Perdura el enigma sobre las razones de su nacimiento en Bélgica, y se aclara que no falleció debido a una transfusión de sangre contaminada, sino de leucemia. Su segunda esposa, Carol Dunlop, no quiso que lo supiera, y él pereció sin saberlo.
Julio Florencio Cortázar nació en Bruselas el 26 de agosto de 1914, “producto del turismo y la diplomacia”, tal cual lo reconociera de adulto. Conviene mencionar luego su fugaz paso por Suiza al promediar la Primera Guerra Mundial, gracias a una abuela materna de origen alemán que puso la familia al abrigo en un país neutral. Allí nacería Ofelia, su única hermana. El niño de 5 años descubriría la Argentina recién en 1919, donde el padre abandonaría el hogar, perdiéndosele los rastros. Junto a su madre, hermana, abuela, y una tía, el futuro escritor residiría en la Provincia de Buenos Aires. Se convertiría en profesor de Letras, y con el título de traductor público de francés e inglés, emigraría a Francia en 1951, adoptando la doble nacionalidad en la primavera de 1981.
Cortázar moriría en París el 12 de febrero de 1984, de una leucemia diagnosticada a fines de agosto de 1981 en el Hospital de Aix-en-Provence, en Francia, al tratarlo por un derrame intestinal. Todo esto en las cercanías del Ranchito, su cabanon de vacaciones a partir de 1963, al despuntar la época en que se incrementarían sus derechos de autor, producto del impacto mundial en librerías de Rayuela, su obra emblemática. Carol Dunlop sucumbió antes, el 2 de noviembre de 1982, de una aplasia medular, que es la extinción de las células encargadas de producir la sangre en la médula osea (1).
Por lo pronto, en el transcurso de dos episodios acaso intrascendentes como traductor pasajero en Ginebra, se gestarían, a su margen, dos significativos cuentos de su polifacética bibliografía, cada uno por vivencias personales diferentes.
A mediados de 1955, en efecto, Cortázar fue contratado como traductor temporero en la sede europea de Naciones Unidas en Ginebra. Debió trabajar un mes de verano en el vetusto edificio de la antigua Sociedad de las Naciones, construido entre 1929 y 1938, tal vez en el octavo piso últimamente en desuso, y ahora en medio de la intrincada renovación edilicia de la ONU, durante los presentes estertores de la crisis sanitaria ocasionada por el Covid-19. En la fecha señalada “el acentuado tedio” parecía dominar la estadía, no impidiéndole apreciar la “vista prodigiosa de los Alpes”, desde el “estupendo restaurante que hay en la terraza” del quinto piso del citado edificio, o la majestuosa contemplación del Lago Lemán, tres pisos más arriba, cuyos reflejos debían de llegar hasta su despacho laboral. Lo supo recordar en algunas de sus cartas recopiladas en 2012 por su primera esposa, Aurora Bernárdez, quien lo acompañó “tres días” que aprovecharon para pasear: “vimos todo lo que se puede ver en la ciudad de Calvino, que no es mucho, comimos la fondue, miramos los cisnes del lago y la isla de Jean-Jacques” (el ginebrino Rousseau). Después ella “trepó, intrépida aeronauta, en el avión nocturno que la devolvió a París”. (2)
Los indicios se multiplican en el laberinto de otros párrafos de esa correspondencia. Pensaba que con lo que ganaría en un mes en Ginebra, subsistiría cuatro en Francia. Al tiempo juzgaba que “los suizos están tan encantados con su perfección política, su paz y la belleza de sus paisajes, que han llegado a desarrollar una psicología bastante exasperante, una mezcla de frialdad y cortesía que no tiene nada de simpática”. El “tono internacional” de Ginebra “aplasta toda autenticidad, y se diría que toda la ciudad es como el hall de un gran hotel de lujo”, difícil de “aguantar”. Respecto a sus quehaceres en la ONU, estimaba que “el régimen es poco más o menos el de la UNESCO”, donde se había desempeñado y continuaría en el futuro, “pero no hay la camaradería de París y el trabajo es mucho más pedestre y aburrido. Su única ventaja es que no se acaba nunca, por lo cual la jornada se pasa bastante pronto”. Para pernoctar se alojaba en “una pieza en casa de un matrimonio suizo”.
En las pausas del medio día, tras “almorzar en la cantina del personal” del Palacio de las Naciones, Cortázar se daba una vuelta por el adyacente Jardín Botánico, mientras digería una “comida” tan “perfecta que no tiene gusto a nada”. El pan era “abyecto”, y no le apeteció el vino. “Todo es limpio, claro, impecable… de un aburrimiento mortal”. Percibía que “el sabor general de las cosas es algo así como el papel higiénico mojado envuelto en talco”. Agregaba que “uno lo piensa dos veces antes de tirar un fósforo o un pucho en la calle; te sientes censurado por todos los que te rodean”.
En esa Ginebra “linda, limpia, clara… imaginate el resto”… Cortázar tradujo documentos de una “conferencia del trigo”, y sobre “la utilización pacífica de la energía atómica”. Traduciendo desnudó “las secretas diferencias que hay entre los idiomas, y que trascienden el plano formal. Traducir no es buscar equivalencias. O, mejor dicho, la traducción traiciona cuanto más leal es, oh paradoja”.
Haciendo conjeturalmente abstracción de sinsabores y recompensas, a deshoras del ajetreo en las asépticas oficinas de una organismo supranacional, escribió “dos cuentos muy largos que ocurren en París” (indudablemente Los buenos servicios, citado en sus cartas, e hipotéticamente algún otro de su libro siguiente, Las armas secretas). Y destaparía que “estoy terminando un tercero, todavía más largo”, texto posteriormente célebre bajo el titulo de El perseguidor. Lo presentó en aquellas cartas como una “biografía ficticia” del “músico de jazz” Charlie Parker, “que murió hace unos meses en circunstancias bastante horribles”, concretamente el 12 de marzo de 1955. (3)
Es novedoso que Cortázar anticipe a sus amigos el móvil del cuento sin haberlo finalizado. Lo adelantó “como un caso extremo de búsqueda, sin que se sepa en qué consiste esa búsqueda, pues el primero en no saberlo es él mismo. Ni qué decir que en cierto modo estoy haciendo una trasferencia personal, y que mucho de lo que me preocupa irá a la cuenta del personaje”, para concluir: “quisiera usarlo como portavoz de un mensaje mío, y que quizá también fue suyo”.
Ese mismo Cortázar de contextura autobiográfica de los años 50, descorre un velo íntimo en Ciao Verona, relato de 1977, a continuación de un nuevo paréntesis de traductor, esta vez en el CERN, sigla de la Organización Europea para la Investigación Nuclear, emplazada en las inmediaciones de Ginebra, aún en territorio francés. Revelado el 3 de noviembre de 2007 por el diario El País, de Madrid, fue el último gran inédito del autor, recogido postmorten en 2009, en los Papeles inesperados (Alfaguara). En la edición del mencionado cotidiano español, se exhuma sin fecha una frase de la confidencia de Cortázar a Jaime Alazraki, amigo y “uno de sus mejores críticos”. Evocó que “En Alguien que anda por ahí hay amargos pedazos de mi vida, por ejemplo Las caras de la medalla, cuya historia siguió y terminó en otro cuento muy largo que escribí hace meses y que entrará en otro libro, si libro hay; se llama Ciao Verona, y fue tan duro de escribir como el otro”.
En esa muestra de narrativa de inspiración autobiográfica postrera, Cortázar debió de haber sido el protagonista masculino de un desamor triangular. Enmascarando su domicilio en Londres, arropó a su alter-ego con el nombre de Javier. Confesó no aceptar, o no comprender, el rechazo amoroso de una compañera de trabajo en Ginebra, con la que organizó una amistosa semana turística en Verona, negándose a percibir en la homosexualidad femenina la causa de una frustración romántica masculina. La narradora es la mujer que lo desprecia, Mireille, quien mediante una extensa misiva, “fechada meses antes”, dirigida a Lamia Maraini, la mujer que ella ama sin ser correspondida, le detalla minuciosamente su frustración con Javier, siendo los tres colegas de traducciones en el CERN. La epístola aparecerá “apenas leída, casi intocada”, dentro de un “ancho sobre azul”, en la valija de Lamia.
“Fue en Boston y en un hotel, con pastillas” donde se suicidará la destinataria de la carta, hilo conductor de la trama. Faceta singular de Cortázar en la piel literaria de una relatora feminista, abocada a diseccionar el vínculo con un hombre que espera de ella un amor imposible, probablemente el repudio que el autor pudo haber querido exorcizar mediante un acto de ficción.
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(1) Conversación telefónica y correos electrónicos de Raquel Tiercelin-Mejías, del 20 y 21 de agosto de 2020, profesora de la Universidad de Aix-Marseille, vecina y amiga de Julio Cortázar en Aix-en-Province. Y sus manuscritos: Mi última charla con Julio Cortázar, 10 de noviembre de 2014, inédito; y “Rayuela, de Julio Cortázar a través de su correspondencia”, publicado en Leonardo Funes (coord.) Hispanismos del mundo, diálogos y debates (y desde) el Sur, Muñoz y Davila ed., Buenos Aires 2016; copias electrónicas en el archivo del autor.
(2) Cortázar, Julio Cartas 1955-1964 – 1ª ed. Buenos Aires: Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, 2012.
(3) Su primer libro de cuentos, Bestiario, fue publicado en febrero de 1951 (Sudamericana), mientras Cortázar residía en Argentina, antes de irse a vivir a Francia en noviembre de ese año. En 1956 apareció en México la primera versión de Final de juego, inicialmente titulado Los Presentes, aunque su salto a la fama fue en 1963 con su inclasificable novela Rayuela.