El espionaje macrista dejó curiosidades de diversa índole. Preguntas que aún no logran ser respondidas. Inquietudes que superan el sentido común.
Todos y cada uno de los interrogantes que surgen al respecto irán encontrando respuesta al paso del tiempo, en el mediano y largo plazo. Caerán aquellos que deban caer y rodarán las cabezas que deban rodar. Como debe ser. Incluso si se trata de la “testa” de Mauricio Macri. Nadie debe quedar impune.
Más allá de tal cuestión, que es primordial e indiscutible, debe mencionarse la cuota de hipocresía que ostenta el kirchnerismo a la hora de hablar sobre espionaje ilegal.
¿O acaso no es una enorme ostentación de caradurismo señalar a otros por los vicios cometidos por ellos mismos en el pasado?
Los cronistas de Tribuna de Periodistas lo pueden desnudar en primera persona, porque fueron —fuimos— de los principales damnificados por ese oscuro sistema de espionaje K. En todas sus variantes: seguimientos, pinchaduras de teléfonos, amenazas, intrusión a los correos electrónicos, hackeo a la página web del portal, etc... todo ello denunciado ante la Justicia, como corresponde.
Pero no se trata de una potestad solo de los que trabajan en este sitio, sino de todos aquellos que se atrevieron a contradecir el monolítico discurso K. No solamente periodistas, sino también empresarios y referentes de la política vernácula.
Para llevar adelante sus macabros planes, el kirchnerato contrató a puntuales hackers, cuyas identidades fueron reveladas en julio de 2006 por TDP, lo cual obligó a cambiar la estrategia al entonces oficialismo K.
Dos meses antes, en mayo de 2006, se contó en exclusiva cómo el kirchnerismo pinchaba los teléfonos de propios y ajenos: “En nuestro país suelen utilizarse unas terminales de computación denominadas DVCRAU que cumplen la misma misión que Echelon pero con menores pretensiones. Esas máquinas funcionan incansablemente en la oficina que la SIDE posee en Av. de los Incas 3834, más conocida como Ojota (Observaciones Judiciales)”, de acuerdo a la nota periodística de marras.
Dos años más tarde, en 2008, quien escribe estas líneas reveló cómo Néstor Kirchner había decidido replicar el sistema que había pergeñado en Santa Cruz años antes, a través del espionaje del denominado D2, comandado por el ex jefe de policía de Santa Cruz, Wilfredo Roque.
Pocos saben que en sus tiempos de gobernador de esa provincia, el fallecido marido de Cristina hacía espionaje hacia dirigentes opositores, periodistas díscolos, y jueces y fiscales.
Ese mismo año, en mayo, este cronista entrevistó a un espía de la AFI llamado Iván Velázquez, quien admitió en “on the récord” que “el Gobierno nos pidió espiar a funcionarios y periodistas”. Incluso aportó detalles escabrosos al respecto.
Tres años antes, en 2005, Aníbal Fernández —entonces ministro del Interior— mandó a hackear este portal, molesto por nuestras revelaciones sobre sus vínculos con el narcotráfico. En 48 horas un equipo de TDP logró descubrir quién había operado como “mano de obra”: un joven llamado Juan Carlos Carnero, a sueldo de la exSIDE… y de Aníbal.
En esos mismos días, este periodista recibía ingente cantidad de amenazas, tanto a su teléfono de línea como a su celular. Eran aprietes que habían empezado en 2003, a la par del inicio de las investigaciones sobre el incipiente kirchnerismo. La siguiente es la primera de una serie de denuncias que se presentaron en la Justicia entonces:
Al paso de los años llegaron los ya referidos seguimientos e intrusiones a los mails personales. A la par, comenzaron los escraches en diarios y revistas K —mayormente los de Sergio Szpolski— y los señalamientos en programas de TV como 678 y Duro de Domar.
Luego, llegó la ruptura de Cristina con Antonio Stiuso y Fernando Pocino, los “delegados” del espionaje contra sus enemigos, y apareció un nuevo personaje en escena: César Milani, un personaje funesto, vinculado a lo peor de la última dictadura militar. De su mano, la hoy vicepresidenta armó en 2013 un sistema de inteligencia paralelo. Tan o más polémico que el anterior.
Pronto, en el mismo año, estalló otro escándalo, aquel conocido como “Proyecto X”, que dejó al descubierto que la Gendarmería hacía espionaje interno a pedido del kirchnerismo. Llegó al extremo de infiltrarse en las marchas por la muerte de Mariano Ferreyra. Y aunque lo negó en un principio, Cristina debió aceptar finalmente que el sistema ilícito estaba vivito y coleando.
Cinco años después, en 2018, en un allanamiento ordenado por Claudio Bonadio, a la hoy vicepresidenta le encontraron pruebas de espionaje contra diversos “enemigos” políticos.
Una de las carpetas ostentaba las pruebas de la operación contra Francisco De Narváez, ocurrida en 2009 y desactivada por este cronista gracias a fuentes del propio kirchnerismo.
La expresidenta también tenía “dossiers” sobre Stiuso y sobre el financista de la ruta del dinero K Federico Elaskar. Incluso escuchas telefónicas realizadas a la siempre polémica minera Barrick Gold.
Sin embargo, la frutilla del postre llegaría en marzo de este año, cuando se reveló que un agente de la AFI llamado Niv Sardi, nombrado como director de Tecnología de esa agencia, trabajaba en un software para espiar a periodistas y otros referentes por WhatsApp. La revelación de TDP le costó el cargo a Sardi finalmente.
Mucho más podría contarse, pero sería redundante. La idea que se intenta desarrollar ha quedado bien clara: el macrismo merece todo el repudio del mundo por sus intrusiones ilegales, pero el kirchnerismo no es el más indicado para señalarlo.
Es que la hipocresía, tal como dijo alguna vez Molière, es “el colmo de todas las maldades”.