El 20 de junio de 1820 moría en Buenos Aires, Manuel Belgrano, el creador de nuestra bandera. Expiró en una jornada sombría entre las más sombrías jornadas de la patria: el día de los tres gobernadores, cuando la anarquía, que llegaba a las orillas del Río de la Plata, parecía destruir el fruto de diez años de luchas por la emancipación nacional y la arquitectura jurídica que en 1816, había convertido en Tucumán a la patria, informe todavía, en las libres y soberanas Provincias Unidas.
El 20 de agosto de 1820 zarpaba del puerto de Valparaíso la expedición libertadora que, encabezada por José de San Martín se dirigía al Perú decidida a arriar definitiva mente el estandarte de Pizarro y, al consagrar la independencia en tierras del antiguo imperio de los incas, afianzarla para todo el continente americano.
El hombre que, pobre y olvidado, moría serenamente, y el que, en genial desobediencia, proseguía su empresa sin complicarse en las luchas intestinas de sus compatriotas, eran amigos, grandes, leales amigos.
Llegado San Martín a Buenos Aires, tras analizar en el terreno de los hechos, los orígenes y el desarrollo de la revolución, y luego de ponerse en contacto con algunos de sus protagonistas, distingue entre todos ellos a Manuel Belgrano, no por la ciencia militar de quien ha tenido que improvisarse conductor de tropas, sino por la naturaleza moral que presiente en quien fue precursor de Mayo desde sus funciones de secretario del Consulado.
Se vinculan los dos grandes hombres epistolarmente. Es la hora del triunfo del que también ha sabido desobedecer al enarbolar la enseña azul y blanca, substituyendo con ella al estandarte real.
Belgrano la vive sin énfasis. Así, cuando llega la hora de Vilcapugio y Ayohuma, su ánimo conserva en la derrota la misma serenidad que en la victoria. Ha llevado a la patria nueva en la dignidad de su conducta, ganando, con su ejemplo y con sus iniciativas, muchas voluntades para la causa argentina.
Precisamente, la causa argentina está en peligro. Los dos grandes contrastes del Ejército del Norte, han abierto una ancha brecha al paso de los monárquicos. El gobierno de Buenos Aires alcanza a ver la gravedad de la situación. Es necesario ponerle remedio en forma urgente. El remedio está a la mano: se llama José de San Martín. El creador de los granaderos recibe la orden de acudir en auxilio de las fuerzas maltrechas. Va con instrucciones de hacerse cargo de su mando.
Belgrano no lo sabe, pero, en un gesto que añade honra a su hora, le escribe: “Mi corazón toma un nuevo aliento cada instante que pienso que usted se me acerca, porque estoy firmemente persuadido de que con usted se salvara la patria y podrá el ejército tomar un diferente aspecto. Estoy solo; esto es hablar con claridad y confianza; no tengo ni he tenido quien me ayude, y he andado los países en que he hecho la guerra como un descubridor. En fin, mi amigo, espero que usted, compañero, me ilustre, me ayude y conozca la pureza de mis intenciones, que Dios sabe no se dirigen ni se han dirigido más que al bien general de la patria y a sacar a nuestros paisanos de la esclavitud en que vivían. Empéñese usted en volar y en venir, no sólo a ser mi amigo, sino maestro, compañero y mi jefe, si quiere; persuádase que le hablo con mi corazón, como lo comprenderá con la experiencia…”
En la posta de Yatasto, en la parte sureña de la provincia de Salta, se encontraron dos hombres, dos héroes. Se abrazaron. En presencia del vencedor de Salta y Tucumán, en presencia del cariño y el respeto que le profesaban sus soldados, San Martín se resistió a sustituirlo en el mando. Así lo hizo saber al gobierno. Pero el gobierno insistió y en su ánimo triunfó la disciplina. Pasó Belgrano a ser comandante de uno de los regimientos.
Con la sencillez de su alma pura, concurrió a las clases de academia militar que dictaba el guerrero de dos mundos. Requerida en Buenos Aires la presencia del gran porteño, a quien iba a juzgarse, se despidió de San Martín con una emociónate carta: la carta de un general cristiano a otro general cristiano…
Casi siempre la verdadera amistad contiene una mayor o menor dosis de admiración. Se es amigo de los seres superiores, de personas a quienes debemos ese homenaje del espíritu. Sobre todo cuando se trata de espíritus libres y generosos. Existe la otra “amistad” que mucho se parece a la complicidad: aún en esta forma de asociación humana, priva un cierto respeto, una determinada eminencia del trato. Se supone, entonces, que en la vida de relación de los pueblos y los hombres llamados a un destino superior, la amistad ha de ser un alto galardón.
Belgrano murió con el convencimiento de que San Martín era el genio tutelar de su patria, y por su parte San Martín, honró hasta en sus últimos días la memoria de su amigo, señalándolo como una de las glorias más puras del nuevo mundo.
© Tribuna de Periodistas, todos los derechos reservados
*Ernesto Martinchuk es autor del corto 20 de junio 1820