Hablar de política, al menos en la Argentina, es hablar de violencia aún bien entrado el siglo XXI. Lo traemos en la sangre desde los tiempos de la colonia y lo profundizamos con la inmigración proveniente de países tan agitados en materia política que, el que no recurrió a la decapitación en masa de opositores, los ahorcó, los fusiló o los descuartizó en público.
Uno de los grandes mitos que repetimos como boludos es el de la tan mentada grieta, como si fuera un concepto novedoso. Esbozado por el periodista Jorge Lanata, se refería a un principio de ruptura sobre una pared que vendría a ser la sociedad en su conjunto. Su idea luego fue utilizada hasta el infinito y, como pasa casi siempre que se abusa de un concepto, el mismo perdió su significado original: una grieta, un rayón sobre el revoque fino, no sobre la estructura, en el que comienza a marcarse una diferencia de forma, no de fondo, y en la que los argentinos se colocan de un lado y del otro.
A medida que fue pasando el tiempo el concepto se desdibujó y hoy le llamamos grieta a algo mucho más grave, dado que no se trata de cuestiones de forma: los argentinos nos enfrentamos por el fondo. Desde el momento en que un sector plantea que el Estado tiene que ser refundado, no hay chance de hablar de grieta: no quieren cambiar la fachada, quieren demoler hasta los cimientos y construir algo nuevo. Puede ser loable, bueno, o pésimo, pero no hay modo de hallar un punto de encuentro cuando las posturas son totalmente contrapuestas.
Si hablamos de enfrentamientos en la sociedad en materia política, es cuanto menos ridículo plantearlo en término de una década y media. No hace falta saber demasiado de historia, pero cualquiera que haya nacido antes de 1985 tiene bien claro que en este país la política se vive en términos de fanatismo. La crisis de 2001 fue dirimida en la calle, con un saldo de muertos apabullante para cualquier período democrático moderno. Los meses posteriores no se caracterizaron por la paz política y los muertos continuaron engrosando las listas.
Pero si hacemos un repaso hacia atrás y ponemos, arbitrariamente, una fecha para no extendernos demasiado, nos encontramos con la muerte «dudosa» de Mariano Moreno en altamar y un largo listado de caídos en cumplimiento de la ideología hasta llegar a la marea de sangre desatada por dos bandos que definieron con la pólvora cuál era el mejor modo de administrar la Argentina. Unitarios y federales se batieron a duelo por casi medio siglo. Décadas enteras en las que fueron normales los fusilamientos, los ahorcamientos en plazas públicas, las cabezas de opositores clavadas en picas en las puertas de sus hogares, los atentados mortales, las emboscadas en rutas, y las batallas entre provincias o, incluso, dentro de las mismas provincias.
La caída de Juan Manuel de Rosas en manos de Justo José de Urquiza en 1852 demuestra que el problema ya ni siquiera era entre federales y unitarios. Las posteriores batallas entre la Confederación y la provincia de Buenos Aires para anexarla, las sublevaciones de caudillos residuales, los sofocamientos de tales sublevaciones, todo fue a fuerza de fuego y sangre.
Podríamos ser bien olvidadizos, pero para eso están los registros. En 1859 ocurrió la batalla de Cepeda en la que se obligó a Buenos Aires a reunirse con el resto del país. Luego vino la de Pavón menos de dos años después, pero en el medio fueron asesinados dos gobernadores de la provincia de San Juan. Sólo en Buenos Aires, el 23 de abril de 1863 hubo un duelo con dagas y una batalla campal con un saldo nefasto en inmediaciones de las iglesias de La Piedad y de La Merced, en ocasión de una reunión política.
Durante las elecciones de febrero de 1864 se registraron numerosos incidentes con armas de fuego que incluyeron muertos, cuándo no. En 1873 la sublevación de Ricardo López Jordán dejó un saldo de centenares de muertos entre las filas oficialistas y las propias. En 1874 se registraron batallas campales en los barrios de Balvanera, San Telmo y el bajo porteño, siempre con caídos, una costumbre que se extendió hasta las propias elecciones de ese año, cuando los muertos volvieron a engrosar las estadísticas.
Para la toma de posesión de las nuevas autoridades electas, el Congreso fue copado por «compadritos» de distintos partidos que amedrentaban a los adversarios. En septiembre de ese mismo año se intentó un golpe de Estado sobre el final de la presidencia de Domingo Sarmiento para frustrar la llegada al poder de Nicolás Avellaneda. Obviamente, terminó con muertos.
Por aquellos años se consolidaba el Partido Autonomista Nacional, que marcaría el rumbo político de la Argentina durante las siguientes cuatro décadas. Sin embargo, dentro del partido también se arreglaban las disputas a los tiros, como prueban los muertos que quedaron de saldo en la cumbre de marzo de 1877. Para cuando en junio de 1880 Julio Roca fue consagrado presidente por el Colegio Electoral, el gobernador de Buenos Aires y perdedor en las elecciones nacionales, Carlos Tejedor, mostró lo que es tomarse a mal una derrota de manera épica, organizando una revolución que llevó a que el todavía presidente Avellaneda tuviera que mudar el gobierno hacia la ciudad de Belgrano –hoy un barrio más de la Capital Federal– y cuya resolución costó tres batallas contra los batallones del propio Roca en la zona del Puente Alsina, el barrio de Barracas, y los antiguos mataderos porteños, en lo que hoy es Plaza Miserere. Obviamente, ganó Roca.
Pero la disputa política dejó un saldo de tres mil muertos. Diez años después, la Revolución del Parque finalizaría con un puñado de cientos de muertos tras varios días de batallas –que incluyeron hasta bombardeos navales– por las calles de Buenos Aires.
Las revueltas durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen nos dejaron muertos como para llenar varios teatros con cadáveres. Una década después comenzarían los golpes de Estado de las fuerzas armadas. Las disputas políticas durante los dos primeros gobiernos de Juan Perón se resolvían con represión o cárcel. La oposición a Perón dentro de las propias fuerzas armadas mostró su descontento con un bombardeo a la Plaza de Mayo un día hábil de junio de 1955, con un saldo de más de 300 muertos y 800 heridos, incluyendo un transporte escolar completo. El golpe de septiembre del mismo año también cerraría con un par de cientos de muertos víctimas de las fuerzas armadas y de los comandos civiles. Menos de un año después serían fusiladas 27 personas que intentaron sublevarse contra el gobierno de facto.
Fue el inicio de un largo período de violencia extrema en la Argentina que devino en una sucesión de gobiernos de facto y democracias parciales y cortas, con el impedimento al peronismo de presentarse a elecciones. Fueron, también, los años en los que comenzaron a formarse grupos subversivos de distinta ideología, casi todos influenciados por el espíritu de la revolución cubana –la influencia incluyó entrenamiento y financiamiento– en los que primaba el odio de clase hacia una burguesía a la que pertenecía la mayoría de los propios revolucionarios. De modo obvio, esto no podía darse de otra manera que de forma violenta, con atentados en lo que siempre se veía afectada la población civil, secuestros extorsivos que duraban meses y siempre terminaban en muerte, copamientos de cuarteles militares y un largo suplicio que no frenó ni con el retorno de la democracia plena en marzo de 1973, sino que se profundizó con el asesinato de líderes sindicales, sacerdotes, periodistas y el surgimiento de una fuerza parapolicial antisubversiva que aplicó los mismos métodos de intimidación. Luego del golpe de 1976, el terror llegó al extremo con un largo listado de secuestros, torturas y muertes.
La violencia física es una exteriorización de una voluntad de desprecio hacia el otro tan, pero tan grande que necesitamos satisfacerla haciéndole daño a aquel que no nos cae en gracia. Los años han pasado y esa violencia física que cubrió gran parte –la mayor parte– de la historia argentina pareciera haberse diluido. Pareciera, nomás. Hoy hablamos de grieta y mezclamos todo, sin darnos cuenta de que una democracia republicana necesita de posturas distintas. Y en vez de apuntar a un pacto de convivencia cívica, vivimos postulando una supuesta unidad más propia de los totalitarismos que de un juego democrático sano. Sacando casos aislados, hoy ya no nos matamos físicamente, pero existe una pulsión neurótica de hacer mierda, aplastar, convertir en puré a aquel que no nos gusta. Obviamente, matar no es lo mismo que difamar, pero para los antiguos griegos, si había un castigo peor que la muerte física ése era la muerte civil. Y allí sí que se sigue notando la violencia histórica, sanguínea argentina. Un odio irracional hacia cualquier cosa, por cualquier motivo, disfrazado de causas humanitarias muy loables.
Que hay que fusilar a Liniers para garantizar la Revolución de Mayo, que hay que mantenerlo vivo por tratarse del héroe máximo de la reconquista de Buenos Aires ante manos británicas. Que mejor lo fusilamos y lo recordamos como héroe. Que hay que adoptar un sistema unitario, ya que mal no nos va con el puerto; que hay que adoptar un sistema federal para que todas las provincias sean iguales. Que adoptemos un sistema federal de palabra, con un puerto gigante y cada vez más rico. Que somos rosistas porque nos dio dignidad y soberanía; que somos antirosistas porque hay que combatir a la tiranía.
Que Sarmiento sos Gardel, que Sarmiento sos un vendepatria; que Roca es el padre de la Nación, que Roca es un genocida. Que somos liberales, que somos conservadores, que somos liberales conservadores. Que somos autonomistas, que somos radicales, que somos cívicos, revolucionarios y nacionales. Que somos radicales populares, que somos radicales aristócratas, que Yrigoyen es lo más grande, que el Peludo está gagá.
Que la década es infame, que la década es gloriosa, que el nazismo ya tendrá tiempo de querer borrar a seis millones de tipos de la faz de la tierra, pero por lo pronto aprovechemos para llenar el Luna Park. Que la Segunda Guerra no nos tiene que afectar, que la Segunda Guerra puede que nos afecte, que qué carajo hacen los buques ingleses y alemanes cagándose a bombazos en el Río de la Plata. Que tenemos que declararle la guerra al Eje, que la guerra terminó, que se la declaramos igual, carajo. Que Perón es un déspota, que Perón es Dios, que Perón es un tirano, que Perón es Perón. Que el peronismo es nazi, que el peronismo reconoce al Estado de Israel, que Evita se reúne con Golda Meir.
Que el pueblo está unido, que cinco por uno no va a quedar ninguno. Que la Iglesia apoya a Perón, que la Iglesia llama a combatir a Perón, que la cosa está que arde, que lo que arden son las iglesias. Que el General se va, que el General se fue. Que el cálculo salió mal y a cambio de un general llegó otro y se sumó un almirante. Que empieza la resistencia peronista, que resistir de verdad cuesta caro, que se fusile a todos los rebeldes. Que Frondizi es desarrollista, que Frondizi es un traidor, que Frondizi se banca 52 planteos militares en unos meses, que Frondizi no vivirá para oír a una presidente decir que nunca vio «tantos ataques a un gobierno elegido por el pueblo» como el que vivió ella.
Que somos azules, que somos colorados, que ganaron los azules pero el poder es de los colorados. Que vuelve la democracia, que vuelve pero sin el 50% del padrón. Que Illia es la esperanza, que Illia es lento, que Illia se fue rápido. Que Onganía la tiene clara, que se tranquiliza la economía, que a Levingston no lo conocen ni los hijos, que Lanusse es bueno, que será un tirano pero es una «dictablanda».
Que a Perón no le da el cuero, que a Perón le dio el cuero. Que con Cámpora al gobierno, Perón va al poder. Que con Cámpora al gobierno se masacraron en Ezeiza. Que con Perón al gobierno y al poder el derramamiento de sangre nunca cesó. Que los Montoneros quieren al General. Que los Montoneros quieren muerto al General. Que el general se murió de viejo. Que los Montoneros quieren a los peronistas en el poder. Que los Montoneros quieren a otros peronistas, no a esos gorilas como la viuda de Perón. Que la Triple A empieza sus tareas, que la Triple A son los padres. Que la única salida es el golpe, el golpe, el golpe ¿Cuándo dará el golpe, General? Que el Comunicado Número Uno. Que la gente sale a trabajar como cualquier otro día. Que los muchachos empiezan a desaparecer. Que los atentados no se discontinúan. Que los familiares de los muchachos empiezan a desaparecer. Que los atentados siguen más que nunca. Que los hijos, amigos, padres y mascotas empiezan a desaparecer. Que «si andás derecho no tiene por qué pasarte nada». Que andar derecho incluye cambiarse el apellido y desconocer a cualquier pariente.
Que la economía se arregla fácil. Que deme dos, que deme tres. Que deme tres moratorias para pagar esta deuda. Que queremos Pan, Paz y Trabajo. Que le copamo’ la plaza a lo’ milico’ para que se vaya Galtieri. Que se venga el Principito, le presentaremos batalla. Que Galtieri no te vayas, Galtieri vení. Que ganamos, que ganamos, que seguimos ganando, que gana… perdimos, que perdimos, que perdimos la guerra, la dignidad y la batalla económica. Que las urnas están bien guardadas, pero acá tienen las llaves.
Que con la democracia se cura, se educa y se come. Que mi adversario es un ataúd a prender fuego. Que llegó la primavera democrática, que la primavera nos dio alergia. Que el Plan Austral, que necesitamos un plan estratégico para llegar a fin de mes. Que pintamos paredes en rojo un «Nunca Más», que pintamos caras en verde un «Si Dios Quiere». Que el único Rico del fin del alfonsinismo fue un teniente coronel. Que la revolución productiva. Que el salariazo. Que el plan Bonex, que el plan Brady, que en alguna la vamos a embocar, que Roig, que Rapanelli, que Erman González, que Cavallo. Que la embocamos. ¡Grande, Mingo! Que con el uno a uno todo se puede. Que la constitución no se toca, que la constitución se tocó. Que se viene la reelección, que entramos en recesión.
Que se va a acabar la fiesta para unos pocos. Que el candidato oficialista quiere salir de la convertibilidad, que gana el candidato opositor que prometió seguir con el modelo económico. Que las Torres Gemelas se caen en directo. Que el Megacanje, que el Blindaje. Que se vaya Machinea, que se vaya López Murphy. ¡Que vuelva Cavallo! Que se vayan todos, que no quede uno solo. Que Puerta, que Rodríguez Saá, que Caamaño, que Duhalde. Que el que depositó dólares recibirá dólares y que frente a Carlos Saúl Parte III, mejor votar al del apellido difícil.
Unitarios, federales, centralistas, nacionalistas, autonomistas, radicales, intransigentes, personalistas, conservadores, liberales, peronistas, antiperonistas, azules, colorados, montoneros, erpianos, militares, carapintadas… Con una mano en el corazón y otra en el lóbulo frontal: ¿Realmente podemos considerar que fuimos un pueblo unido y que un día un gobierno nos hizo enfrentar entre nosotros?