, ese dinero que apenas sirve para pagar salarios no alcanza a convertirse en multiplicador de dinero porque no ingresa en el círculo de crecimiento del dinero bancario porque no hay nuevos créditos, en medio de la ola inflacionaria.
El problema que esta es una solución para una etapa corta que no irá más allá de la pandemia. Después, cuando todo vuelva a la normalidad, tras la pandemia, qué hará el gobierno con semejante masa monetaria y frente al pedido de aumentos salariales. Sin respuestas.
Pero para completar el ajuste ultraortodoxo, el gobierno acaba de disponer un aumento de 6,1% para los jubilados y pensionados cuando si se aplicara la ley de movilidad jubilatoria, le correspondería un incremento de 12% a cada pasivo.
Esta forma de ajustar no se animó a ponerla en práctica ni el tan denostado Fondo Monetario Internacional. El resto, corre por su cuenta.