Dice Francis Fukuyama que las crisis importantes tienen consecuencias generalmente imprevistas. No vaticina esta vez el final de la historia, sino el prólogo o la continuación de otra. De una que, como la Gran Depresión, estimuló el nacionalismo, la Segunda Guerra Mundial y el afianzamiento de Estados Unidos como líder global. O de otra. La de los atentados de 2001, que derivó en las guerras fallidas de Afganistán e Irak y en el surgimiento de Irán y de nuevas formas de terrorismo islámico. ¿Qué consecuencias importantes e imprevistas deparan la crisis sanitaria por el coronavirus y la fractura social por el asesinato de George Floyd en la dimensión desconocida, la de Donald Trump?
Se trata de una crisis dentro de otra irresuelta. La financiera de 2008, partera de la fallida Primavera Árabe, de los colectivos de indignados con una sucursal en Estados Unidos, Occupy Wall Strett, y de líderes que enarbolan como propia la lucha contra el establishment, aunque provengan de sus entrañas. En ese casillero colocó Trump a Hillary Clinton en 2016 y, en su afán de ser reelegido, insiste en colocar a Joe Biden en 2020. En el ínterin no vaciló en profundizar la fractura social. Y, con las instituciones al límite, conjuró un juicio político. El tercero en la historia.
Pudo ser la instancia crucial de su gobierno. Abusó de su poder con el presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky, en guerra con un adversario de Estados Unidos, Rusia, para embarrar la cancha del exvicepresidente Biden, según la lectura demócrata. No lo amenazó con el bloqueo de un paquete de ayuda militar por 391 millones de dólares, algo así como la décima parte del presupuesto de defensa de ese país, ni quiso seducirlo con una invitación a todo trapo a la Casa Blanca, según la lectura republicana.
La lectura de los demócratas no cuajó. Quizá porque ven en Trump un fenómeno contemporáneo, efímero, algo así como un dolor de cabeza, no el síntoma de más de tres décadas de no dar en la tecla a pesar de haber tenido dos presidentes reelegidos para segundos mandatos: Bill Clinton, el más republicano, y Barack Obama, el menos demócrata (liberal, en la jerga norteamericana). Ninguno pudo deshacerse de la mochila de representar al establishment apenas aterrizó en Washington. Tampoco los republicanos.
¿Lo logró Trump? No en ciudades progresistas y cosmopolitas como la suya, Nueva York, pero sí en otras afectadas por la desindustrialización y el desempleo. La mayoría. ¿Cuánto pesa la insensibilidad frente al brutal crimen de Floyd en Minneapolis, agravado por la muerte a sangre fría de otro afroamericano, Rayshard Brooks, en Atlanta, también a manos de la policía? El desempleo cayó del 14,7 por ciento en mayo al 13,3 en abril, según el Departamento de Trabajo, en un contexto desfavorable por el coronavirus y por las protestas del colectivo Black Lives Matter (Las vidas negras importan) que trascendieron fronteras.
La irritación no hizo más que ahondar la división o, cual prólogo de la nueva historia, refirmar las aspiraciones de Trump frente a un rival débil en presidenciales atípicas. Cayó su imagen, creció la de Biden, pero, en elecciones indirectas, la clave está en el voto por Estado, no en el popular. La tensión interna fortalece a los sectores duros de Trump, convencidos de la deuda interna y de la externa, centralizada en China, competidor global y causante de la peste, y antes en Irán, así como en instituciones tan inútiles, a su juicio, como la ONU, de la cual depende la Organización Mundial de la Salud (OMS), huérfana de fondos norteamericanos.
Trump va de aquí para allá con un discurso que excede a su partido, el republicano. No proviene de su semillero. La arenga, America First, no distingue entre propios y extraños. La pronuncia con idéntico tono en casa y fuera de ella. En casa, la Ley de Producción para la Defensa, prevista para la guerra, movilizó a las industrias automotrices para fabricar ventiladores en lugar de vehículos. El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, supuestamente en las antípodas políticas e ideológicas después de haber lidiado con la construcción del muro fronterizo, recibió la primera partida.
Poco parece importarle a Trump la postal inédita de la Casa Blanca vallada o del toque de queda en Washington. La pandemia, más allá del desastre humanitario, le dio la oportunidad de brindar conferencias de prensa diarias. Una cadena nacional gratuita en un país no familiarizado con la bajada de línea ni con la imposición de la ley y el orden, al estilo Richard Nixon, el único presidente que se vio obligado a renunciar. La frustración fomentó el poder de Trump, eclipsado en ocasiones por situaciones incómodas y ridículas que, a veces, exceden sus facultades. ¿El secreto? El corto plazo. Sin medir consecuencias importantes e imprevistas.
El único Presidente que no entró en guerra con ningún país y eso a los poderes en las sombras fue un dedo en el tujes. BIEN POR TRUMP, SERÁ PRESIDENTE OTRA VEZ, MAL QUE LES PESE A LOS ZURDOS DEMÓCRATAS.