El comando “a distancia” de Cristina Kirchner comienza a tomar protagonismo creciente, trabajando en tándem perfecto con su “operador” todo terreno, quien ocupa el sillón de Rivadavia comportándose como un camaleón, útil para allanarle a la abogada exitosa el ir y venir sobre cualquier tema de su interés, a fin de amoldarlo a su gusto y paladar.
Conservadora en sus costumbres, pero progresista en cuestiones económicas -que evidencia desconocer-, y políticas, que solo pone en práctica para zaherir a los demás, la señora Kirchner entra y sale del escenario nacional cuándo y cómo más le conviene.
A medida que pasa el tiempo, se desvanece la creencia de algunos ingenuos, que pensaron se podría amortiguar la impronta flamígera del kirchnerismo y que la moderación ganaría espacio en las decisiones que fuera tomando el gobierno.
Está claro que no hay chance alguna de que ello ocurra, porque Alberto y Cristina han demostrado que se complementan, se contradicen, se auxilian y se enojan… con todos los demás.
Entre ellos no hay fisuras. Solo desconcierto, improvisación, y un tozudo empeño por usar las ventanillas de “atención al público” para “deconstruir” cualquier realidad que incomode a sus planes de “ir por todo”.
Confirman que para ellos la democracia es una iglesia donde todos son herejes -como decía el parlamentario español Xavier de Ventós-, y buscan acomodar su gobierno a esta idea, bastante cínica, por cierto, comprometiéndose primordialmente con sus propias conveniencias, mientras operan para mantenernos aturdidos por el discurso de los médicos infectólogos liderados por el despistado Ginés G.G., quien en los albores de la actual pandemia decía de ella que era solo “una gripecita más” (sic).
Dichos “ilustres” (¿) nos han tenido encerrados mientras sus mandantes maquinaban entre las sombras el perfil de sus “reivindicaciones” personales, con un doble objetivo fácil de identificar: cómo podría zafar Cristina de sus problemas judiciales y de qué manera Alberto conseguiría convencernos de que es una suerte de prócer.
Todo parecía marchar de acuerdo con sus deseos, hasta que Larry Fink y sus amigos les hicieron saber que el “juego” en el que habían entrado para resolver nuestras deudas era solo para baqueanos, y que consideraban a Guzmán un perejil del retórico y bastante poco creíble Stieglitz; por lo que de no aceptar las demandas de millones de acreedores hartos de sus “compadradas”, nos encontraríamos muy pronto litigando en los Tribunales de New York, con un final seguramente adverso para nuestro país.
Esto dejó al descubierto la esencia gaseosa de la supuesta lucha por la “soberanía” de los argentinos.
Una paparruchada que duró lo que un suspiro y arrojó claras señales de la manera en que el gobierno debió “bajarse los pantalones” después de haber meneado el asunto por carriles eminentemente retóricos.
Ya habíamos sufrido antes estas apelaciones épicas en los tiempos de Néstor Kirchner, un gran exégeta de la política de empujones, exabruptos y… rendiciones.
“La obscenidad es lo más visible de lo visible y aproxima a un individuo, sin retroceso, hacia la promiscuidad intelectual”, solía decir Baudrillard; muy semejante (acotamos nosotros) a la de algunas asociaciones cinematográficas revisionistas, que admiran un día a Bergman y otro a alguna escena tórrida de Armando Bo e Isabel Sarli cultivando la estética de lo momentáneo, por decirlo de algún modo.
Ahora que el gobierno dice haber arreglado el litigio con los bonistas extranjeros, se avizora la siguiente batalla política: Alberto, Cristina y Kicillof contra Rodríguez Larreta, un bastión incómodo para quienes no encuentran la forma de “entrarle” con éxito a su buena gestión.
Al mismo tiempo, retornó otro “clásico” del peronismo: la concreción de obras públicas mediante una impresión de billetes “maxi large” del Banco Central. Algo que ya desató inflaciones que terminaron “fabricando” un 40% de pobres, muchos de los cuales se han convertido hoy en maleantes que deambulan por el conurbano bonaerense, tratando de apropiarse de cuanto bien ajeno apetecible caiga ante su vista.
¿Y después? Todo dependerá de cómo se abroquele la ciudadanía detrás de un cambio real, distinto y absolutamente nuevo liderado por quienes no hayan formado parte de la “kakistocracia” política tradicional, para evitar convertirnos en émulos de los protagonistas de la serie televisiva “The walking dead”.
Tendremos que rodear a líderes honestos, austeros, de pocas palabras y mucha acción, que hayan comprendido, como nosotros, que la Argentina no puede vivir con déficit en las cuentas públicas “in aeternum”, para avanzar con los mejores programas de desarrollo posible, que consigan alejarnos de nuestras viciosas “costumbres del querer”.
Si esto no ocurre, quedaremos condenados a la mediocridad de por vida, porque los países se funden, pero no desaparecen: solo pasan a integrar el mundo de la irrelevancia; y allí permanecen por años con el agua al cuello, recibiendo las sobras de una mesa bien servida.
Situación semejante a la de aquel viejo vagabundo irlandés que frecuentaba un albergue miserable en el barrio de los Gobelinos en París - mencionado por el escritor catalán Eugenio D´Ors y Rovira-, y ganaba sus limosnas tocando un organillo que hacía sonar baladas de su tierra, estando casi siempre borracho.
Cuando alguien le hablaba de su país, ponía los ojos lacrimosos en blanco y hacía sonar la música como única respuesta.
A buen entendedor, pocas palabras.