“El sistema no castiga a sus hombres: los premia. No encarcela a sus verdugos: los mantiene”. “Quién mató a Rosendo”. Rodolfo Walsh

Otra vez hablamos de los comportamientos ilegales de los servicios de inteligencia. Otra vez la sospecha abarca a magistrados, periodistas y dirigentes políticos que alternativamente aparecen como víctimas y victimarios. Otra vez la justicia tiene en su poder hechos que revelan la articulación de funcionarios públicos y delincuentes comunes. Aunque en esta oportunidad hay algunas singularidades, porque el espionaje se extendió desde aquellas personas que el gobierno percibía como “opositores”, hasta aquellos miembros o simpatizantes del oficialismo etiquetados como “sospechosos”. Esto es nuevo; es decir la magnitud de los hechos.

El presidente Alberto Fernández se refirió al tema en dos oportunidades muy específicas; sobre todo, por la importancia institucional del tema, ya que tanto el 10 de diciembre de 2019 como el 1 de marzo de 2020 prometió terminar con lo que llamó los “sótanos de la democracia”. El primer paso para cumplir esa promesa fue la intervención de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), colocada bajo la órbita de Cristina Caamaño.

Fruto del trabajo de la intervención se iniciaron algunas denuncias penales que, junto a la que tiene en sus manos el juez Federico Villena y al trabajo de la Comisión Bicameral de Seguimiento de los Organismos de Inteligencia, forman un combo que permite al Estado reconstruir con lujo de detalles quién, cómo, cuándo, para qué y dónde diseñó el esquema de espionaje ilegal. Conocemos diálogos, registros oficiales y testimonios que presentan un cuadro general muy grave y que pende como una espada de Damocles sobre todos los ciudadanos.

Pero el trabajo de las instituciones necesita de la colaboración plena y sin especulaciones de las víctimas y de todas las personas que conozcan el más mínimo hecho ilegal de espionaje. Es decir funcionarios, abogados, periodistas, etc.

En efecto, los silencios pesan tanto como las acciones. Esta práctica transversal a todos los gobiernos de utilizar de manera ilegal a los servicios de inteligencia se nutre de decisiones y de acciones, pero también de silencios. Silencios que a veces son comprensibles por el temor y que a veces simplemente están anclados en frías razones de cálculo, pero lo cierto es que esos silencios permiten que otros hagan.

La dirigencia política usualmente reclama a los ciudadanos de a pie compromisos con la democracia. Ahora ellos, que son las víctimas más visibles del espionaje, tienen la oportunidad de mostrar a toda la sociedad su nivel de compromiso con la república o el nivel de egoísmo para privilegiar intereses personales por sobre los generales que escogieron servir.

También la Corte Suprema de Justicia de la Nación y la Procuración General de la Nación tienen la chance de decir algo. Formalmente pueden elegir el silencio porque solamente hablan cuando hay “causas”, pero también son poderes del Estado autónomos y que, en tanto vértices de poderes públicos, tienen la obligación de exhibir un liderazgo moral hacia la sociedad y un apoyo institucional hacia los magistrados que están investigando actualmente esos hechos que, obviamente, trascienden los intereses de las partes.

La gravedad de los hechos, la intensidad, los niveles de penetración que nos muestran día tras día los medios de comunicación muestran el grado de descomposición de las formas de la política en nuestro país. Es precisamente aquella gravedad la que permite augurar que sólo en un férreo compromiso de los actores con la democracia anida la esperanza de un nunca más.